Contra lo que sugiere el victimismo cansino que –envuelto en un gastado envoltorio romántico– propagan a menudo quienes lo ejercen, el periodismo es un oficio magnífico y una bendición para la persona curiosa con hambre de saber e interés por el prójimo. Pocas profesiones permiten conocer a tanta gente y asomarse a mundos tan diversos como lo hace el periodismo bien hecho, que además es incompatible con la rutina y obliga a salir continuamente de eso que llaman tu zona de confort.
Como todos los trabajos, claro, tiene también sus inconvenientes. Entre los más fastidiosos está la necesidad que impone de estar al tanto de todo lo que es de actualidad, incluidas las muchas estupideces que pasan por importantes por el mero hecho de haberse puesto de moda.
Uno disfruta a veces de la polémica y se solaza en el esperpento al que están llegando corrientes intelectuales que no le son afines. Pero sabe que su vida sería mucho mejor si no tuviera que consumir las cantidades industriales de sandeces por lo general malintencionadas que con frecuencia creciente salen de cada vez más figuras públicas e instituciones influyentes.