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Amando de Miguel

La personalidad fanática

Los fanáticos son como adolescentes que no maduran. Su afiliación radical a una ideología les proporciona cierta seguridad en sí mismos.

Los fanáticos son como adolescentes que no maduran. Su afiliación radical a una ideología les proporciona cierta seguridad en sí mismos.
La ministra de Igualdad, Irene Montero. | EFE

Las diferentes ideologías o doctrinas dominantes atraen a un conjunto numeroso de seguidores. Los más de ellos se consideran moderadamente afiliados a la causa. Sin embargo, hay otros que la defienden de modo intenso, exaltado, fanático. Procede ver las características de personalidad de los fanáticos. Suelen considerar la ideología, a la que se adscriben, como una secta, a la que dedican, con ahínco, todas sus energías. En inglés, son los true believers, los fieles creyentes comprometidos. Históricamente, eran los adictos a una fe religiosa de manera exaltada, intolerante para los "infieles". Hoy, ese modelo se proyecta sobre diversos asuntos terrenos, relacionados con algunas de las ideologías política dominantes. El fanático necesita afirmar, sin descanso, la seguridad de sus convicciones ideológicas, que considera como dogmas o axiomas indiscutibles. Abandonar tales creencias supondría pasar a la condición de renegado o traidor.

Tan seguro se siente el fanático que su vivencia íntima desemboca en un "no me arrepiento de nada". Es una idea muy común, por la que no repugna expresarla ante los demás. La razón es que el fanático, ante todo, necesita convencerse a sí mismo. Lo de arrepentirse supone una conciencia débil. Normalmente, los fanáticos son adultos con una especie de adolescencia diferida, la edad que mejor alimenta los entusiasmos. Se trata de individuos con un cierto grado educativo, pero con pocas lecturas, pues se saben instalados en la verdad y la razón.

El sentimiento de seguridad de los fanáticos es un tanto inestable. De ahí que necesiten participar del sentimiento de comunidad, característico del continuo enlace con los demás creyentes. En el caso extremo, eso es lo que conduce a la idea de secta, a la intolerancia respecto a los que no participan con exaltación de la misma ideología. Lo cual equivale a desterrar cualquier forma de espíritu crítico, la posibilidad de que uno pueda cambiar de ideas. La noción de secta o de comunidad no es solo un lazo espiritual, sino de intereses comunes, algo que a veces se considera ilegítimo. En el idioma español, una persona interesada puede ser vista como egocéntrica o ruin. El fanático no quiere reconocerse en ese dibujo. Antes bien, pretenderá hacer ver que sus ideas presentan un aspecto altruista, humanitario. Es decir, estamos ante un auténtico simulador. Para lo cual se requieren unas dotes de inteligencia más que medianas.

El fanático no es un ente aislado o patológico. No solo vive en comunidad sectaria con los correligionarios, como antes se decía para los compañeros de una misma causa política. El fanático se alimenta de la obediencia ciega a una figura de autoridad, un mentor, aunque pueda ser lejano o, simplemente, una personalidad mediática. Ese es el papel que toca a la extraña figura carismática de Greta Thunberg, por lo que se refiere al ecologismo radical, a la lucha contra el cambio climático. Se trata, casi, de una batalla de carácter apocalíptico.

Se supone que el dogmatismo, el sectarismo, las ideas exaltadas no pueden aceptarse por mucho tiempo. Pero queda dicho que los fanáticos son como adolescentes que no maduran. Su afiliación radical a una ideología les proporciona cierta seguridad en sí mismos. Es un rasgo asociado a los años que siguen a la niñez. Es lógico suponer que los fanáticos se sienten a gusto con los sistemas políticos autoritarios, los que cultivan el gregarismo.

El fanatismo se deja traslucir en el lenguaje. Por ejemplo, véanse estas expresiones coloquiales: "No hay más que hablar", "hemos acabado", "sanseacabó", "no pienso discutir". Por cierto, la voz discusión significa dos cosas muy distintas: 1) tratamiento razonado de una cuestión entre dos o más personas; 2) conflicto o desacuerdo verbal entre dos o más contendientes. Se comprenderá que, con tal anfibología, no sea la sociedad española un conjunto dispuesto a entenderse con palabras.

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