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Santiago Navajas

Refutación y apología de la Monarquía

Juan Carlos I abandona España pero los problemas que ha causado permanecen rondando a su hijo y heredero, Felipe VI, así como a la institución monárquica.

Juan Carlos I abandona España pero los problemas que ha causado permanecen rondando a su hijo y heredero, Felipe VI, así como a la institución monárquica.
EFE

Juan Carlos I abandona España pero los problemas que ha causado permanecen rondando a su hijo y heredero, Felipe VI, así como a la institución monárquica, y hacen temblar todo el sistema constitucional. No cabe esconder la cabeza ante el ogro republicano que asoma en el horizonte, ni hacer una suicida defensa numantina del rey exiliado. Cuando despertemos mañana, la corte de los lacayos y parásitos monárquicos seguirá estando aquí. Hace falta defender la Monarquía constitucional haciéndola más constitucional, democrática y liberal.

Cuando al filósofo John Rawls le concedieron el Premio Kyoto, su mujer lo rechazó. Habitualmente Rawls declinaba invitaciones y premios, dado que era de natural tímido y humilde, y además consideraba que los premios eran en ocasiones una manera de hipotecar tanto el estatus académico como el prestigio intelectual. Quizá porque el galardón ascendía a la nada despreciable cantidad de 500.000 dólares, Rawls le comentó a su mujer, cuando se enteró de que había rechazado el premio en su nombre, que sería recomendable tener en cuenta las condiciones del mismo. Entre ellas, además de la impartición de tres conferencias públicas, había una de etiqueta: mantener un almuerzo con el emperador japonés. Rawls declinó el premio y los 500.000 dólares porque había denunciado frecuentemente la institución monárquica y la corrupción que inevitablemente se asocia a los privilegios monárquicos.

Hasta aquí, la monarquía estaría refutada.

Pero volvamos la vista atrás. Más o menos 2.300 años, hasta la República romana, creada sobre el odio a la figura misma del rey, caracterizado siempre como un tirano. El sistema político romano estaba construido sobre una serie de equilibrios de diversas asambleas que repartían el poder entre diversas clases sociales. El pueblo llano controlaba la concilium plebis. Cada cargo se doblaba, como el de cónsul, para que hubiera también equilibrio. Por encima de todos estaba el Senado, lo que puede parecer paradójico porque los dictámenes de los senadores no tenían fuerza de ley. Pero disfrutaban de un enorme prestigio moral e intelectual. Su capital social era lo que dotaba de aura y cohesión a una Roma que era cada vez más poderosa en su pluralidad. Todo el sistema había sido resultado de un afortunada concatenación de casualidades, individuales y colectivas, que había hecho emerger una potente maquinaria de consensos.

Alguien tan abstracto como Rawls pierde de vista los contenidos psicológicos y sociales que hacen emerger el espíritu de las sociedades. Como el fanático y simplista ateísta Dawkins respecto a la religión, Rawls no comprende el valor simbólico, y por tanto intangible, que puede llegar a tener la figura del monarca, más parecido en Japón o España al Senado romano que a los reyes herederos de Rómulo. En España, dicho valor simbólico y ejemplarizante fue fundamental para la creación y la consolidación del Estado de Derecho. Juan Carlos I se ganó el prestigio gracias a su labor de arbitrio entre partes enfrentadas, que se plasmó constitucionalmente, y su conducta ejemplar durante el golpe de Estado del 81.

Hasta aquí la apología.

Sin embargo, en la Constitución del 78 se abre una puerta no al arbitraje sino a la arbitrariedad en cuanto a la figura del rey. La Monarquía constitucional española seguirá siendo tal mientras cumpla con el espíritu republicano romano, aristocrático a fuer de populista. Por mucho que ello pueda disgustar a los monárquicos y a los conservadores –en definitiva, a los tradicionalistas–, si la Monarquía no se renueva según el principio republicano, morirá. Evidentemente, la Monarquía se basa en la desigualdad entre la figura del monarca y los ciudadanos, pero dicha desigualdad se debe reducir a su mínima expresión indispensable, como ocurre con otras figuras desiguales, por ejemplo la del presidente de una república. Paradójicamente, la Monarquía española haría bien en escuchar a aquellos republicanos que de buena fe consideran lo positivo de la institución real dentro del sistema de equilibrios y contrapesos de la democracia liberal antes que a los monárquicos que se enrocan en una posición ciegamente continuista, confundiendo la lealtad con el fanatismo.

Enrique Balda ha sintetizado las reformas que deben hacerse para que la Monarquía siga siendo un catalizador y no un lastre: desde la destitución del rey en caso de no cumplir con sus funciones hasta la aceptación de sus responsabilidades civiles, penales y administrativas –con la salvaguarda razonable de las garantías asociadas a alguien aforado–, pasando por la incompatibilidad entre las funciones de su cargo y la realización de acciones lucrativas y, evidentemente, la supresión de la preferencia del varón en cuanto a la sucesión.

Hasta aquí la síntesis.

Para el caso que nos ocupa, desde la traición de Juan Carlos I a su figura ejemplarizante, la Monarquía está en peligro. España es un país construido fundamentalmente con tres hebras: la Monarquía como estructura de Estado, el cristianismo como religión que dota de sentido y color a la nación, de Santiago a Sevilla pasando por Zaragoza, y el idioma español, aglutinador de las diversas lenguas, del castellano al vasco pasando por el catalán y el gallego. A partir de la Constitución del 78 se consiguió que por primera vez las tres dimensiones de lo español no fuesen excluyentes, y que quienes no sean monárquicos, cristianos o castellanohablantes de cuna fueran partícipes en igualdad de oportunidades con el resto de sus compatriotas. Sin embargo, la hispanofobia de gran parte de la izquierda y el grueso de los nacionalismos periféricos no cejará en su empeño de destruir España como nación política y espíritu cultural, para convertirla en lo que denominan "Estado español", una versión positivista y demediada, o desmembrarla en una serie de reinos de taifas monolingüísticos de ocho apellidos nativos. Reducida a su mínima expresión folclórica la tradición cristiana, degenerada la lengua española por el ataque del feminismo de género y el acoso de los nacionalistas (que pretenden hacer obligatorio que hablemos en español como mandan Irene Montero y Puigdemont), queda como gran pieza de la caza postmoderna de la izquierda fascistoide a fuer de resentida la Monarquía.

Pero haría bien la Casa Real en distinguir entre leales a la institución y a España, incluso republicanos en abstracto pero monárquicos por lo que respecta a España, del habitual séquito que ha hecho de la servidumbre interesada la principal causa de la puesta en la picota de Juan Carlos I. Los que pretenden santificar a Juan Carlos I también quisieran maniatar a Felipe VI y convertir a Leonor en una princesa atrapada en ámbar. No les dejemos.

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