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Mikel Buesa

Lo que la evocación pandémica esconde

Una mayoría amplia ha aceptado ver estrechados sus derechos fundamentales a cambio de una incierta promesa de salud.

Una mayoría amplia ha aceptado ver estrechados sus derechos fundamentales a cambio de una incierta promesa de salud.
La Puerta del Sol de Madrid, vacía en la pasada Nochevieja. | EFE

Al cumplirse un año de la declaración del estado de alarma decretado con ocasión del reconocimiento por el Gobierno de Pedro Sánchez de la gravedad de la epidemia de coronavirus, los medios de comunicación se han explayado en presentar los diferentes aspectos de esta crisis. Han proliferado así los reportajes, principalmente esos que en la jerga periodística aluden al interés humano –que no es otra cosa que la representación del sufrimiento–, y los artículos panorámicos sobre los acontecimientos del tiempo transcurrido. Sin embargo, salvo alguna excepción, ha faltado una alusión a la gravedad que supone haber vivido –y seguir viviendo– en un país en el que se han recortado las libertades civiles sin contar con un control reforzado de la acción del Gobierno. En España, éste se ha desenvuelto más bien casi sin cortapisas, abusando de la situación excepcional y eludiendo el control de los poderes del Estado.

Debo aclarar que no soy contrario a que, en períodos de indudable gravedad –y el de la epidemia de la covid-19 lo es–, el Gobierno –cualquier Gobierno– recurra a la adopción de medidas excepcionales como las previstas para los estados de alarma, excepción y sitio. O a que, en aplicación de las leyes sanitarias, se recorten los derechos de los enfermos o de las personas que han tenido contacto con ellos, para limitar el efecto expansivo de una epidemia que, como la que nos ocupa, es potencialmente letal para una elevada proporción de los contagiados por ella. ¡Claro que en las situaciones de este tipo es obligación del Gobierno tratar de preservar por esos medios extraordinarios la salud de los ciudadanos! Pero, sentado esto, también hay que indicar que ello ha de hacerse con el más escrupuloso respeto al ordenamiento jurídico y bajo el control de los poderes Legislativo y Judicial, tal como ordena nuestra Constitución. Esto es lo que ha fallado estrepitosamente en España; y es también lo que ha quedado oculto en la marea informativa que la evocación del desencadenamiento de la crisis ha inundado los medios.

Recordemos a este respecto que la Constitución se redactó en una época en la que el recuerdo de los estados de excepción del franquismo –y de las arbitrariedades que se cometieron en ellos– estaba muy vivo. Y tal vez por eso, admitiendo la necesidad de los estados excepcionales, limitó la capacidad del Gobierno para aplicarlos –pues, en su artículo 55, enumeró los derechos civiles que podían ser restringidos o suspendidos– y sobre todo estableció un sistema de control parlamentario y judicial para que el Gobierno no pudiera excederse al hacer uso de ellos. Así, la Constitución acotó temporalmente dos de esos estados –quince días para el de alarma y treinta para el de excepción, siendo ambos prorrogables con autorización expresa del Congreso–, dejando indefinido el de sitio. Además, exigió que, mientras estuvieran vigentes, no pudiera disolverse el Congreso ni interrumpirse su funcionamiento, hasta el punto de que, según el artículo 116, quedan “automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieran en período de sesiones”. Esta misma obligación la extendió la Constitución “a los demás poderes constitucionales del Estado”, lo que concierne de forma singular al Poder Judicial y al Tribunal Constitucional. Y, finalmente, la Carta Magna explicitó que ninguno de los estados excepcionales puede modificar “el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes”.

Todo esto ha sido papel mojado en la España epidémica, porque el Gobierno ha hecho caso omiso de los mandatos constitucionales con la ayuda de sus socios parlamentarios, porque la oposición tampoco ha estado a la altura de las circunstancias, porque el Poder Judicial ha mirado para otra parte y porque en la ciudadanía se ha aceptado resignadamente una especie de intercambio entre derechos y salud. En mi libro Abuso de poder (editorial Marcial Pons) explico detalladamente todo esto, de manera que el lector puede consultar ahí los pormenores del asunto. Por eso sólo mencionaré algunos aspectos a título de ejemplos de lo que señalo.

Empezando por el Gobierno, es evidente que ha hecho caso omiso de los plazos de vigencia en el estado de alarma decretado el 25 de octubre, que se ha excedido también en la limitación o suspensión de derechos –entrando incluso en algunos no autorizados por la Constitución, como el de libertad de empresa o el de negociación colectiva laboral– y que se ha aprovechado de ello para gobernar por decreto, no sólo en la materia epidémica, sino en los ámbitos no afectados por ella. Siguiendo por la oposición, no está de más recordar que fueron los 52 diputados de Vox los que, en marzo de año pasado, decidieron ausentarse del Congreso con ocasión del contagio de Javier Ortega Smith, exigiendo “la suspensión de las sesiones hasta que las autoridades sanitarias den por controlada la enfermedad de Wuhan”, lo que fue inmediatamente aprovechado por la presidenta Meritxell Batet para cerrar la Cámara, primero por unos días y luego por varias semanas. Y tampoco hemos visto esmerarse a los partidos de oposición en la impugnación ante los tribunales del gobierno por decreto o de la anormal duración de seis meses del último estado de alarma. Continuando por el Poder Judicial, lo menos que puede mencionarse es el acojone colectivo de los jueces y magistrados, que, a través de sus asociaciones, poco menos que obligaron al Consejo General del Poder Judicial a suspender todas las actuaciones judiciales no esenciales durante el primer estado de alarma, dejando así desprotegidos a los ciudadanos y generando una montaña de asuntos desatendidos, un atasco monumental que, pese a las medidas que se adoptaron después, aún persiste. Y acabando en los ciudadanos, es claro que, como ha ocurrido en otros países, incluso los más democráticos, una mayoría amplia ha aceptado ver estrechados sus derechos fundamentales a cambio de una incierta promesa de salud –que, además, en España se ha visto constreñida tanto por la demostrada incompetencia de los gestores políticos, sobre todo en materia sanitaria, económica y de protección social, como por el hecho de que nuestro Gobierno haya sido uno de los que, en Europa, menos recursos ha puesto sobre el tablero para resarcir los efectos pandémicos–.

Hubiese sido gratificante ver en los medios un balance de todo esto. Pero no ha sido así. En ese mirar para otra parte, seguramente, todos aportamos algún grano de culpabilidad, pero, sin duda, son aquellos que cuentan con mayores conocimientos e información y los que ostentan la representación ciudadana quienes debieron estar más atentos y, sin miedo a ver menoscabados su poder o su estatus, haber levantado la voz que ha estado casi ausente en este año de tribulación. Confiemos en que ello no derive, finalmente, en un sistema político cada vez más teñido de cesarismo autoritario.

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