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José María Marco

Jonathan Sacks. La llama viva del judaísmo

Vivimos en un mundo obsesionado con la identidad pero empeñado en acabar con las identidades no excluyentes.

Vivimos en un mundo obsesionado con la identidad pero empeñado en acabar con las identidades no excluyentes.
Jonathan Sacks. | Wikipedia

En uno de sus últimos artículos antes de su fallecimiento el pasado día 7, Jonathan Sacks, Gran Rabino de las Comunidades Judías de la Commonwealth entre 1991 y 2013, evocó la atmósfera de la celebración en pandemia de Rosh Hashaná y Yom Kipur, las festividades que marcan el año nuevo judío. Volvió referirse a un asunto del que hablaba mucho en los últimos años, la sustitución del nosotros por el yo, y de cómo ese paso que las sociedades modernas han dado con tanta facilidad (en una ocasión llegó a poner de ejemplo el I-phone y el I-pad) nos ha conducido a una sociedad en la que la responsabilidad moral se ha difuminado hasta el punto de dejarnos solos con nuestros actos y sus consecuencias. Este año no habrá sonado el shofar, que anuncia la apertura del tribunal en presencia del Señor, y, al final, acabada la confesión de los pecados, cierra la celebración con una nota de esperanza, esperanza “cauta”, dice Sacks, que sabía del misterio de lo irredimible que está en el fondo de la identidad judía.

La fuerza de la imagen condensada en una ceremonia comunitaria reducida al ámbito privado recordará a los cristianos la celebración de la pasada Semana Santa, con las extraordinarias imágenes del Vaticano vacío, imágenes de sabor judaico en el lugar menos judío del universo, como si el Señor, ya ausente después del Viernes, se hubiera alejado aún más del mundo.

También remite a uno de los motivos de reflexión de ese gran pensador que fue Sacks, el de la pérdida de la fe en el mundo moderno, y de cómo ese olvido, o esa negación, de Dios lleva a un mundo que desconoce el fundamento mismo de la moral. Es el tema del último libro que publicó, Morality, que continúa, desarrolla, en otra línea, algunos de los argumentos utilizados en las polémicas que sostuvo con Christopher Hitchens y Richard Dawkins, dos de los nuevos ateos británicos. Para Sacks, un mundo sin Dios es un mundo en el que la pregunta sobre el bien y el mal ha dejado de ser pertinente. Un mundo sin sentido, deshumanizado por tanto y condenado a la desaparición.

Después del 11-S, Sacks, que para entonces ya tenía una gran carrera como rabino y como líder religioso, se esforzó por oponerse al diagnóstico aciago del choque de civilizaciones y recurrió al fondo que une a las confesiones monoteístas. Lo articuló en La dignidad de la diferencia, un gran texto que fundamenta el pluralismo en la revelación del Dios único de las religiones del Libro. La tesis le trajo algún problema con sectores ultraortodoxos, lo que le llevó a pequeñas rectificaciones, pero constituye una contribución relevante al diálogo, a la tolerancia y a la comprensión desde aquello que, para cada creyente, no admite concesiones ni negociación.

Por eso su actitud de gran líder, elegante, un poco mundano, capaz de dirigirse al gran público sin rebajar el listón del saber y la erudición, fue siempre compatible con su judaísmo. Sacks es de los grandes comentaristas de la Torá, con la serie Covenant & Conversation (“Alianza y Diálogo”). Para los gentiles interesados en el judaísmo, cualquiera de estos volúmenes es una excelente introducción: comprensible, amena, como en perpetua conversación con el lector o el oyente. El dedicado al Levítico, el libro de la santidad, en apariencia el más árido y el más alejado de nuestra sensibilidad del Pentateuco, es una maravilla de inteligencia y de claridad. Ahí está, de pronto, al alcance de cualquier lector curioso e interesado, el núcleo del judaísmo.

Probablemente a Sacks siempre le rondó la pregunta que planteó Leo Strauss en una famosa conferencia de 1962: ¿por qué seguimos siendo judíos? La respuesta de Strauss –porque no podemos dejar de serlo– no es un desafío menor, y a él se enfrentó una y otra vez Jonathan Sacks. La clave reside en otra pregunta, acerca de cómo ser fiel al Dios que creó al ser humano a su imagen y semejanza (Génesis 1,27), pero inimaginable, imposible de plasmar en una imagen (Éxodo 3,13-14). Las dos palabras clave son aquí caridad y justicia: tanto o más que al prójimo, el amor al extranjero, al que es diferente de nosotros, como Abraham lo fue para los demás al salir de su tierra por mandato del Señor.

Vivimos en un mundo obsesionado con la identidad pero empeñado en acabar con las identidades no excluyentes, aquellas que para fundarse han de dejar la puerta abierta a la diferencia. Por eso su indagación, tan propiamente judía, hizo de Sacks, más allá de su esfuerzo por el diálogo interreligioso, un ejemplo para todos los que no quieren renunciar a lo que son ni encerrarse en un mundo excluyente y sectario. La perseverancia en este punto le trajo problemas con los representantes de los ultraortodoxos y con los de los reformistas, celosos los primeros de lo propio y en la pendiente, los segundos, de la asimilación. El equilibrio no era fácil, y quien ha seguido a Sacks en estos años tuvo el privilegio de asistir al esfuerzo de una gran inteligencia empeñada, no sin inseguridades, en mantenerse fiel a ese principio básico, tan sencillo y tan complicado a un tiempo. Jonathan Sacks permitía comprender que hoy en día el judaísmo, como tantas otras veces en la historia, proporciona una clave fundamental para entender el mundo.

De sus más de treinta libros, tan sólo han sido traducidos al castellano, además de La dignidad de la diferencia, La Gran Alianza y Celebrar la vida. Es de esperar que se vayan dando a conocer algunos más.

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