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Amando de Miguel

La violencia en la España contemporánea

Puede que lo típico de España sea el culto a la violencia política pasada.

Puede que lo típico de España sea el culto a la violencia política pasada.
EFE

Quedamos en que la violencia adopta muchas formas; aunque, verdaderamente, la que más preocupa es la que produce un daño físico, material. Naturalmente, hay grados muy diversos. Puede ser individual, si bien la que califica a una sociedad es la colectiva o grupal, la que produce un número apreciable de víctimas o estragos. De modo más llamativo, tales ferocidades suelen revestirse de algún motivo político. Suponen un cierto deseo de justificación para los ejecutores, aunque no signifique ningún consuelo para las víctimas.

La violencia política, en la España contemporánea, ha seguido una trayectoria sorprendente. A lo largo de los siglos XIX y XX han menudeado todo tipo de episodios de violencia política. Véase la lista: algaradas, guerrillas, partidas, levantamientos, pronunciamientos, golpes de Estado, atentados, magnicidios, rebeliones, pistolerismo, matanzas de la guerra civil, maquis, represión dictatorial, terrorismo. Sin embargo, en el siglo XXI disminuye, hasta una cota mínima mundial, la tasa de violencia española, no solo política sino privada. Incluso la extraordinaria publicidad concedida a la “violencia de género” (uxoricidio) revela tasas muy modestas y declinantes.

En el pasado ha existido una cierta legitimación de la delincuencia organizada. Es el caso del mito del bandido generoso o la del terrorista como una especie de luchador por la libertad o, al menos, de héroe sacrificado por su etnia. No hay más que ver el ánimo festivo con que se recibe a los terroristas vascos excarcelados en sus pueblos o barrios de origen (ongi etorri = bienvenido).

En mayo de 1931, la II República, recién inaugurada, celebró la ceremonia espontánea de la quema de iglesias en diferentes provincias, al mismo tiempo. No era la primera vez, en la España contemporánea, de un festejo tan desdichado. En su trayecto final, en julio de 1936, se produjo el magnicidio del líder de la oposición, José Calvo Sotelo. Lo más sorprendente de ambos desaguisados fue que ni siquiera se intentó procesar a los culpables, y eso que eran de fácil identificación. No es que, propiamente, se justificaran tales tropelías, pero el hecho es que permanecieron impunes. Ese resultado suele ser una semilla de más confrontación. La salida de la extrema violencia del Frente Popular, en 1936, fue la infausta guerra civil, en la que se ensayaron todas las heroicidades y maldades.

Una curiosa constancia: casi todos los variados regímenes de la España contemporánea empezaron con sonoros actos de violencia política. En 1978, la democracia se inauguró en el ápice del terrorismo vasco. Por cierto, apellidarlo “etarra” es, ya, una sibilina forma de comprensión.

En la literatura sobre la violencia, es un lugar común asociarla con un inevitable proceso de urbanización, la alta densidad humana de las grandes ciudades. Sin embargo, en la España contemporánea se han dado numerosos episodios de violencia extrema en el ambiente campesino. El ejemplo más característico fue la acción directa de los anarquistas y la represión consiguiente. El caso más famoso fue la matanza de Casas Viejas, en 1933.

Lo peculiar de la vida española es que la violencia política se ha producido como expresión de las dos Españas ideológicas. Cada bando tiende a justificar como defensiva la respectiva violencia de sus seguidores. Al mismo tiempo, se apresura a resaltar la culpa en los actos de violencia del bando contrario. Esa doble percepción se agudizó durante la guerra civil de 1936 y ha continuado, simbólicamente, hasta hoy. Para disimular tal disparate lógico, el bando izquierdista ha acuñado, recientemente, el concepto de memoria histórica. A veces se llama también memoria democrática. Es una lamentable muestra de cómo se intenta borrar el fin de la violencia política reavivando los recuerdos luctuosos y, en consecuencia, fomentando la dualidad de las dos Españas. Puede que lo típico de España sea el culto a la violencia política pasada.

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