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Jesús Laínz

Demolición universal

El parto de la democracia también fue sangriento. ¿Habrá que derribar las estatuas que los recuerdan y las instituciones creadas por ellos? ¿Tendremos que quemar los parlamentos?

El parto de la democracia también fue sangriento. ¿Habrá que derribar las estatuas que los recuerdan y las instituciones creadas por ellos? ¿Tendremos que quemar los parlamentos?

Hallábase el emperador Constancio Cloro combatiendo a los salvajes pictos cuando la muerte le sorprendió, el 25 de julio de 306, en la ciudad de Eboracum, la actual York. El cetro imperial pasó a manos de su hijo Constantino, allí presente. El nuevo emperador pasaría a la Historia como Constantino el Grande por unificar un imperio desgarrado por guerras internas, por fundar la segunda Roma, la ciudad que lleva su nombre a caballo de dos continentes, por acabar con la persecución de los cristianos y por ser el primer emperador en abrazar la nueva fe.

Desde hace treinta años una estatua suya recuerda, junto a la imponente catedral de York, a quien fue nombrado emperador en aquella lejana ciudad de la Inglaterra septentrional. Pues bien: la furia iconoclasta desatada en Estados Unidos hace algunas semanas con la excusa del homicidio de George Floyd, y extendida por todo el mundo occidental por una progresía siempre encantada con cualquier cosa que promueva la disolución, ha llegado a York para reclamar el derribo de dicha estatua. ¿El motivo? Que en tiempos de Constantino había esclavitud.

Cierto, como la había habido en todo el mundo desde los mismos orígenes de la Humanidad. Unamuno llegó a escribir, en aquel tiempo suyo en el que la Inquisición Progre todavía no había llegado para amordazar a los herejes, que la civilización comenzó el día en el que un hombre esclavizó a otro, porque así, liberado de la obligación de trabajar para su propia manutención, el primero pudo dedicarse a pensar sobre el ciclo de las estaciones, sobre el motivo por el que el sol sale por allí y se pone por allá, etc.

Y del mismo modo que la esclavitud había existido desde muchos milenios antes de Constantino, seguiría existiendo en todo el mundo casi dos milenios más. Precisamente hasta que el perverso hombre blanco cristiano decidió no sólo acabar con tan antigua y odiosa institución, sino imponer esa decisión, por las buenas o por las malas, a todos los demás pueblos, naciones y religiones de la tierra.

Por lo tanto, si los promotores del derribo de Constantino quisieran presumir de coherentes, deberían exigir al mismo tiempo la demolición de la catedral adyacente, y junto con ella todas las demás catedrales e iglesias del mundo, debido a que el fundador de la religión cristiana, Jesucristo, jamás condenó, ni dijo nada ni movió un dedo contra la esclavitud, institución considerada normal por todo el mundo en aquella época, Jesucristo incluido.

Acto seguido habrán de exigir la demolición de las sinagogas, pues exactamente lo mismo puede afirmarse del Antiguo Testamento, libro sagrado cuyos redactores no escribieron una sola línea proponiendo la abolición la esclavitud.

Y, por supuesto, no podrán olvidarse de las mezquitas, igualmente demolibles, puesto que en el Corán tampoco se condena ni se cuestiona la esclavitud, cosa lógica si se tiene en cuenta que el propio Mahoma fue propietario de esclavos.

Aunque tampoco deberían dejar al margen a los mayores tratantes de negros de la historia: los propios negros, esclavizadores de las tribus enemigas desde milenios inmemoriales y proveedores de los negreros de toda nación y condición. Pero no parece probable que los progres protestones vayan a osar pronunciar una sola sílaba de condena a todo esto. Sólo los blancos son culpables.

Pero no detengamos aquí la demolición, pues no se comprende bien que la esclavitud sea la única violencia ejercida por el hombre contra el hombre a lo largo de la Historia, ya que injusticias, opresiones, masacres y baños de sangre se han cometido en nombre de los más bellos ideales: el socialismo, por ejemplo, doctrina que, además de convertir medio mundo en una cárcel amurallada para que sus felices proletarios no se escapasen, tiene sus manos manchadas de la sangre de decenas de millones de personas. Sin embargo, no parece que nuestros revoltosos progres hayan tocado ni vayan a tocar un pelo de ninguna estatua de ninguna figura histórica del socialismo.

Y no nos olvidemos de que el parto de la democracia también fue sangriento, pues para instaurar el parlamentarismo y arrancar la soberanía de manos de los reyes para ponerla en las del pueblo los revolucionarios anegaron Francia en la sangre de muchos miles de guillotinados, decapitados, fusilados, ahogados y apaleados. ¿Habrá que derribar las estatuas que los recuerdan y las instituciones creadas por ellos? ¿Tendremos que quemar los parlamentos?

Y así, cuando hayamos concluido todas estas hermosas demoliciones del pasado reaccionario, habremos instaurado en la Tierra algo mucho más excelso que el reino de los cielos: la utopía progre.

¡Aleluya!

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