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Amando de Miguel

Elogio de la envidia

La envidia es una mezcla inseparable de admiración hacia el otro y de intranquilidad respecto a uno mismo.

La envidia es una mezcla inseparable de admiración hacia el otro y de intranquilidad respecto a uno mismo.
Miguel de Unamuno | Cordon Press

Siempre he sospechado que detrás de los pecados capitales (una construcción medieval) late un secreto encomio de la parte virtuosa que todos tenemos. Por eso la etiqueta de capitales, esto es, de la mente. La procesión va por dentro. Al menos, de la gula se dijo, festivamente, que solo constituía pecado mortal cuando se llegaba al estadio improbable de perder el conocimiento.

Sobre la envidia se ha escrito mucho; yo mismo he emborronado centenares de folios sobre el asunto. El tratamiento más cabal y paradójico es el de Miguel de Unamuno en su genial novelita Abel Sánchez. No voy a caer en la tentación de realizar un escolio sobre un texto tan clásico. Pretendo ir más allá. No es solo que el envidiado sea realmente el verdadero envidioso, al tratarse de un sentimiento entre dos personas cercanas. Se me antoja que el deseo de ser como el otro constituye el auténtico motor vital, al menos en la carrera de las personas más inteligentes y creadoras. Es el caso paradigmático de los intelectuales. Puede añadirse un tono despectivo a ese término, pues se lo merece.

Como es natural, a lo largo de mi vida me he relacionado estrechamente con algunos individuos que consideraba como modelos y, por tanto, merecedores de ser imitados. En el fondo, es una competición imposible, pues cada uno es cada uno, como dice el pueblo. Precisamente, en la radical dificultad de ser como el modelo implícito (a veces, secreto) se alza la respuesta íntima de la pasión de la envidia. Es una mezcla inseparable de admiración hacia el otro y de intranquilidad respecto a uno mismo.

La persona admirada, o sujeto pasivo de la envidia, se sorprendería al saber que el envidioso aprecia en ella cualidades menudas, triviales, incluso sin ningún mérito. Solo que cuentan mucho en el impreciso, e imposible, deseo de ser como el modelo.

Estos disimulados sentimientos aparecen indefectiblemente en las relaciones envidiosas, pero con un ímpetu incontenible. Es decir, una vez se aposentan en el envidioso, enraízan con gran fuerza, como si fueran una planta parásita. La consecuencia de todo esto es que el proceso de la envidia se establece siempre entre dos personas próximas por alguna dimensión, más o menos circunstancial. Es más, el vínculo de la envidia se manifiesta de una forma ambigua, ambivalente. El envidioso no sabría precisar por qué sueña con ser como el envidiado. Puede, incluso, llegar a rechazar íntimamente esa posibilidad. No me atrevo a concluir que se trata de una conexión de amor-odio, pero sí que confluyen sentimientos encontrados, normalmente implícitos inconscientes. Tanto es así que suelen disimularse para que aparezcan como una relación legítima, como la amistad, el parentesco o la profesión. El panorama se complica un poco al pensar que la clave fundamental de la envidia recíproca es la admiración, oculta a veces con el resentimiento o el resquemor.

Las cosas se complican cuando en la relación dicha aparece el punto de reciprocidad. Esto es, resulta que el envidiado es el verdadero y oculto envidioso, según la hipótesis magistral de Unamuno, seguramente autobiográfica. No es preciso llegar a tanto, lo cual supondría entrar en el capítulo de la ficción o la imaginación. En la realidad de la vida, la cosa es más simple y común. Si las dos personas se hallan próximas por cualquier circunstancia, azarosa o provocada, la envidia suele mostrarse por los dos lados, solo que no es fácil que se reconozca tal dualidad. Cada uno aprecia en el otro lo que cree no tener. El resultado puede ser un motivo de secreta admiración mutua, pero también un cierto rencor, no reconocido. Este carácter negativo, dual, o por lo menos ambivalente, es lo que hace distinto este haz de sentimientos de los de la estricta amistad.

Después de lo dicho, si sirve para reflexionar, será difícil concluir que la envidia es un pecado, por mucho que en nuestra tradición aparezca como capital. Solo lo será cuando pueda derivar en remordimiento. En ese caso, el posible daño no será tanto al prójimo como a uno mismo. Se comprende, pues, que la envidia se disimule todo lo posible.

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