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Amando de Miguel

Los impuestos y la propiedad: algunas paradojas

La organización social y política nos impele a hacernos propietarios de estos cuatro símbolos: la casa, el coche, la cuenta bancaria y el correo electrónico.

La organización social y política nos impele a hacernos propietarios de estos cuatro símbolos: la casa, el coche, la cuenta bancaria y el correo electrónico.
Fachada de un edificio de la ciudad de Madrid. | D.A.

En España, la organización social y política nos impele a hacernos propietarios, al menos, de estos cuatro símbolos: la casa, el coche, la cuenta bancaria y el correo electrónico. Esas cuatro ces iniciales determinan la posición social del sujeto. La consecuencia automática es que tales propiedades son gravadas por el Fisco de manera continua e inmisericorde. La tributación no solo se realiza cuando se adquieren los bienes descritos, sino cuando se disfrutan e incluso cuando se transmiten por herencia.

La propiedad de la casa contiene mucho las posibilidades de movilidad geográfica. Incluso la adquisición de una segunda vivienda en un lugar tranquilo dificulta que las vacaciones se disfruten en distintos lugares.

Al final, la presión social y política para hacernos propietarios de las cuatro ces significa un colosal engaño colectivo. De él se nutren los Estados (recaudando impuestos), los bancos (operando con el capital depositado) y las empresas de seguros o de seguridad (cobrando primas y cuotas). Los ciudadanos o contribuyentes (todo es lo mismo) aceptan el juego de las cuatro ces; con ellas despejan incertidumbres, que es la gran obsesión de nuestro tiempo. No importa si lo que cuestan es más de lo que valen: con ellas en la mano se adquiere seguridad. Es el gran valor de hoy, muy superior al de la libertad.

La memoria colectiva de los españoles actuales retiene que durante siglos lo que determinó la adscripción a la aristocracia y a la burguesía acomodada fue la propiedad de bienes raíces. Esa es la significación simbólica del palacio, del cortijo o, ahora, del chalé. Además, esos propietarios de inmuebles viajaban a caballo o en algún tipo de carruaje particular. Por eso el automóvil acabó siendo el coche, como los de caballos. Nótese que, en los tiempos que corren, el verdadero poder se demuestra si el sujeto puede disponer de coche oficial, sea del Estado o de la empresa.

No basta con una unidad. En los actuales hogares acomodados se exhibe la propiedad de dos (o más) casas, coches, cuentas bancarias y correos electrónicos. Es la necesaria consecuencia de que las mujeres casadas se han incorporado a la población activa.

La prodigalidad dicha contrasta con el otro extremo de los marginados, destituidos o vulnerables. Son los que no poseen ninguna de las cuatro ces. Solo les cabe, para subsistir, apuntarse a la asistencia social del Estado de Bienestar. Bien es verdad que el auténtico bienestar es el de los que lo sostienen: los propietarios.

La condición de propietario exige un título de exclusividad en los bienes que se poseen. Se demuestra con una escritura notarial o con un contrato. Son instrumentos que identifican al sujeto. En nuestra sociedad, una persona no es nadie si, por lo menos, no puede mostrar el trabalenguas de un correo electrónico o algún número de identificación fiscal. Tales símbolos son nuestras verdaderas señas de identidad.

El aprecio por el título de propietario se extiende, en el uso administrativo, a un funcionario fijo o de carrera, es decir, uno que tenga el puesto en propiedad. Adviértase que en el ambiente de la Administración Pública se asiste al rito de la toma de posesión de los puestos funcionariales o políticos.

Se comprenderá la centralidad de la idea del Estado. En la jerga nacionalista y en la izquierdista se ha llegado a sustituir la palabra España por la de Estado, una confusión deliberada.

La base del Estado propiamente dicho es la pirámide de los impuestos. Son notorios los esfuerzo léxicos para convertirlos en aportaciones generosas, casi altruistas. Tomemos un impuesto capital: el IVA (impuesto sobre el valor añadido). La etiqueta resulta ominosa, al suponer que, en la adquisición de un bien, el comprador se aprovecha del valor añadido de la cosa. La verdad es que, excepto en la compra de bienes artísticos, de coleccionista o especulativos, el acto comercial indica que el objeto empieza a perder valor. Por tanto, el impuesto tendría que llamarse IVD (impuesto del valor depreciado). En los bienes fungibles, su valor no solo mengua con el tiempo, sino que desaparece al ser consumido. En tal caso, gravar la transacción con un tributo equivale, en el fondo, a una especie de sisa o apropiación fraudulenta por parte del Fisco.

Sea cual fuera la incidencia de unos u otros impuestos, lo básico es que el monto fiscal resultante siempre sube, de un año a otro, con independencia de la filiación del Gobierno: PP o PSOE. El consenso tácito entre los dos grandes partidos es perfecto. Se trata de una misma consideración hacia los paganos.

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