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Amando de Miguel

La imposible democracia plena

Se ha conseguido, sí, una peculiar versión de una democracia aparente, aunque desarticulada y convulsa.

Se ha conseguido, sí, una peculiar versión de una democracia aparente, aunque desarticulada y convulsa.
Pedro Sánchez durante la firma con patronal y sindicatos, con Pablo Iglesias de testigo. | EFE

Con razón se llamó "transición democrática" (subrayado el sustantivo) a la provisional hazaña de la Constitución de 1978, incluidos sus arriesgados antecedentes. Cierto es que superó con gracia la ardua cuestión de suceder pacíficamente a un régimen autoritario. No era poca cosa para país tan atribulado con había sido la España contemporánea, sujeta a tantas vicisitudes. La verdad es que el experimento de la transición ha durado cuatro décadas, que es el límite temporal de los regímenes en España. Mas todo indica que ha llegado a su fin. El Gobierno del doctor Sánchez parece dar sus últimas bocanadas.

Se ha conseguido, sí, una peculiar versión de una democracia aparente, aunque desarticulada y convulsa. Por lo menos, aspira a presentarse como una democracia homologable con la de los países centrales de lo que llamamos Occidente. Para lo cual se requieren las siguientes reformas, que alguno podría considerar como revoluciones:

1) Lo fundamental es que el esquema de partidos políticos (que ahora se hacen llamar 'formaciones', un término bélico) sea coincidente con el reconocimiento pleno de la nación española. No es mucho pedir que ninguno de ellos se presente como secesionista de un trozo del cuerpo nacional. Es la condición esencial para cumplir el elemental principio constitucional de que todos los partidos pretenden representar al conjunto de los españoles, no a una parte territorial de ellos. Esto significa en la práctica la prohibición expresa de los partidos nacionalistas, independentistas, regionalistas, localistas.

2) Como corolario de lo anterior, la democracia española solo puede asentarse si se reconoce la primacía de la lengua castellana o española (así la llamó Nebrija) en todas las manifestaciones de la vida pública. Así pues, debe quedar proscrita la malhadada inmersión lingüística de los escolares en las lenguas regionales. Lo cual no excluye el cultivo y el fomento de esas lenguas regionales y de las extranjeras que parezcan interesantes en los distintos órdenes de la vida.

3) El natural complemento de lo dicho es que los símbolos de identidad nacional (himno, bandera) tengan preeminencia sobre los correspondientes de las distintas regiones, provincias o localidades. El llamado escudo de España es más bien un símbolo del Estado, no de la nación.

4) Difícil cuestión es la de mantener la estructura de las mal llamadas 'autonomías' regionales. Es claro que, por definición, no pueden ser estrictamente autonómicas. Sería bueno desprenderlas de muchas competencias, visto que las cuales solo han servido para elevar desproporcionadamente el coste de los servicios públicos y propiciar la corrupción. El recorte de las competencias autonómicas (regionales) no debe suponer el centralismo del Estado sino, al contrario, su descentralización a través de más competencias para los municipios. La estructura de las 17 regiones se podría reducir muy bien a una docena. Aunque también se podrían desagregar las zonas metropolitanas de Madrid y Barcelona.

5) Lo anterior requiere una reforma decidida para convertir los más de ocho mil municipios españoles que hay ahora (los mismos que hace más de un siglo) en unos ochocientos. Es una reforma que se ha hecho en otros países europeos. Parece imprescindible en vista de las actuales facilidades de transporte y comunicaciones, así como la necesidad de proveer nuevos servicios públicos.

Las reformas propuestas serían solo papel mojado si no se alterara un poco la inveterada insolidaridad de las clases y grupos dirigentes del país. Es la que conduce a la corrupción y el particularismo, entre otras aberraciones. Se trata de una ambiciosa operación de reforma de los usos sociales, que empezaría por la gran reforma de la enseñanza, que no se ha acometido.

A propósito, permítase mi cuarto a espadas sobre el llamado 'pin parental'. Se trata del permiso de los padres o tutores para que sus hijos pequeños asistan a las prácticas de adoctrinamiento en las escuelas. No se resuelve con el acostumbrado expediente de si hay quejas o protestas por parte de los padres, tutores o alumnos. Precisamente, el problema real es que tales quejas o protestas no se producen. Es decir, lo grave es la indiferencia de la población ante el colosal proceso en marcha de adoctrinamiento moral (o inmoral) de la enseñanza por medio, no ya de las actividades extracurriculares, sino de las asignaturas reglamentarias; por ejemplo, la de Valores. Tal adoctrinamiento moral o totalitario se produce por la agobiante hegemonía de la izquierda (incluidos los nacionalistas) en la España actual. Por eso mismo va a ser peliagudo contrarrestarla. Lo del pin parental es solo una llamada de atención, una gota de agua en el torrente embravecido que nos inunda.

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