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Amando de Miguel

El fiasco del Estado de las Autonomías

los muchos casos declarados de corrupción política que ha padecido el sistema democrático se han situado casi todos en la escala regional.

los muchos casos declarados de corrupción política que ha padecido el sistema democrático se han situado casi todos en la escala regional.
LD

El título de ‘Estado de las Autonomías’, acuñado hace cuarenta años, fue demasiado presuntuoso, como también la nueva unidad administrativa de las comunidades autónomas. Si bien se mira, una región no será nunca una auténtica comunidad y, desde luego, no podrá ser tan autónoma como el Estado mismo. Si la nueva fórmula era para contentar a los poderosos secesionistas de Cataluña y Vasconia, poco se consiguió. A estos disidentes ni siquiera les basta el melifluo término de nacionalidades; ellos se refieren a sus respectivas naciones.

El etiquetaje de las autonomías regionales pareció en su día una especie de panacea para curar los seculares males políticos, principalmente, los conflictos territoriales. Se ordenó café para todos, olvidando que a los españoles les gusta el café de distintas maneras. Ni siquiera se cumplió esa divisa igualitaria. Sencillamente, los poncios nacionalistas de Cataluña y Vasconia nunca se consideraron del todo españoles, y cada vez menos. Siempre supieron hacer rancho aparte.

No es solo que el sistema autonómico suponga una gran desigualdad y un continuo derroche económico. Más grave es todavía que los muchos casos declarados de corrupción política que ha padecido el sistema democrático actual se han situado casi todos en la escala regional. La razón es sencilla: es ahí donde peor han operado los grandes cuerpos funcionariales de la Administración Pública. Antes bien, las sedicentes autonomías lo han sido en el peor sentido de facilitar cargos a dedo, los que mejor sirven a las oligarquías. Nunca la digitalización tuvo mejor fortuna. Añádase el desbarajuste de la política clientelar: favorecer con dinero público a los pequeños rabadanes de los partidos gobernantes en las distintas regiones.

Mal que bien, el sistema de las llamadas autonomías ha venido funcionando durante las cuatro décadas que siguen a la Constitución de 1978. Pero en 2020 se presenta un aciago incidente: la epidemia del virus chino. El Gobierno determinó, primero, un mando único para gestionar la lucha contra la epidemia. Pero al final acabó por prevalecer la estrategia de la ofensiva descoordinada por parte de los ejércitos sanitarios de cada autonomía. El resultado ha sido un inmenso desastre, y no solo por el descontrol de las estadísticas de morbilidad y mortalidad. España ha llegado a situarse a la cabeza de Europa por el número de fallecidos de muerte extraordinaria en el tiempo de la epidemia. Encima nos amenaza la hecatombe económica, pues la epidemia ha significado la virtual paralización de muchas actividades productivas, no solo el turismo o la hostelería. No parece un gran consuelo el inmenso beneficio de los fabricantes e importadores de mascarillas, gel hidroalcohólico, atuendos hospitalarios y demás archiperres para prevenir la extensión de la epidemia. La gran aporía es que, conforme se generalizan todos esos medios profilácticos, además de otras medidas de aislamiento, aumenta el número de contagios, los de la segunda ola. Y es todavía verano, ¿qué pasará cuando empiece el otoño con la tercera ola? Supongo que se reforzará el argumento propagandístico de que los españoles somos reacios a seguir las normas de seguridad sanitaria, esto es, somos unos irresponsables.

Aunque se supere la epidemia (más que nada, por su misma evolución natural), subsistirá el error político de base, producto del sistema autonómico. No se quiere reconocer, pero es indudable: la existencia legal de partidos políticos que no intentan representar a los españoles todos, sino a una parte territorial de ellos. Tal disgregación hace cada vez más difícil la constitución de un Gobierno con mayoría absoluta en las Cortes. En cuyo caso se impone la fórmula paradójica de un Gobierno de la izquierda o de la derecha con el necesario (e interesado, claro) apoyo de los partidos secesionistas. El equilibrio no puede ser más inestable desde todos los puntos de vista. The proof of the cake is in the eating, dicen los pragmáticos ingleses ("la mejor prueba de la tarta se obtiene al catarla"). Es decir, los males de la epidemia y de la subsiguiente crisis económica se van a ver reforzados por el desastre del sistema de las autonomías.

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