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Daniel R. Rodero

Pensar mal y educar peor

Si no fuera consecuencia de las que se perpetraron antes, se diría que esta nueva ley viene a echar a pique la educación pública española.

Si no fuera consecuencia de las que se perpetraron antes, se diría que esta nueva ley viene a echar a pique la educación pública española.
La ministra de Educación y Formación Profesional, Pilar Alegría. | EFE

Como si el Gobierno no se hiciera notar suficientemente, ahora la ha emprendido con la educación. La nueva ley parece inspirarse en dos premisas, a cuál más falsa. Primera: que apenas es necesario memorizar, porque los discentes/nescientes cuentan con las TIC como prótesis intelectivas; y segunda: que lo importante es incidir en los valores cívicos, así como en la inteligencia socioafectiva (algo que se presupone es maravilloso, pero que no quiere decir nada si no se parte de una idea previa de bien).

Comencemos por el primer axioma. Para la nueva ley, retener datos deja de ser importante dado que las TIC lo harán por nosotros. La cuestión, por ende, pasa a estribar en que los niños adquieran destrezas un tantico abstractas y aprendan a indagar información por sí mismos, aunque desprovistos de brújula, mapa o GPS. Tampoco es necesario que manifiesten un gran conocimiento de las matemáticas, ni que dominen los logaritmos, ni que adquieran pericia con el cálculo diferencial, ni que sepan de estadística, porque para eso ya cuentan con calculadoras, hojas de cálculo y programas de licencia libre.

La primera objeción es la falta de consecuencialismo entre la premisa y las disposiciones de la ley. Admitamos, a efectos dialécticos, que la informática e internet nos lo resuelven todo, cosa por lo demás falsísima. En ese caso, un sistema educativo que se preocupase por las generaciones venideras incidiría en enseñarles programación, cálculo computacional, algunos rudimentos de ingeniería informática y tecnología de redes. Ello obligaría a incrementar el nivel de matemáticas, amén de exigir un amplio conocimiento sobre los materiales conductores y semiconductores, sus posibles alternativas en caso de falta de suministro o los avances en nanotecnología. Sin embargo, la reciente norma insiste en obviar estos aspectos con más pertinacia con que obviamos la felicidad de un exnovio.

La nueva ley, lejos de elevar el nivel de las matemáticas, las desvirtúa. Hablar de la gestión emocional de las ciencias exactas es ignorar su naturaleza, confundir la agricultura con la historia natural. Una cosa es que se pueda e incluso se deba abordar el papel de la mujer en el desarrollo del conocimiento y otra que se sustituya lo adjetivo con lo sustantivo, la historia de una disciplina con la disciplina en sí. Si queremos que haya más mujeres en investigación, antes hemos de conseguir dos cosas: que haya más personas atraídas por la investigación, sean del sexo que fueren, y que además dispongan de las competencias requeridas. Esto, a su vez, pasa por que estudiar tenga prestigio, por que se premie al niño disciplinado en lugar de al gamberro y al sabio antes que al pelele de telebasura.

La regla de tres, las ecuaciones de primer grado con una sola incógnita o los elementos básicos de la teoría de conjuntos podrían enseñarse perfectamente en Primaria. Ocurre que nuestros pedagogos creen que el niño es un bloque de arcilla al que moldear acariciándolo y no un sujeto de racionalidad a escala. Hay cosas que el niño no comprende, mas no por falta de edad, sino porque los adultos no parecen interesados en hacérselas ver. Y uno teme que, como los pedagogos provienen en su mayoría de las mal llamadas Humanidades, miren las ciencias puras y las empíricas con desprecio, como si conocer el origen etimológico de "enfermedad venérea" fuese más importante que curarla. Las matemáticas –recordémoslo– familiarizan al educando con el lenguaje formal; asientan las nociones de la física, la química, la biología y la estadística; estructuran el cerebro y lo hacen más permeable al aprendizaje continuo, toda vez que afinan y afilan el razonamiento lógico.

El segundo de los presupuestos versa sobre la formación socio-afectiva. Esto no deja de ser un catecismo destinado a impartirse como la vieja asignatura de teología moral: "Los derechos humanos reconocidos en la Declaración de París son treinta…". Cuestión distinta sería explicar las doctrinas sobre los que se fundamentan, cita de Maritain mediante: "Estamos de acuerdo sobre esos derechos con tal de que no se nos pregunte el porqué". Pero esto exigiría tener a docentes mejor preparados y que no hubiesen estudiado Magisterio porque no los aceptaron en ninguna otra facultad o porque los rebotaron de ellas.

Esta tendencia sentimentaloide, que sustituye los contenidos por fingir a ojos del profesor unos valores etéreos que no se comprenden, no puede sino degenerar en que a los muchachos se les evalúe por lo mucho que aman la naturaleza en vez de por lo mucho que saben de biología. Con las Humanidades sucede otro tanto. Por supuesto que necesitamos educar en la igualdad entre hombres y mujeres. Pero sólo con eso no se arregla nada. Salva más vidas un cardiólogo misógino que un aliade de lucha. La realidad es implacable y no funciona tanto por compromisos éticos cuanto por criterios de eficacia.

Una educación sólida no se limita a decirle a Luisito que tiene los mismos derechos que María, sino en mostrarle que en épocas anteriores hubo quien defendió eso mismo, pero también lo contrario, que en el momento en que la filosofía de Aristóteles se impuso sobre la de Platón la consideración de las mujeres quedó deteriorada, pero que en todas las épocas ha habido gentes de espíritu abierto y comprensivo. Y acto seguido se les da a leer la epístola de Juan Boscán a Diego Hurtado de Mendoza, prodigio de sano pensamiento amoroso y de envidiable vida conyugal, y aquella otra anónima seguidilla del siglo XVII que clamaba contra el maltrato, aunque siguiendo los parámetros de la época:

Detén tus enojos;
no me azotes más,
que si bien lo miras
a tus carnes das.

Julián Marías, en su libro La educación sentimental, recoge una observación que, a la luz de la nueva ley, se revela sobrecogedora. Y es que la sofisticación cultural coadyuva al gobierno de los afectos, transformando la mera genitalidad en amor, en erotismo, en sentimientos pensados y en pensamientos sentidos. Ahora bien, esto no significa que el idealismo ilustrado estuviese en lo cierto al afirmar que la kultura lo resuelve todo, como si los ideólogos de cuantas tiranías en la historia han sido hubiesen ignorado la tabla del nueve. Dice Julián Marías:

La poesía da a la vida una coloración emocional. Contribuye así a la creación del campo magnético de la convivencia, con líneas de orientación que condicionan la tonalidad propia de cada persona, los diversos escorzos, perspectivas, distancias, temperaturas. Vivimos la carencia de poesía en el siglo XVIII, acaso su más grave privación, origen de otras muchas y causa de sus mayores males: la abstracción, la indiferencia a lo personal, la crueldad fría y por principios de la Revolución Francesa. (…) En los últimos tiempos se ha generalizado la canción, con gran frecuencia reducida a una sola frase (casi siempre ramplona o trivial), repetida interminablemente, normalmente en medio del estruendo. La sumersión en esa música o en la orgiástica e irracional, sin palabras, sin significaciones, ha reemplazado a la poesía. (…)

Temo que esto encierra un peligro de escorbuto sentimental por carencia de ‘vitaminas’ líricas. Es un fuerte impulso hacia el primitivismo, en ocasiones hacia la infranormalidad. Una de las consecuencias más manifiestas es la crisis de la expresión hablada. (…) Todo esto tiene consecuencias decisivas para el lenguaje amoroso en la vida real. Tradicionalmente ha sido ‘estimulado’ por la literatura; en diversas formas, ha tenido a la espalda los modelos de la poesía, el teatro o la novela. No es que se hablase como en estos géneros literarios, pero de ellos venía una inspiración más o menos distante a los que efectivamente hablaban, sin excluir a los que nunca habían leído a los autores influyentes, cuya recepción era indirecta.

Toda esta miseria intelectual se completa con la pérdida de perspectiva a que conduce la mixtificación de la Historia. En España, además, el efecto es doblemente nocivo. Por una parte, porque reducir la importancia del Medioevo y estudiar el pasado como una sucesión de luchas en favor de ideales, que casi siempre acabaron en aberraciones, apuntala la secular tendencia al adanismo. Si a esto se le añade que progreso pasa a ser todo lo que se adecúa a la moral de Estado, no nos queda sino dar la razón a la periodista de El País que dijo que Colombia había conseguido un avance histórico por legalizar el aborto hasta las veinticuatro semanas. Nadie entonces señalará la paradoja de que, en la Roma esclavista, el aborto era libre y que aborto y esclavitud se limitaron simultáneamente.

El segundo efecto de esta preterición de la Edad Media lo hallaremos preguntándonos a quién beneficia. Y más en concreto a quién beneficia en la España de hoy. Entrene el lector su perspicacia. Si nadie enseña a los niños que el rey Jaime I el Conqueridor hubo de enfrentarse a sus propios barones para socorrer a Alfonso X en un momento de apuro, aduciendo que lo hacía "per salvar Espanya" –las palabras provienen de su propio cronista–, ¿cómo vamos a convencerlos de que España no es un mito? Si nadie les enseña que el español tiene cinco vocales fonéticas por influencia del vascuence, que Álava fue más castellana que Valladolid, que Cartagena de Indias la defendió el guipuzcoano Blas de Lezo, que las Filipinas se llaman así porque su descubridor Legazpi quiso honrar a Felipe II o que los vascos de la Generación del 98 abominaron en sus libros del cerrilismo bizcaitarra, ¿cómo van a identificarse los muchachos de las ikastolas con una tradición común que trascienda las rayas de su región/religión?

Si no fuera consecuencia de las que en su día perpetraron José Antonio Maravall, Alfredo Pérez Rubalcaba y María Jesús San Segundo –las mismas, por cierto, que mantuvieron José Ignacio Wert e Íñigo Méndez de Vigo–, se diría que esta nueva ley viene a echar a pique la educación pública española, condenando a quienes no puedan permitírselo a no tener ideas, aunque sí buenos sentimientos. Pero me temo que se tratará de unos sentimientos tan blandos que no los sabrán imponer cuando el malvado les ataque con su arsenal de eficacias. Y así uno se siente tentado de entablar contra los autores de esta reforma una querella ante el Tribunal de Estrasburgo por delitos de lesa infancia, ya que no ha visto semejante crimen contra los niños desde que Herodes se propusiera degollarlos.

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