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Jesús Laínz

El virus amarillo

Las acusaciones cruzadas entre China y varios países occidentales de ser los responsables de la irrupción del covid nos recuerdan la asombrosa puntería de London y Wilde.

Militares chinos desfilando por la plaza de Tiananmen. | EFE

“The yellow peril”, “le péril jaune”, “die gelbe Gefahr”, “il pericolo giallo”, “el peligro amarillo”… Con estas palabras denominaron los occidentales de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX el creciente temor que experimentaban ante el ascenso militar, político y sobre todo demográfico de los países del Extremo Oriente.

Suele atribuirse su paternidad al káiser Guillermo II, si bien se limitó a consagrar mundialmente una expresión que ya había sido utilizada por varios autores en décadas anteriores. Hitos principales en el crecimiento de la alarma antiasiática fueron la rebelión de los bóxers en China en 1900 –que los cinéfilos recordarán por Charlton Heston y Ava Gardner en Cincuenta y cinco días en Pekín– y la victoria de Japón sobre Rusia cinco años después. Pero el elemento más importante de todos fue la explosión demográfica de una China que en el cambio de siglo había alcanzado los cuatrocientos millones de habitantes. Además, cientos de miles de ellos habían comenzado a emigrar a países necesitados de mano de obra barata, como Suráfrica, Australia, Nueva Zelanda y, sobre todo, unos Estados Unidos en una expansión hacia el Oeste que precisaba de muchos obreros para la minería y la construcción de ferrocarriles. De este modo, al temor que provocaba el gigante asiático se le sumó el rechazo a unos inmigrantes que, además de poner en peligro los trabajos de los obreros blancos locales, fueron acusados de salvajes, sucios, incívicos, lujuriosos y drogadictos. A tanto llegó la tensión que en los Estados Unidos abundaron los asesinatos, los linchamientos masivos y los saqueos de las incipientes Chinatowns.

El general británico Ian Hamilton, de larga experiencia en la India y Extremo Oriente, incluida su colaboración con el ejército nipón en la guerra ruso-japonesa, advirtió a los trabajadores occidentales del peligroso futuro que les esperaba:

Creo que los obreros deben elegir. Dada la constitución actual del mundo, es necesario que cultiven en sus niños el ideal militar y que acepten de buena gana las molestias y cargas del militarismo o que entablen una lucha cruel por la vida contra una mano de obra rival de cuyo éxito no puede caber ninguna duda. Para negar a los asiáticos el derecho de emigrar, de reducir los salarios mediante la competencia y de vivir entre nosotros, no disponemos más que de un método: la espada. Si los americanos y europeos olvidan que su situación privilegiada no se debe a otra cosa que a la fuerza de sus armas, Asia disfrutará pronto de su venganza.

La moda antiamarilla se plasmó, como es lógico, en la literatura. Arthur Conan Doyle escribió en 1908 El tarro de caviar, un trágico relato sobre la rebelión bóxer; Sax Rohmer inauguró en 1912 su famosa serie de novelas sobre Fu Manchú; y Jack London dedicó un ensayo y un relato al despertar del gigante asiático. La inspiración para el ensayo le llegó viajando por Corea y Manchuria durante la guerra ruso-japonesa. Su idea central consistió en que la influencia nipona había logrado modernizar una China hasta entonces anclada a su inmóvil tradición. Y sólo era cuestión de tiempo que Asia comenzara a disputar a las naciones occidentales su hegemonía mundial:

Cuatrocientos millones de trabajadores infatigables (hábiles, inteligentes y sin miedo a morir), despiertos y rejuvenecidos, guiados por otros cuarenta y cinco millones que son unos espléndidos animales de combate, científicos y modernos, constituyen la amenaza para Occidente que ha sido acertadamente denominada “el peligro amarillo”.

Cinco años después, en 1910, London publicó La invasión sin paralelo, relato en el que imaginó un enfrentamiento entre China y el resto del mundo seis décadas más tarde. En 1976, China, tras haber sido modernizada por Japón, ya había sustituido a éste en el dominio de Asia y comenzado a inundar los países vecinos con decenas de millones de inmigrantes. Los ejércitos occidentales enviados contra ella desaparecieron en su vasto territorio sin que jamás se volviera a saber de ellos, por lo que se tomó la decisión de rodearla militarmente por tierra y mar para que nadie pudiera entrar ni salir y bombardearla desde el aire con virus letales. Una vez exterminado hasta el último chino y transcurrido el tiempo necesario para la desactivación de las enfermedades, su territorio fue repoblado por emigrantes de todo el mundo y éste pudo seguir viviendo en paz.

No fue Jack London el primer escritor en ocurrírsele que sobre los laboratorios recaería la principal responsabilidad en el desarrollo de las armas del futuro, como tan devastadoramente demostrarían los químicos en 1914 y sobre todo los físicos en 1945. Veinte años antes de los escritos de London, en torno a 1890, Conan Doyle preguntó a Oscar Wilde cómo imaginaba las guerras del futuro:

–A cada lado de la frontera se acerca un químico con un frasco…

Un siglo largo después, las acusaciones cruzadas entre China y varios países occidentales, con los USA de Trump en cabeza, de ser los responsables de la irrupción de este virus que ya ha alcanzado el primer millón de víctimas nos recuerdan la asombrosa puntería de London y Wilde.

www.jesuslainz.es

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