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Emilio Campmany

Cultura de coalición

La polémica generada por las torpes declaraciones de Garzón ha puesto en evidencia una grave disfunción que padece nuestro sistema democrático.

La polémica generada por las torpes declaraciones de Garzón ha puesto en evidencia una grave disfunción que padece nuestro sistema democrático.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso. | EFE

La polémica generada por las torpes declaraciones de Garzón ha puesto en evidencia una grave disfunción que padece nuestro sistema democrático. La Constitución regula un presidente del Gobierno todopoderoso al que se atribuye casi tanto poder como el que reciben los jefes de Estado en los regímenes presidencialistas. Hasta el punto de que a veces el presidente ensombrece la figura del rey. Tanto es el poder que tiene que aquí es imposible que pase lo que le pasó a Theresa May y está a punto de pasarle a Boris Johnson, que su propio partido lo eche de la Moncloa a pesar de los muchos motivos, como el abuso del Falcon, el recurso constante al decreto ley, los estados de alarma inconstitucionales o los pactos con Bildu. Cuando, como siempre ha sido, el Gobierno es monocolor, el presidente utiliza su omnímodo poder con total naturalidad y apenas hay protestas. Sin embargo, ahora que es de coalición, se pone en evidencia que, siendo como es el nuestro un régimen parlamentario, el presidente no debería tener tanto poder.

Sánchez fulminó a Ábalos para que no le salpicaran las relaciones que por orden suya estableció con la dictadura venezolana, liquidó a González Laya para que fuera ella, que obró por mandato del presidente, la que cargara con las responsabilidades del caso Ghali y despidió a Campo para que pechara con la culpa de los indultos. No obstante, teniendo muchos más motivos para destituir a Garzón, no puede hacerlo, so pena de destruir la coalición de Gobierno y convocar unas elecciones anticipadas que probablemente perdería. Sin embargo, como se supone que Sánchez lo puede todo, como se demostró en la última crisis, es inevitable que la opinión pública perciba que la responsabilidad definitiva de las patochadas de Garzón es de él, que es quien lo mantiene en el cargo.

No debería ser ni tanto ni tan calvo. En un régimen parlamentario, los Gobiernos de coalición los pactan los partidos y a veces, como hemos visto en Alemania, pasan varios meses hasta que se acuerdan las políticas y las personas. Si en el futuro es necesario hacer una crisis, no la hace el presidente por sí y ante sí, sino que la pactan nuevamente los partidos. Ni siquiera es indispensable que el líder más votado ocupe la presidencia. En Italia, Luigi Di Maio, líder del Movimiento Cinco Estrellas, el partido que ganó las elecciones, se conformó con el Ministerio de Exteriores, lo que le permitió no ser responsable de las salidas de tono de Salvini, que ocupó Interior. Hoy Salvini está muerto políticamente y Di Maio sigue en Exteriores en el Gobierno Draghi.

Para reconducir el sistema a un genuino régimen parlamentario es necesario reformar el sistema electoral y que los líderes de los partidos no tengan el control omnímodo que hoy tienen sobre los grupos en el Congreso de los Diputados. Éstos deben representar a sus electores y no ser los esclavos del jefe de filas, aunque éste sea circunstancialmente presidente del Gobierno. Ya decía Alfonso Osorio que se iba a hablar con su electorado cuando visitaba a Manuel Fraga. Y eso no puede ser.

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