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Iván Vélez

Domésticos seres sintientes

El animalismo actual lo promueven esas élites globalistas financieras ante las cuales se abisman las izquierdas indefinidas.

Pixabay/CC/moshehar

En su Crónica del Perú, Pedro Cieza de León dio cuenta de cómo Diego de Almagro derrochaba su dinero en dádivas con las que trataba de obtener el favor de los españoles residentes en Cuzco. Ejemplo de ello fue la compra de un gato, el primero que llegó al Perú, a un tal Montenegro, por un precio de 600 pesos de oro, cantidad astronómica para la época. El felino montenegrino fue la primera mascota, probablemente cazadora de ratones, con la que contó un español en tan luengas tierras.

Casi medio milenio después de aquel perulero episodio gatuno, el Gobierno de la Junta de Andalucía ha presentado un Anteproyecto de Ley de bienestar animal de Andalucía cuyo artículo 13, titulado “Esterilización”, incluye este punto:

Los animales de compañía que sean objeto de venta, cesión o donación deberán ser esterilizados previamente antes de cumplir el año de edad y, preferiblemente, antes de su primer celo. En el supuesto de que por la edad o por cualquier situación sanitaria desfavorable se desaconseje su esterilización, deberá aportarse certificado veterinario que lo justifique y en el que se refleje el periodo máximo de espera que, salvo lo previsto en el apartado siguiente para los animales mayores de un año, no podrá exceder de 3 meses. Los animales de compañía mayores de un año de edad deberán ser esterilizados con anterioridad a su venta, cesión o donación salvo que exista un certificado veterinario que desaconseje la esterilización por motivos de salud del animal.

El párrafo, salido de la coalición del Gobierno popular-ciudadano, augura importantes consecuencias en la Andalucía rural, ámbito en el cual es usual la venta de cachorros destinados al ámbito doméstico, pero también, y esto es algo que a menudo se olvida, a actividades productivas y cinegéticas, ámbitos cada vez más amenazados por la robotización y por las consecuencias del animalismo imperante impulsado, so capa de argumentos vinculados al cambio climático, por esas élites globalistas financieras ante las cuales se abisman las izquierdas indefinidas. Como es lógico, la medida tendrá un impacto fiscalizador sobre un mercado que escapa al control impositivo, al tiempo que abre una posibilidad cuasi monopolística. En efecto, si el animal, por ejemplo un perro destinado al mundo urbano, allí donde el mascotismo –aquel que no entiende la posesión de un animal como una forma de explotación, que de todo hay– está más asentado y rodeado de una industria de servicios caninos, pierde su capacidad reproductiva tras una temprana castración, la reproducción de estos animales quedará circunscrita a un reducido círculo de criadores, acaso acreditados por etiquetas interesadamente coloridas. Una industria que, por regresar al tiempo en el que hemos arrancado en este artículo, recuerda aquellas factorías caballares o caninas que proveían a los conquistadores de los carísimos equinos y perros que fueron trascendentales durante la conquista del Nuevo Mundo, ya sea como máquinas de guerra, ya como despensa viviente, pues son abundantes los casos documentados en los cuales la hambruna de los barbudos hizo girar sus ojos hacia los brutos para saciar sus estómagos.

Tan castradora medida, que propiciará un rentable campo emasculatorio, intuimos que más químico que mecánico dado lo incruento de nuestros tiempos, puede producir efectos genéticamente empobrecedores o al menos exclusivistas sobre los que se definen como “seres sintientes”, a los cuales hay que reconocer “la individualidad y peculiaridad de cada uno”, singularidades que parecen evocar los anhelos animalísticos de los protagonistas de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, cuya posesión más preciada era un animal verdadero en lugar de un sucedáneo artificial.

Nada hay que objetar al intento de garantizar unas buenas condiciones de vida para aquellos animales que nos llevan acompañando –recordemos la transformación del lobo en perro– desde los tiempos hoy llamados “ancestrales” u “originarios”. Unas condiciones fuertemente condicionadas por la disneyzación operada sobre los animales durante el último siglo, que ha llegado prácticamente a borrar, en sus casos más extremos, las diferencias entre bestias y humanos, línea difuminada ya en su día por la tan ecológica como nacionalsocialista Alemania que comparó a Jesse Owens con un primate y acudió a la imagen de la rata para referirse a los judíos.

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