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Amando de Miguel

Los veinte Gobiernos

Nunca se viera como en la actualidad un hatajo de capitostes tan mediocres.

Nunca se viera como en la actualidad un hatajo de capitostes tan mediocres.
Ione Belarra, Irene Montero y Alberto Garzón, en el Congreso. | EFE - Emilio Naranjo

Tengo que decirlo en plural. En los varios decenios de democracia, los españoles hemos logrado multiplicar los efectivos del escalafón de los que mandan. Al Gobierno de España, con un nutrido número de poltronas ministeriales, se añaden los integrantes de los 17 Gobiernos autonómicos (regionales), más los de Ceuta y Melilla. Con la salvedad de algunas honrosas excepciones, nunca se viera como en la actualidad un hatajo de capitostes tan mediocres, por mucho que aparezcan de cutio en los medios de comunicación. Por lo general, solo saben recurrir a un procedimiento para cumplir su noble destino: subir los impuestos y repartir subvenciones a los sumisos fieles. Es lo que se llama clientelismo.

Bien es verdad que habría que repartir las culpas. Seguramente, las sociedades tienen los Gobiernos que se merecen. Es decir, los que mandan son de la misma ralea que el vecindario, los contribuyentes. Solo así se explica que los españoles sean tan mansos a la hora de defender sus derechos contra los desafueros de los gobernantes. Se me objetará que el orden jurídico vigente prevé las oportunas demandas contra los posibles desmanes del poder Ejecutivo. Empero, no se puede confiar mucho en la independencia del cuerpo de magistrados. La prueba es que el Poder Judicial se organiza, también, con unos jueces de izquierdas y otros de derechas. Así lo expresan sus respectivas asociaciones gremiales. Es lógico que un Gobierno de izquierdas o de derechas trate de monitorizar a los jueces de su respectivo bando. O sea, que la famosa división de poderes se queda en buenos propósitos.

La proliferación del elenco de las personas que mandan en la política supone, hoy, un coste insoportable; más que nada porque las exigencias de ostentación del poder no cesan de incrementarse. No otra cosa son los incontables jefes de gabinete, directores de prensa y asesores de toda especie que rodean a los respectivos Gobiernos. Sus intermitentes desplazamientos, aunque sean sin salir de la plaza o de la región, exigen una costosa flota de vehículos de alta gama, naturalmente importados. Añádase los correspondientes palafreneros; hoy, chóferes, escoltas, asistentes y edecanes múltiples. El poder, siempre, ha exigido el manto de armiño de la ostentación, y cada vez más. El que manda tiene derecho a aparecer en televisión, siempre que quiera; aunque sea simplemente para decir esta boca es mía. No pasan de esa simpleza muchas pomposas declaraciones de los gobernantes, incluidas las del formato entrevista preparada.

Se dirá que esto del ceremonial de los Gobiernos es común en todos los Estados. Es cierto, pero no quita para que los súbditos de cada Ejecutivo tengan la obligación de pagar el gasto correspondiente. Se apoquina de muchas formas indirectas; por ejemplo, con el desfase entre el incremento de los salarios y las pensiones respecto al de la subida de los precios. Todo es bueno para el convento, decía el fraile aprovechado del cuento. No diré lo que en verdad arramblaba el clérigo.

En defensa de la proliferación de Gobiernos se podrá argüir que así los administrados se encuentran más cerca de los administradores. Mas no se colige mucho la ventaja espacial. Hay mil formas simbólicas de mantener las convenientes distancias entre los que mandan y los mandados. Hemos llegado a un punto en que para ver al médico de cabecera o al depositario de nuestro dinero en el Banco hay que pedir una cita previa. No es tarea sencilla con los robots por delante. Con los gobernantes, tal posibilidad resulta imposible para el contribuyente modesto, que somos casi todos. En esa lejanía consiste, precisamente, la representación del poder político.

En teoría, parece fácil que algún partido político proponga la reducción de la nómina de gobernantes y de su corte de servidores. La cosa no es sencilla. Habría que plantearse una reforma sencillísima: la minoración en el número de carteras del Gobierno de España. Más ardua es la superación del sistema llamado autonómico, que se ha enquistado en nuestras costumbres políticas, como si fuera parte de nuestras esencias nacionales. Habría que hacerse la pregunta que solía hacer el bueno de Josep Pla: "Oiga, ¿esto quién lo paga?".

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