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Amando de Miguel

La ilusión democrática

Un sistema político no puede alterar mucho la naturaleza humana, la tradición histórica.

Un sistema político no puede alterar mucho la naturaleza humana, la tradición histórica.
El Partenón de Atenas. | Atenas.net

Una dicotomía muy útil para entender el mundo actual opone los regímenes democráticos o de libertades a los no democráticos o autoritarios. Para que un sistema político pueda valorarse como democrático debe cumplir ciertas condiciones, extraídas de la Historia:

1) un grado razonable de libertad de expresión, entre otras libertades;

2) jueces y medios de comunicación independientes del control gubernamental;

3) un suficiente pluralismo social; no solo de partidos políticos, sino de asociaciones de todo tipo;

4) elecciones regulares, libres y con un mínimo de honradez para poder cambiar, pacíficamente, los Gobiernos (nacional, regionales, locales), según sea el resultado de la voluntad popular.

Como se puede colegir, no son condiciones de fácil cumplimiento. Así pues, no extrañará concluir que el sistema democrático sigue siendo una rareza en el mundo; prácticamente, se reserva a lo que llamamos "Occidente", una etiqueta sin mucha precisión geográfica.

Sin embargo, son muchos los países cuyos habitantes se sienten satisfechos de ser verdaderas democracias. Recordemos el caso del régimen franquista, autodefinido como una auténtica y original democracia orgánica. Es una extraña constancia, la de creer que las distintas versiones del autoritarismo (hasta llegar al totalitarismo de partido único) corresponden a otros países. A pesar de lo cual, el hecho objetivo es que la mayor parte de la población del planeta vive bajo sistemas más o menos autoritarios. A sí mismos, algunos regímenes se consideran revolucionarios; suelen andar muy lejos del ideal democrático.

El reciente fracaso de la vergonzosa retirada de las tropas de la OTAN, que ocupaban Afganistán en procura del establecimiento de una democracia, es la mejor ilustración de lo que digo. La situación puede extenderse a otras poblaciones más amplias, musulmanes, rusos, chinos, que ni siquiera han conocido sistemas liberales en su historia. Por desgracia para la cultura hispanoparlante, la democracia tampoco ha terminado de cuajar al sur de Río Grande, en el continente americano.

La situación de España es algo más esperanzadora después del movimiento de la transición democrática emprendido a la muerte de Franco. Con todo, la misma palabra transición indica que se trata de un lento proceso, lleno de residuos autoritarios. Puede que la democracia no sea tanto una categoría estable, de llegada, como una vía hacia su consecución. Es decir, la democracia sería un estado in fieri, que trata de hacerse o perfeccionarse según las exigencias de cada momento histórico.

A pesar de todas las dificultades, resulta saludable mantener la ilusión colectiva en el logro y mejora de las condiciones para que un país se organice con un sistema democrático. En España, la tradición democrática cuenta con antecedentes muy limitados. Por ejemplo, la II República pretendió ser una democracia plena, pero fracasó en el intento, y no solo porque precipitó un pronunciamiento militar y una pavorosa guerra civil.

Un argumento desesperanzado para resistirse al sistema democrático es que se trata de un pretexto para imponer la hegemonía de los Estados Unidos sobre una buena parte del mundo. Se aplica sobre todo en la América hispana.

La defensa práctica de la democracia reposa en la confianza de que los Gobiernos no son corruptos, prevaricadores, sometidos a los grupos de presión o las distintas mafias. Es un ideal ramplón. Un sistema político no puede alterar mucho la naturaleza humana, la tradición histórica. Tampoco equivale la democracia al mejor de los mundos; simplemente, consiste en una serie de convenciones para lograr un cambio pacífico en los equipos que van a gobernar el país. No parece una gran cosa, pero resulta toda una hazaña.

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