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Mikel Buesa

Sobre la naturaleza de la crisis económica post-epidémica

No estamos ante crisis episódicas, ni podemos describirlas con esa manía que tienen los macroeconomistas de hablar de uves (V) y úes (U).

No estamos ante crisis episódicas, ni podemos describirlas con esa manía que tienen los macroeconomistas de hablar de uves (V) y úes (U).
Terraza vacía en el centro de Madrid | EFE

Todas las grandes epidemias, desde la antigüedad hasta ahora, han estado seguidas de crisis económicas más o menos prolongadas en las que han cambiado las relaciones sociales y se ha modificado la distribución de la renta. Las epidemias infecciosas atacan por igual a todas las personas, sean ricas o pobres, y sus efectos mortales se distribuyen con bastante homogeneidad por toda la sociedad, aunque haya en cada caso grupos de edad en los que la letalidad sea mayor o menor. Las epidemias, por tanto, destruyen el elemento humano de la producción, la mano de obra; pero dejan indemne el capital, puesto que las tierras, las máquinas y las instalaciones productivas no se ven afectadas, más allá de que puedan requerir alguna desinfección.

Hasta la última gran pandemia del siglo XX –la gripe española que infectó el mundo entre 1918 y 1920–, las crisis económicas post-pandémicas se configuraron de la misma manera, aunque con diferente intensidad en cada caso. Básicamente, provocaron una escasez temporal de mano de obra y un exceso de capital –este último, porque la disminución de la cantidad de trabajo dejaba ociosa una parte de la tierra o de las capacidades artesanales y manufactureras de producción–. Conviene aclarar que, como la recuperación post-pandémica de las cantidades precedentes de mano de obra sólo podían venir de la mano de un aumento de la población –de la concepción y nacimiento de nuevos niños y de su maduración–, la alteración temporal a la que me refiero duraba generalmente varias décadas. Por tanto, no estamos ante crisis episódicas, ni podemos describirlas con esa manía que tienen los macroeconomistas de hablar de uves (V) y úes (U). Estamos ante realidades más complejas que exceden a la experiencia acumulada desde hace menos de un siglo en el manejo de la política económica coyuntural.

Para que el lector se haga una idea mejor de lo que estamos hablando, señalaré que, en un muy reciente estudio de Òscar Jordá, Sanjay R. Singh y Alan M. Taylor, de la Universidad de California-Davis, en el que se examinan quince grandes pandemias que tuvieron lugar en Europa entre 1347 y 2009 –las más graves, la Peste Negra y la Gripe Española–, se constata que en el curso de las dos décadas y media posteriores al final de los contagios infecciosos la rentabilidad del capital experimentó un retroceso de hasta un punto y medio porcentual. Puede parecer poco, pero hay que tener en cuenta que esa rentabilidad transitó desde niveles cercanos al 10% en el siglo XIV hasta la mitad de esa cifra hacia 1800, para después reducirse paulatinamente hasta cotas cercanas al cero después del 2000. Por tanto, la caída de la retribución del capital es bastante significativa. Más aún si se tiene en cuenta que, simultáneamente, debido a la escasez de mano de obra provocada por las muertes, los salarios reales post-pandémicos se elevaron progresivamente, a lo largo de unas tres décadas y media, hasta unos cinco puntos porcentuales. Estos cambios en las respectivas retribuciones del capital y el trabajo dieron lugar a que, como argumentó Walter Scheidel en su libro El gran nivelador, las pestes hayan sido, junto a la guerra, las revoluciones y las quiebras de los Estados, una de las fuerzas impulsoras más potentes de la igualdad económica entre los individuos de una sociedad.

La cuestión que se nos plantea ahora es la de si el covid-19 va a ser, en sus consecuencias económicas, igual a las pandemias del pasado; y por tanto si la crisis que se derivará de ella conducirá a efectos similares a los ya enumerados. A este respecto, lo primero que tenemos que tener en cuenta es que, como ya ha ocurrido con ocasión de los grandes brotes epidémicos ulteriores a la Segunda Guerra Mundial –como la gripe asiática en 1957, la de Hong Kong en 1968 y la gripe A en 2009–, la sociedad ya no admite que esas infecciones se traduzcan en grandes mortandades y, en consecuencia, se exige a los Gobiernos que refuercen los sistemas sanitarios y adopten medidas de protección para toda la población. Ello no significa que no se produzcan muertes –de hecho, en las tres gripes mencionadas fallecieron dos, uno y 0,2 millones de personas, respectivamente–, pero sí que ya no tienen lugar grandes catástrofes demográficas. La existencia se valora ahora más que hace un siglo, cuando en países como España la esperanza de vida era de cuarenta años, menos de la mitad de la actual.

Sentada esta premisa, en el caso que nos ocupa (la covid-19) no han bastado con las reacciones sanitarias y ha sido necesario adoptar medidas de confinamiento y distanciamiento muy severas para atajar la epidemia. Ello implica que se produce una drástica reducción temporal, por unos meses, de la mano de obra ocupada, mientras que, como siempre, el capital queda intocado aunque inactivo. Una situación así supone un quebranto muy relevante, tal como muestran las previsiones de reducción del PIB a corto plazo. La epidemia nos va a empobrecer, pero no a matar. Y esto puede ser recuperable en el curso de unos pocos años si no hay episodios pandémicos posteriores. El problema de la política económica es el de extender provisionalmente la cobertura del Estado hacia los trabajadores forzosamente desocupados, y hacia el sostenimiento del sistema de pagos y de la liquidez necesaria para evitar las quiebras en cadena de empresas viables por una insolvencia sobrevenida. Todo esto implicará, con toda probabilidad, una ingente necesidad de dinero y, por tanto, de endeudamiento los parte de los Gobiernos. Y también la consideración de las reformas estructurales necesarias para reforzar la capacidad recaudatoria de los sistemas fiscales cuando pase la pandemia, a fin de afrontar las deudas y no transferirlas a las generaciones futuras. Será, sin duda, una etapa de restricciones, pero no un largo período de alteración estructural, pues no cabe esperar que los salarios reales flexionen al alza, ni que la rentabilidad del capital se rebaje de los ya reducidos niveles en los que actualmente se desenvuelve. No parece que vaya a haber un proceso redistributivo de rentas derivado de la crisis sanitaria.

Finalmente, conviene introducir una anotación adicional. Después de mes y medio de confinamiento, no es infrecuente escuchar que la economía no puede aguantar más y que hay que relajar como sea las restricciones a la movilidad. Se trata de un argumento falaz si la contrapartida de una suspensión precipitada de la política que se ha venido llevando a cabo es un aumento nuevamente exponencial de los contagios y de las muertes entre nuestros conciudadanos. No sabemos cuántas muertes se han evitado con esa política, aunque podremos hacer en su momento una estimación razonable. Seguro que se cuentan por centenares de miles; y centenares de miles de vidas tienen un valor económico extraordinario. Hace unas semanas, en Nada es Gratis, se publicó un sugerente trabajo de Miguel Almunia en el que, usando el concepto de valor de una vida estadística –que se define como el valor monetario que se asigna a una reducción marginal del riesgo de muerte, y que, para España, se estima entre 2,8 y 4,5 millones de euros, según sea la metodología que se utilice–, se calculaba que las muertes evitadas por el confinamiento –cifradas por el autor en alrededor de trescientas mil– tenían un valor estadístico de entre 0,78 y 1,61 billones de euros. O sea que, con lo que ya hemos sufrido, nos hemos ahorrado un coste equivalente a entre el 63 y el 130 por ciento del PIB español. Mucho en comparación con una pérdida de entre el 7 y el 15 por ciento del PIB que estiman los macroeconomistas como coste de la crisis para España. Queda claro que, incluso para la visión estrecha y materialista de muchos, la vida humana tiene un valor muy superior al empobrecimiento que producirá la pandemia.

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