Hallábase el emperador Constancio Cloro combatiendo a los salvajes pictos cuando la muerte le sorprendió, el 25 de julio de 306, en la ciudad de Eboracum, la actual York. El cetro imperial pasó a manos de su hijo Constantino, allí presente. El nuevo emperador pasaría a la Historia como Constantino el Grande por unificar un imperio desgarrado por guerras internas, por fundar la segunda Roma, la ciudad que lleva su nombre a caballo de dos continentes, por acabar con la persecución de los cristianos y por ser el primer emperador en abrazar la nueva fe.
Desde hace treinta años una estatua suya recuerda, junto a la imponente catedral de York, a quien fue nombrado emperador en aquella lejana ciudad de la Inglaterra septentrional. Pues bien: la furia iconoclasta desatada en Estados Unidos hace algunas semanas con la excusa del homicidio de George Floyd, y extendida por todo el mundo occidental por una progresía siempre encantada con cualquier cosa que promueva la disolución, ha llegado a York para reclamar el derribo de dicha estatua. ¿El motivo? Que en tiempos de Constantino había esclavitud.