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Amando de Miguel

Divagaciones sobre la condición humana

Me urge explicar por qué es tan difícil cumplir las normas de reclusión domiciliaria que requiere la lucha contra la pandemia del virus chino.

Me urge explicar por qué es tan difícil cumplir las normas de reclusión domiciliaria que requiere la lucha contra la pandemia del virus chino.
Flickr/CC/kenwood

Me urge explicar por qué es tan difícil cumplir las normas de reclusión domiciliaria que requiere la lucha contra la pandemia del virus chino. Me tengo que remontar un poco; se me perdonará la digresión. Escribo este artículo en un hospital, aquejado de anemia. No sé si la pérdida de glóbulos rojos afectará a mi manera de ver las cosas.

El azar biográfico me hizo sociólogo y no psicólogo. En consecuencia, me interesan las condiciones sociales de las conductas humanas más que estas mismas. No obstante, debo reconocer el influjo de dos destacados profesores de psicología que tuve en los primeros años de mi formación: José Luis Pinillos (en Madrid) y Richard Christie (en Columbia, Nueva York). La prueba es que mis primeros trabajos publicados fueron de índole psicológica, muy influidos por esos dos grandes maestros.

La diferencia entre los dos enfoques es que la psicología explora la condición humana, con independencia de la pertenencia a una sociedad, etnia o cultura, entre otras circunstancias heredadas. Precisamente, la sociología se fija en esas condiciones sociales de la vida individual. Ninguno de los dos enfoques tiene por qué ser exclusivista; son complementarios.

Los psicólogos han determinado que la especie humana se caracteriza por ciertas necesidades o impulsos básicos, que son distintivos respecto a otras especies animales cercanas (los mamíferos). Por ejemplo, se ha logrado aislar la need for achievement (emulación o espíritu de superación), que hace a los humanos esmerarse, esforzarse, por encima del puro sentido de la supervivencia.

Se dibuja, igualmente, la need for power (impulso de poder o pasión autoritaria). Es, otra vez, una característica de la especie humana, aunque se dé en unas personas más que en otras. Consiste en la querencia por tener razón en las disputas del sujeto con los otros. (He dedicado un libro entero a este impulso, actualmente en preparación).

Una tercera necesidad es la de la afiliación (need for affiliation) o impulso gregario, que nos lleva a relacionarnos, constantemente, con los prójimos, los cercanos. Solo los anacoretas estrictos han logrado sublimar tal impulso natural, que también existe en los conventos o similares. El impulso gregario lo manifiestan otros mamíferos, de modo especial el lobo. No es casual que fuera el primer animal domesticado, hace unos 30.000 años, el orto de la civilización actual del Homo sapiens. La calificación de gregario no es despectiva. Significa, ante todo, que necesitamos a los demás congéneres para ayudarnos, para que nos estimen, también, en ocasiones, para despreciarlos; no a todos, claro.

La need for affiliation o impulso gregario nos sirve para explicar por qué los humanos actuales, llegados a esta situación de la pandemia, no cumplen, enteramente, las normas de constricción de la movilidad. De modo especial durante las Navidades, las gentes experimentan al máximo el impulso gregario. Necesitan, imperiosamente, reunirse con algunos parientes, amigos, vecinos, colegas, etc., para celebrar la Navidad y fiestas subsiguientes. La celebración consiste en juntarse para comer, beber, cantar, bailar y abrir los regalos. Se trata de un rito; no se necesita para la supervivencia biológica de la especie, sino para reafirmar la realidad cultural, que también es religiosa. Como decía una vecina, quejosa, al ver un belén callejero: “¡Es que han conseguido meter la religión hasta en la Navidad! ¿No te fastidia?”.

A lo que voy. Se comprenderá ahora que muchas veces caigan en saco roto las advertencias de las autoridades sanitarias para que los contribuyentes reduzcan al mínimo el rito gregario de las Navidades. La norma de sentido común es que, con ocasión del solsticio de invierno (para el hemisferio septentrional), las gentes se reúnan a yantar y demás expresiones jocundas. Lo terrible es que, ante el supuesto de una epidemia como la del virus chino, esa conducta ritual multiplica los contagios del maldito veneno. Ante tal adverso destino, se comprende que las autoridades sanitarias redoblen sus esfuerzos de persuasión, hablando de las vacunas (la panacea) más que de los contagios. En eso estamos. Las cifras sobre las vacunas llenan los titulares; las relativas a las víctimas se recogen en letra pequeña. Es rara la noticia de una persona eminente que haya muerto por el virus chino. No deja de ser una rareza estadística.

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