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Mikel Buesa

Estado de desperdicio

Ni el Gobierno ni los técnicos –supuestamente científicos– han entendido bien la naturaleza del sistema dinámico al que nos enfrentamos.

Una epidemia es un sistema dinámico. Esto es lo primero que hay que entender para poder afrontar la crisis sanitaria que una epidemia puede provocar, especialmente si una parte significativa de la población requiere asistencia hospitalaria y si el contagio puede tener consecuencias letales con una probabilidad más elevada de lo habitual –o sea, que impulse al alza la tasa de mortalidad general, que en España es de 9,1 por cada 1.000 habitantes–. El caso del coronavirus es de este tipo: muy contagioso y muy letal; y, por tanto, muy peligroso, tal como estamos viendo. Pero es que, además, ese sistema dinámico conduce, en este caso, a una acumulación muy rápida de enfermos, de necesidades hospitalarias y de atención sanitaria; y de muertes. Se trata de un sistema que se ajusta al perfil de una aplicación logística y, como nos ha enseñado la teoría del caos determinista, un modelo matemático con esta configuración tiene un abanico muy estrecho de soluciones de equilibrio, siendo además muy sensible a sus condiciones iniciales y a los cambios que sobre esas condiciones se puedan introducir por la acción humana. Comprendo que esto que acabo de señalar es muy abstracto y, por eso mismo, conviene traducirlo. Vayamos a ello: acertar para frenar la epidemia no es fácil y, además, si te equivocas, la cagas.

Viendo lo que ha ido ocurriendo en España durante las últimas semanas en relación con la epidemia de coronavirus, lo primero que destaca es que ni el Gobierno ni los técnicos –supuestamente científicos– han entendido bien la naturaleza del sistema dinámico al que nos enfrentamos todos los españoles –pues todos somos los que podemos acabar pereciendo bajo su férula–. Empiezo con los técnicos del Ministerio de Sanidad que ahora se reúnen en un comité científico al que pertenecen al menos tres personas de dudoso criterio que, en el estadio inicial de la epidemia, o negaban la realidad o bien opinaban que ésta no tenía nada de alarmante. Ahí está Fernando Simón –la cara visible del comité–, que ha ido recomendando sucesivamente que no se suspendiese el MWC, que los colegios y universidades debían permanecer abiertos, que no había motivo para no quemar las Fallas o que ir a las manifestaciones del día 8 era saludable. Está también Antoni Trilla –por la cuota catalana–, cuya perspicacia deja mucho que desear y para quien esto del coronavirus se estaba "desmadrando" en los medios de comunicación, pues sólo era "una epidemia en China", y si nos llegara, "si se produ[jera] algún caso", bastaría con "identificarlo y aislarlo"; pero, vamos, consideraba "muy difícil" que sucediera. Por supuesto que Trilla defendió también el MWC. Y nos queda Hermelinda Vanaclocha, de la cuota valenciana, quien en febrero pensaba que "hay una epidemia de miedo probablemente más importante que la del coronavirus" y destacaba que éste era menos importante que el sarampión. También decía: "Si hay 17.000 casos en China (…) no se entiende la alarma".

Que algunos de los llamados científicos no entendieran lo que se avecinaba es verdaderamente sorprendente. Y que los políticos, con la que está cayendo, sigan confiando en ellos, también. Claro que los políticos no tienen por qué saber de epidemias, lo acepto; pero sus entendederas deberían ser mayores de lo que muestran sus acciones. Tomemos, por su representación, al presidente Sánchez. Cuando se escuchan sus peroratas televisivas –que, al parecer, siguen el modelo de Fidel Castro, pues duran y duran como las pilas alcalinas–, se comprueba que no sólo no comprende la naturaleza del modelo dinámico que representa fielmente la epidemia, sino que tampoco quiere aprender nada al respecto. Y seguramente por eso dilata las decisiones pensándoselas dos y hasta tres veces, convocando sucesivos Consejos de Ministros para concluir que lo deja para otro día, mientras los contagios crecen exponencialmente y los muertos se multiplican. Y no hablo sólo de decisiones legislativas, también de acciones operativas para contratar suministros sanitarios, abrir camas hospitalarias, enterrar o incinerar los cadáveres... A todo llega tarde, arrastrado por los acontecimientos, porque no ha entendido que, como escribió Lewis Carroll, "hace falta correr todo cuanto uno pueda para permanecer en el mismo sitio [porque] si se quiere llegar a otra parte hace falta correr por lo menos dos veces más rápido".

En este contexto, a Sánchez sólo se le ocurre urgir a la oposición de centro-derecha para que le apruebe un presupuesto –eso sí, sin formular la menor propuesta adaptada no sólo a la urgencia de la situación sanitaria, también a los devastadores estragos que ésta viene produciendo, y todavía producirá durante meses, sobre la economía y el empleo– o para que se resigne a su orden de cierre del Congreso y el Senado –ejecutada raudamente por los respectivos presidentes de estas instituciones, quienes piensan más en la estabilidad de sus respectivos empleos que en la democracia–. A este presidente, y con esta trayectoria, sólo le falta erigirse en dictador –cosa que, por cierto, ya ha sugerido algún tertuliano de la izquierda, inspirándose, con poco conocimiento, por cierto, en el derecho romano–.

Mientras tanto, los hombres del presidente exhiben su incompetencia. Lo hacen los que se ocupan de la logística de los abastecimientos sanitarios que no llegan; los diplomáticos que no parecen entender la angustia de los españoles que se han visto atrapados en el exterior; los mandos policiales que se incautan de mascarillas, creando una desconfianza radical en las empresas dedicadas a ese negocio; y así un largo etcétera. Sólo funciona el sacrificio de médicos, enfermeras y personal hospitalario –a quienes nunca sabremos agradecer lo suficiente–; la probidad de las fuerzas de seguridad, que se ocupan del cumplimiento del aislamiento en condiciones precarias de protección –dejando también sobre la arena a los compañeros fallecidos–; la rectitud de los militares movilizados para limpiar, vigilar, construir y ayudar donde haga falta; la lección moral que, día a día, dan a sus alumnos miles de profesores entregados a transmitir sus conocimientos a niños y jóvenes. Y también la sociedad civil, de la que han surgido centenares y miles de iniciativas para ayudar a los menos favorecidos, para coser mascarillas, para imprimir respiradores, para alimentar a los que no pueden bastarse a sí mismos, para limpiar y desinfectar las calles de los pueblos, para consolar a los enfermos, para infundir ánimo con su aplauso diario de las ocho de la tarde. Son todos ellos los que aún nos permiten tener confianza en la humanidad y los que alivian nuestra angustia a constatar el estado de desperdicio en el que nos va dejando el Gobierno de España.

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