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Jesús Laínz

El complejo de Miller

Les repugna la parte del mundo en la que les ha tocado vivir, aunque, evidentemente, ninguno de ellos haya renunciado a ella.

Les repugna la parte del mundo en la que les ha tocado vivir, aunque, evidentemente, ninguno de ellos haya renunciado a ella.
Henry Miller. | Cordon Press

Henry Miller fue uno de los autores más influyentes de la literatura en lengua inglesa del siglo XX. Nacido en Nueva York en 1891, desarraigado, excéntrico y de vida desordenada, fue un activo militante del Partido Socialista de América y admirador de Hubert Harrison y Emma Goldmann, influyentes caudillos del marxismo estadounidense de comienzos del siglo.

Su obra consistió en una amalgama de novela, ensayo y autobiografía en la que vertió sus reflexiones y obsesiones sexuales con crudeza no igualada hasta entonces. Por sus páginas de sexo sucio, violento y degradante, los libros de Miller estuvieron prohibidos en USA durante décadas bajo el cargo de obscenidad. Por ejemplo, Trópico de Cáncer, publicado en Francia en 1934, tuvo que esperar hasta 1961 para poder ser impreso en su propio país. Las numerosas denuncias por obscenidad desembocaron en una sentencia absolutoria que abrió las puertas a la literatura pornográfica y constituyó un hito clave en la revolución sexual de los sesenta. Este libro y otros como su continuación Trópico de Capricornio fueron idolatrados por millones de jóvenes que vieron en ellos un ariete contra la sociedad capitalista burguesa que ansiaban derribar.

Tras varios años en Inglaterra y Francia, Miller recorrió Grecia en 1939 junto a su amigo Lawrence Durrell. De aquel viaje surgió El coloso de Marusi, calificado por su autor como su mejor libro. En él relató el profundo impacto que recibió de una Grecia a la que, por pobre, retrasada y oriental, consideró la antítesis de un Occidente idólatra del progreso y el dinero. No desaprovechó oportunidad de reverenciar todo lo griego, hasta lo más lamentable, y execrar todo lo occidental, especialmente lo norteamericano, hasta lo más admirable. Sus compatriotas, con toda su riqueza, eran más desdichados que los griegos con toda su pobreza. Los griegos eran los únicos seres humanos capaces de vestir andrajos sin degradarse. El cielo griego era más bonito que el de cualquier otro país del mundo. En Grecia ocurrían cosas maravillosas imposibles en otro lugar. Los griegos que querían que sus compatriotas accediesen a las comodidades de USA le parecían unos idiotas. El griego era franco, simpático, accesible y generoso, lo contrario de los occidentales. Las mujeres griegas tenían un carácter regio, y hasta las feas, incluidas las jorobadas con seis dedos en los pies, eran guapas, mientras que las americanas más guapas tenían defectos que las hacían feas.

Llevó su obsesión por establecer estas comparaciones a extremos sorprendentes:

Cuando el griego abandona un lugar, deja un vacío. El americano deja tras de sí un montón de basura (…) He visto a griegos pasearse con el atuendo más ridículo y abominable que imaginarse pueda (…) un conjunto que hasta un cafre desdeñaría y, sin embargo, yo preferiría mil veces –lo digo sincera y deliberadamente– ser ese griego pobre antes que un millonario americano. Recuerdo al viejo guarda de la antigua fortaleza de Nauplia. Había pasado veinte años en la misma cárcel por asesinato (…) La escasa cantidad con la que intentaba vivir no habría servido para mantener un perro, su ropa estaba hecha jirones, sus perspectivas eran nulas (…) Lo envidio. Si me dieran a elegir entre ser el presidente de una empresa de neumáticos en USA o el guarda de la prisión de Nauplia, preferiría ser esto último. También aceptaría los veinte años de cárcel como parte del trato.

Sin embargo, ni se quedó en Nauplia de guarda ni propuso ser encarcelado veinte años, sino que regresó a USA a seguir viviendo de sus derechos de autor y de las donaciones de amigos y mecenas.

De todos los occidentales, los más lamentables según Miller eran los más cercanos a él, los anglosajones de ambas orillas del Atlántico:

Los ingleses son apáticos, sin imaginación y sin capacidad de resistencia. El inglés en Grecia es una farsa y un adefesio: no vale ni la suciedad entre los dedos de los pies de un griego pobre (…) En Grecia no hice amigos ingleses. Me daban ganas de disculparme ante los griegos cuando me veían en su compañía (…) Espero que me consideren un enemigo de su estirpe.

En resumen, alabanza irracional de todo lo ajeno y maldición rabiosa de todo lo propio: lengua, sociedad, cultura, mentalidad, religión… Respecto a esta última, acusó al cristianismo de ser una plaga que había convertido el mundo occidental en algo "pálido, enfermizo, fantasmal y funesto". Lo único que elogió de su patria fue "la gran raza negra, la única que impide la desintegración de los Estados Unidos".

En el tren que le conducía al puerto en el que habría de embarcar de regreso a casa, las cucarachas de su cama le obligaron a pasar la noche de pie en el pasillo, lo que no le impidió lamentar que su buque fuera americano:

Me parecía encontrarme ya de vuelta en Nueva York: había esa atmósfera limpia, vacua, anónima, que tan bien conozco y detesto con toda mi alma. Me sentía deprimido. Lamentaba no haber podido tomar un barco griego.

¿Incluidas las cucarachas que le impidieron dormir en el tren? No parece probable.

Lloró al ver de nuevo la costa de su patria. Pero no de alegría, sino de horror por regresar a ella tras una década en tierras europeas. "Estoy harto de la civilización y su progenie de almas cultas. Tomad vuestro mundo fabricado y colocadlo en los museos; no lo quiero, no me sirve", escribió recién llegado de Grecia. Pero el mejor resumen de la cuestión se contiene en esta frase: "¡Al diablo la civilización europea!". Ésa es la cuestión: Miller odiaba todo aquello a lo que él pertenecía. Miller se odiaba a sí mismo.

Este complejo de auto-odio lo sufren también todos esos europeos y americanos a los que les repugna la parte del mundo en la que les ha tocado vivir, aunque, evidentemente, ninguno de ellos haya renunciado a ella. ¿Cuántos odiadores del capitalismo se han ido a vivir a Cuba o a Corea del Norte? ¿Cuántos odiadores del cristianismo se han refugiado en algún país islámico? ¿Cuántos odiadores de la discriminadora sociedad blanca se han mudado a África? ¿Cuántos revolucionarios de salón han renunciado a los lujos de la vida burguesa?

Aunque en auto-odio los españoles somos expertos, como lo demuestran el arraigo de nuestros separatismos y el placer que siguen experimentando tantos compatriotas con las bobadas hispanófobas nacidas en el siglo XVI, el fenómeno es universal: bien claro lo ha dejado la oleada antiblanca desatada el año pasado con la excusa de la trágica muerte de George Floyd, oleada que barrió Occidente derribando estatuas, dictando anatemas, acallando opiniones y reescribiendo la Historia.

El problema, gravísimo problema que puede acabar desembocando en el suicidio de toda una civilización, no es tanto cultural o ideológico como psicológico: toda esta gente se odia a sí misma.

www.jesuslainz.es

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