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Ignacio Pablo Rico

Extremistas moderados

El radicalizado tiene la certeza de que todo lo que piensa, dice y hace sigue irreprochablemente la vía islámica.

El radicalizado tiene la certeza de que todo lo que piensa, dice y hace sigue irreprochablemente la vía islámica.
Decenas de devotos musulmanes ofrecen oraciones en la Mezquita Nacional de Baitul Mukarram después de que el gobierno reanudó las oraciones en masa aliviando el bloqueo para frenar la propagación del coronavirus (COVID-19) durante el mes sagrado del Ramadán en Daca, Bangladesh. | EFE

En días recientes se vertieron innumerables opiniones, en redes sociales como Twitter e Instagram, a propósito del curso Radicalización violenta: análisis, detección y prevención, de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Lo más preocupante de las reacciones, que llegaban en oleadas y no solo desde entornos islámicos, es la actitud acrítica de los comentarios –casi sin excepción airados, y siempre llamando a la cancelación del curso–. El primer problema del argumentario habitual: la presunción de que el curso promueve ideas islamófobas, apoyándose los detractores en una escueta serie de diapositivas que, cabe suponer, van acompañadas de comentarios y explicaciones diversas por parte del profesorado encargado de impartir las clases. Es decir, se ha planteado un ataque desde el desconocimiento y la ignorancia, cuestionando por un puñado de imágenes un curso que se prolonga hasta cinco semanas. Es imposible, tomando como referencia las alusiones de las diapositivas –dándonos apenas a entender algo difícil de rebatir: que los musulmanes radicalizados se visten, comen, rezan y se comportan en general como musulmanes–, conocer qué discursos manejan los docentes si no accedemos a la totalidad del contenido.

Esta cuestión nos lleva al segundo problema: cómo, a menudo, el buen musulmán se resiste a asumir que, por una ristra de razones complejas, se dan flagrantes procesos de radicalización en el seno del islam. "Eso no es islam", suele señalar el musulmán de a pie. Sin embargo, y aunque tomemos las lecturas radicales como un nefasto acercamiento al Corán y a la Sunna, el radicalizado tiene la certeza de que todo lo que piensa, dice y hace sigue irreprochablemente la vía islámica. Es un problema que lleva no poco tiempo arrastrando la umma: "El terrorismo no es cosa nuestra", se escucha en ocasiones. "No en nuestro nombre", en los mejores casos. Aunque no quepa exigirle a ningún ciudadano, por el hecho de profesar una religión determinada, que se pronuncie contra el pensamiento radical, como si tuviera que demostrarnos algo, distinto es el caso de las organizaciones y las figuras de autoridad que llevan al frente. Desde que el jeque Munir el Meseri abogó por inundar las calles protestando contra aquellos que matan en el nombre de Alá y del profeta Mahoma, el discurso habitual en ámbitos de difusión y estudio islámicos es que el terrorista y sus cómplices dialécticos no son musulmanes.

Démosles, por un momento, la razón. No son musulmanes. Entonces, ojalá escuchásemos los mismos clamores contra esos no musulmanes que diseminan la ideología del odio o practican la violencia que los que escuchamos contra los no musulmanes que dibujan caricaturas de Mahoma, escriben alegatos contra el velo o trabajan en cursos de detección y prevención de radicalismos. Por no hablar del bullying y la desautorización sibilina propiciados por figuras de peso en redes sociales que cuestionan el trabajo de musulmanes –lo son inequívocamente en esta ocasión– que cuelgan un contenido islámico que no es del gusto de quienes dicen salvaguardar el "islam tradicional". Esto le sucedía al sufí Antonio de Diego en su cuenta de Instagram, interpelado groseramente por Hasan Fakach al Basha, uno de los responsables de la iniciativa hys.cafe, la cual congregaba hace poco, en un evento nacional celebrado en Barcelona, a influyentes musulmanes peninsulares, defensores en cada uno de los casos de la tan repetida moderación.

El tercer problema es especialmente ilustrativo del rumbo preocupante que ha tomado la umma tiempo atrás en manos de ciertos speakers, imanes y sedicentes jeques. No han sido pocos los alarmados estos días por el hecho de que se señalen las posiciones críticas con Israel como signos de radicalización. Es legítimo cuestionar y criticar a Israel tanto como uno desee, ¡qué duda cabe! En Europa, por ejemplo, podemos hacerlo sin temor a que ningún individuo con la kipá cubriéndole el cráneo nos apuñale al salir de la oficina o nos dispare cuando nos disponemos a entrar en casa. Resultan más habituales de lo que uno quisiera creer las lecturas preocupantes –por brutales– acerca de lo que sucede en Oriente Medio con Israel como gran astro en torno al que orbitan todos los obstáculos con que lidia la región. A la romantización de partidos políticos y grupos armados que infunden el terror entre las gentes por las que dicen luchar se le suma la difusión de ideas sobre la necesaria destrucción de Israel en términos tan escalofriantes como los empleados por un autor habitualmente recomendado en ciertos entornos donde se promociona, irónicamente, la mesura: Yusuf al Qadarawi.

En relación a esto último, he sido testigo de cómo en grupos de estudio organizados por profesores que se autodenominan moderados se han aconsejado libros y artículos negacionistas del Holocausto. Ha tenido y sigue teniendo amplia difusión en formato PDF Los mitos fundadores de la política israelí (1995), de Roger Garaudy, lectura que he visto recomendar a chicos y chicas cuyas edades iban de los 14 a los 20 años; para ellos, previsiblemente, este monumento al negacionismo del Holocausto será el primer contacto literario importante con la historia reciente de Oriente Medio. Juzguen ustedes mismos las posibles consecuencias a nivel ideológico. Probablemente lo que estos maestros de la moderación –que no maestros moderados– busquen no sea, casi nunca, sembrar una semilla de odio en los corazones de estudiantes, aprendices o aspirantes al liderazgo religioso. Pero el modo dogmático en que se manifiesta el pensamiento antiisraelí en los ámbitos de divulgación islámica, que no admite siquiera matices, es una vía clara para una posible radicalización futura, con o sin el ejercicio de la violencia física. Es, por decirlo en términos más vulgares, un pase de oro para el todo vale.

No es digno del pensamiento crítico y fundamentado que promueven el Corán y la Sunna deslegitimar un curso cuyos contenidos no se conocen a fondo. Las sobrerreacciones censoras que están teniendo lugar deberían más bien propiciar un profundo autoexamen para las figuras islámicas notables del mundo español. Podrían acaso empezar con esta pregunta: ¿qué legado quieren dejar a quienes se nutren de su sapiencia? Los dogmas –antes políticos que religiosos–, la justificación retórica de la manía persecutoria y la sordera cómplice frente al alarmante incremento de corrientes cuya máxima expresión, en último término, ha de ser la violencia deberían bastar para recordar a las autoridades del Islam hispánico que acaso existan problemas más flagrantes con los que lidiar que lo que hagan, digan o escriban quienes se expresan libremente en los términos permitidos, por fortuna (o gracias a Dios), en los Estados de Derecho.

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