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Mikel Buesa

Unos nuevos Pactos de la Moncloa

No creo que Sánchez esté dispuesto a una tarea tan ingente y compleja como la que nos espera; ni que tenga la cintura política, los conocimientos y la inteligencia precisos.

No creo que Sánchez esté dispuesto a una tarea tan ingente y compleja como la que nos espera; ni que tenga la cintura política, los conocimientos y la inteligencia precisos.
Pedro Sánchez, durante su intervención en el pleno para prorrogar el estado de alarma. | Ricardo Rubio (Europa Press)

En su pregón de Semana Santa pronunciado en la hora sestera del Sábado de Pasión, el presidente Sánchez insistió en la edición de unos nuevos Pactos de la Moncloa que formarían parte de una especie de acuerdo transversal para dar salida a la imponente crisis económica que está acompañando a la epidemia de coronavirus. No diré nada sobre esto último –pues si el interfecto hubiese madrugado y sus científicos asesores tuvieran algo de conocimiento, las medidas de aislamiento se habrían adelantado y la crisis habría alcanzado una dimensión menor– porque lo que me interesa ahora es destacar que, al parecer, para Sánchez eso de los Pactos de la Moncloa –lo mismo que su Plan Marshall para Europa– no deja de ser una etiqueta sin contenido con la que aparentemente lo único que pretende es que los partidos de la oposición le confirmen en el cargo y le digan amén a sus presupuestos hasta acabar la legislatura. Ello podría ser una pretensión legítima si supiéramos cuál es su política –porque lo que hasta ahora hemos visto no es sino una sucesión vacilante de medidas contradictorias, en ocasiones meramente demagógicas y, en el mejor de los casos, carentes de impacto sobre la estabilización de la economía– y cuál es el plazo requerido para desarrollarla.

La primera lección que ofrecen los Pactos de la Moncloa, los de verdad, es que, para desarrollar un programa de política económica con ambición reformista y de superación de la crisis, es imprescindible un trabajo previo de análisis económico sobre el que poder sustentar un consenso entre los profesionales de la economía, incluidos los que militan en partidos, sindicatos y patronales, que pueda trasladarse con generalidad, no sólo a los dirigentes de esas entidades sino al conjunto de la sociedad. Tal consenso requiere un artífice –que, en la coyuntura del segundo quinquenio de los setenta, fue el profesor Fuentes Quintana, a quien ayudó en todo momento Manuel Lagares– y un amplio número de participantes seleccionados por su capacidad analítica y científica, con independencia de sus ideas política o de su adscripción partidaria. Enrique Fuentes reunió a lo mejor de la profesión, desde los años anteriores a la formulación de los pactos en 1977, en torno a la Fundación de las Cajas de Ahorro (Funcas) y a las revistas de naturaleza académica que ésta publicaba.

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Adofo Suárez, durante la firma de los Pactos de la Moncloa.

Hay dos anécdotas que ilustran mejor que cualquier registro bibliográfico la importancia de este consenso. Ambas las extraigo de la larga conversación que mantuvimos Thomas Baumert y yo con Juan Velarde para construir el libro Testigo del gran cambio. En la primera, Velarde relata cómo a Julio Segura, "que estaba explicando y defendiendo los puntos de vista del PC", le interrumpió Marcelino Camacho para señalar que "si suben los salarios, aumentará el poder adquisitivo (…)". Entonces Julio Segura le replicó: "Mira, Marcelino, te perdono muchas cosas, pero que me expliques a Keynes, no". Diré entre paréntesis que comprendo bien al catedrático de mi facultad, de quien recibí un excelente curso de macroeconomía keynesiana cuando fui alumno suyo.

La segunda anécdota, que Velarde conoció directamente de Fuentes Quintana, a quien le unía una estrecha amistad, se refiere a la reunión que tuvo lugar en Moncloa para concretar el acuerdo final. "Era un viernes", relata Velarde, y al terminar todo "Adolfo Suárez dice: ‘Bueno, pues que se prepare un comunicado de prensa’". Carrillo responde:

De ninguna manera. Algo tan importante como esto, que nos hayamos puesto de acuerdo en un rato, esto no tiene ninguna trascendencia. Nos tenemos que hacer esperar hasta el domingo por la noche, y el domingo por la noche se da eso. Pero mientras tanto se habla de otras cosas, yo que sé, de cómo deben ser los trajes de los funcionarios, cosas, cosas, añadidos, tonterías.

Y todo porque había que dar credibilidad ante los ciudadanos al consenso que tan trabajosamente habían urdido los economistas. La anécdota finaliza con la confesión de Enrique Fuentes Quintana:

Como ya no quedaban temas de economía, pues me aprendí todos los árboles de los jardines de la Moncloa.

Establecer el consenso de la política económica no es flor de un día, ni de una reunión en un ministerio, sino que resulta de la discusión racional entre quienes, teniendo puntos de vista y objetivos políticos diferentes, saben, sin embargo, de qué hablan. No me parece que algo parecido sea lo que tiene en mente el presidente Sánchez, ni creo que en su equipo económico haya ningún ministro con la formación, la experiencia y la capacidad de liderazgo que requiere una tarea de esta naturaleza. Basta, para corroborarlo, observar las enormes dificultades con las que se ha encontrado la vicepresidenta Nadia Calviño para arbitrar un consenso interno dentro del propio Gobierno; consenso que no se ha logrado y que, en consecuencia, se ha acabado reflejando en el batiburrillo de políticas contradictorias que contienen los decretos de Sánchez.

Pero es que, además, se necesita formular un programa que atienda el triple frente en el que, en esta ocasión, hay que afrontar la crisis. Porque estamos, evidentemente, ante una crisis de demanda que se combina con otra de oferta y que amenaza con derivar en una crisis financiera. La tarea no es nada fácil ni se resuelve con el manido recurso a lemas mitineros del tipo de los que hemos oído, en boca de miembros del Gobierno, en estos últimos días: "La crisis no se resuelve con recortes sino con aumento del gasto público". En la coyuntura de 1977, el programa derivado de los Pactos de la Moncloa contenía un catálogo complejo de medidas de estabilización, de reducción de los salarios reales, de liberalización económica, de reforma del sistema financiero y del sistema fiscal, de reconversión industrial y un largo etcétera. Y su despliegue no fue cosa de unos meses, sino que inspiró la política económica durante años. Ahora habrá que contemplar, al menos, una profundización en la reforma del mercado de trabajo, no sólo para absorber la enorme ampliación del desempleo que va a dejar esta crisis, sino para superar definitivamente la inercia de unas instituciones que cargan sobre los trabajadores temporales sus ajustes. Habrá que revisar enteramente el sistema fiscal para alcanzar la suficiencia recaudatoria. Habrá que desplegar una nueva política industrial y tecnológica sobre la que asentar la mejora de la productividad. Habrá que crear instrumentos financieros para cubrir las ingentes necesidades de crédito que se van a requerir para asentar una nueva normalidad. Habrá que reconsiderar de arriba abajo todo nuestro sistema de bienestar para mejorar su cobertura y prestaciones, y sobre todo para hacerlo más eficiente. Habrá que reorganizar el sistema educativo. Habrá que reformar el sistema autonómico dotándolo de instrumentos estatales de coordinación y, claro está, de unos mecanismos de financiación equitativos. Y habrá que rehacer algunas leyes políticas para evitar que futuros episodios críticos no den lugar a los abusos de poder que hemos contemplado en estos días aciagos en los que la epidemia nos ha colocado en el borde del abismo.

No creo que Sánchez esté dispuesto a una tarea tan ingente y compleja como la que nos espera; ni creo tampoco que tenga la cintura política, los conocimientos y la inteligencia que se requiere para ello. Por eso, sus nuevos Pactos de la Moncloa me parecen una mera engañifa, una manera de dar la patada hacia adelante con la vacua esperanza de que el balón llegue a alguna parte y le asegure unos pocos meses más en la Presidencia. Como en el juego de la oca, en esta crisis vamos de engaño en engaño. Pero cuando acabe y podamos salir a la calle sin temor al contagio, tal vez en un par de meses, será el momento de exigir que en unas elecciones generales los españoles decidamos cuál es el Gobierno que nos merecemos.

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