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Marcel Gascón Barberá

Sharansky y la prisión de la autocensura

La práctica de traicionar a la conciencia para amoldarse a los parámetros que dominan la vida pública no es una experiencia exclusiva de la vida en dictadura.

La práctica de traicionar a la conciencia para amoldarse a los parámetros que dominan la vida pública no es una experiencia exclusiva de la vida en dictadura.
Natan Sharansky. | Wikipedia

En un artículo publicado hace poco en Tablet, Natan Sharansky reflexionaba sobre la tiranía de lo que en inglés llamaba doublethink, que podría traducirse como pensamiento doble. La expresión se refiere a la disociación entre lo que se dice en público, que está determinado por la presión social o del Estado, y lo que se piensa o se dice en privado. 

Judío sionista en la Unión Soviética, Sharansky vivió, como la inmensa mayoría de sus compatriotas, instalado durante décadas en el pensamiento doble bajo un régimen comunista. Pero la práctica de traicionar a la conciencia para amoldarse a los parámetros que dominan la vida pública no es una experiencia exclusiva de la vida en dictadura.

Esta semana he terminado de leer Infiel, el libro de memorias de Ayaan Hirsi Ali. Una de las cosas más emocionantes del libro es asistir paso a paso, desafío a desafío, a su liberación de la sumisión a Alá a la que su condición de mujer somalí la había condenado. 

La ruptura de Ayaan con la prisión que para una mujer somalí como ella era el islam se produce cuando ya ha conseguido asilo en Holanda, una democracia plena, como a la manera venezolana que les es cara dirían nuestros ministres, en la que disfrutaba de todos los derechos y garantías.

Aun en el corazón de la Europa ilustrada, Ayaan hubo de liberarse de pesadas cadenas para hacer efectiva su emancipación. En primer lugar, las del miedo físico a las amenazas de los islamistas y de su clan por haberse convertido en una hereje. Pero también las que representaban “la jaula mental” de una educación y toda una vida de postración ante Alá.

Una vez rotas estas amarras, Ayaan se enfrenta a otro reto que también supera admirablemente: rebelarse ante la sanción social de las élites biempensantes de su país de acogida cuando entiende que su misión es desenmascarar el estado de atraso y brutalidad del islam.

La vida de cada uno de nosotros está llena de momentos en que se espera que digamos algo distinto de lo que pensamos. Cada vez más, la autocensura tiene que ver con tabúes ideológicos. Si los respetamos no es por miedo a ser asesinados o detenidos como en el islam que padeció Ayaan o como en las dictaduras que sufrieron los Sharansky. 

El pánico que nos hace traicionarnos es, en el caso de quienes vivimos en democracia, al estigma social. A que dejen de invitarnos a fiestas, a perder amistades, a que nos llamen fachas, a ser despedidos del trabajo y no podamos comprarnos piso. (La reciente implicación en la aplicación de las censura de grandes empresas de todos los ramos supone un nuevo peligro de una gravedad inédita que merece ser analizado por separado).

Pongamos, por ejemplo, el caso de la inmigración ilegal. ¿Cuánta gente es consciente de que Europa no puede mantener sus estándares de bienestar y civilización si ha de acoger a todos los que consiguen llegar a sus costas huyendo del fracaso de los Estados poscoloniales en África? Estoy convencido de que mucha.

Y, sin embargo, ¿cuántos entre quienes no han sucumbido al discurso de falso humanitarismo del Gobierno se atreven a decir en el trabajo, en internet o en una situación social ante personas que no son de su máxima confianza lo que de verdad piensan de lo que está pasando en Arguineguín?

Este y otros silencios de la mayoría –quiero pensar– que sigue viendo el mundo con un mínimo sentido común dejan la opinión pública en manos de ruidosos militantes que carecen de escrúpulos pero tienen agendas muy claras

De esta forma, posturas que serían minoritarias si todo el mundo dijera lo que de verdad siente o piensa toman la apariencia de verdades inapelables que solo un desequilibrado o un monstruo podría cuestionar. 

El miedo a la soledad y el señalamiento al que (con la venia aterrorizada de la mayoría silenciosa) es sometido el disidente por parte de esa minoría activista llega a todos los niveles de la sociedad, incluidos, por supuesto, los políticos, los altos funcionarios, los dueños de las grandes empresas y los jueces.

Vayamos por un momento al caso de la Manada. El acoso al que fueron sometidos el juez discrepante y hasta el abogado de la defensa enviaron un mensaje claro a todo el que se confronte con uno de estos casos en el futuro: fluye en la dirección de la marea si no quieres ver tu reputación y tu carrera destrozadas.

Al final, los acosadores se salieron con la suya. El Tribunal Supremo dictó duras penas de cárcel para los acusados y los jueces fueron premiados con el reconocimiento del órgano oficial de esa progresía que en nuestros días aboca a millones al doublethink.

Otro caso más reciente en el que ha ganado la horda totalitaria es el de George Floyd, cuya familia ha sido indemnizada con la friolera de 27 millones de dólares por su muerte bajo custodia policial en Minneapolis. Empezando por Biden, que ha seguido el ejemplo de Marlaska e Irene Montero y habló de “asesinato” racista antes incluso de que empezara el juicio, el establishment ha establecido la verdad incontrovertible sobre el caso, y ponerla en duda se paga.

Lo contaba Tucker Carlson el 11 de marzo en Fox News. La profesora de Teología de Ohio Del Prince ha perdido su trabajo por decir en una clase la obviedad de que la causa de la muerte de Floyd es motivo de “disputa”. No importa que Floyd estuviera drogado y enfermo de coronavirus en el momento de su muerte. No importa que la técnica de inmovilización ante la resistencia a la autoridad de Floyd se aplicara –según policías con experiencia en hacerlo– como mandan los cánones en este tipo de situaciones. Fue un asesinato racista, y si dices lo contrario atente a las consecuencias.

Cada vez con más frecuencia, los árbitros de nuestra convivencia resuelven esta clase de situaciones retorciendo la ley para aplacar a la turba. Esto provoca grandes injusticias individuales, y sienta precedentes que harán imposible impartir justicia con equidad en lo sucesivo.

¿Cuánto habrá que pagarle a un padre de la víctima de una ejecución policial si la familia de Floyd ha sido indemnizada con 27, han leído bien, 27 millones de dólares?

La periodista estadounidense Bari Weiss es una de las estrellas más rutilantes en la batalla por la razón y la libertad de conciencia en los Estados Unidos. Weiss dejó el año pasado la sección de opinión del New York Times al constatar que se había vuelto imposible escribir con libertad en el periódico, y lo denunció en una carta memorable al director del periódico.

A finales del año pasado, Weiss participó en un debate organizado por Tablet al que también estaba invitado Sharansky. “Creo que las cosas van a empeorar, porque no vemos que la gente despierte”, dijo Weiss sobre la cada vez más agobiante censura. La periodista se mostró sorprendida por “la medida en que la gente está dispuesta a autocensurarse y cumplir sin que exista la amenaza de la violencia física” o la cárcel. La nueva censura, afirmó, se impone mediante “la amenaza reputacional, social, a la promoción profesional o al prestigio”. “Y aun así, es suficiente para crear estos niveles impresionantes de autocensura”.

Sharansky le dio la razón: “El miedo a expresar las opiniones propias” en regímenes totalitarios “esclavizó a cientos de millones de personas, y ahora lo estamos viendo cada vez más en el mundo libre”. “La gente no se enfrenta al castigo o el asesinato, sino, simplemente, a no gustar a la gente que tiene alrededor, y aun así la gente está dispuesta a no decir lo que siente realmente, a renunciar a su liberad interior (…) y esta es la abdicación más grave de una sociedad abierta”, advirtió Sharansky, que pasó nueve años en las cárceles soviéticas por su empeño en emigrar a Israel. 

La generalización del doble pensamiento tiene graves consecuencias para nuestra vida en comunidad. La libertad se cultiva ejerciéndola, y solo siendo fieles a nuestra conciencia también en las interacciones sociales e intervenciones públicas contribuiremos a construir una sociedad más libre, más rica y más justa donde prevalezca lo que es verdad o, al menos, lo que es auténtico.

Pero acabar con el doble pensamiento tiene también inestimables beneficios en lo personal. Cuenta Sharansky en el artículo que citaba al principio que él rompió para siempre con la hipocresía cuando, al tener que pedir los documentos que necesitaba para emigrar a Israel, salió del armario (y entró en la cárcel) como sionista. El sentimiento de liberación, escribe, fue mayor incluso que el que experimentó al salir de la cárcel física. Porque vivir en la mentira es languidecer, vivir por persona interpuesta y consumirse en un sacrificio estéril a un dios falso e impuesto por otros que nos condena a la inanidad y la irrelevancia.

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