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Jesús Laínz

Cuacuadores

Eso que a grandes rasgos se llama 'izquierda' se dio cuenta hace ya mucho tiempo de la necesidad de dominar el discurso cultural.

Eso que a grandes rasgos se llama 'izquierda' se dio cuenta hace ya mucho tiempo de la necesidad de dominar el discurso cultural.
George Orwell. | Archivo

Hace ya algún tiempo Confucio advirtió sobre la necesidad de usar las palabras con exactitud para que el pueblo pudiera comprender la legislación y los gobernantes pudieran actuar con justicia. "Cuidad que las palabras sean las correctas", sentenció el sabio chino.

Tres milenios más tarde sería el inglés George Orwell quien reflexionaría con sorprendente anticipación sobre los peligros de la manipulación de las palabras para engañar y oprimir al pueblo. Como explicó uno de los personajes de su desasosegante 1984, la finalidad de la neolengua diseñada por los esbirros del Gran Hermano era limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente.

Eso que a grandes rasgos se llama izquierda se dio cuenta hace ya mucho tiempo –la llamada derecha lleva décadas sin enterarse de nada– de la necesidad de dominar el discurso cultural, y hasta las palabras que se pueden y no se pueden utilizar, para de ese modo establecer una hegemonía ideológica previa que acabará desembocando forzosamente en hegemonía política.

Sin embargo, sería injusto acusar a los llamados izquierdistas de ser los únicos culpables de esta manipulación, puesto que el fenómeno es tan general que cualquier ciudadano, sin importar su filiación política, puede caer en ella de manera inconsciente. Un ejemplo reciente ha sido el del término covidiotas, surgido en los primeros meses de la pandemia entre quienes se reían de los hipocondríacos que no se quitaban la mascarilla ni para conducir solos en su coche o pasear solos por el campo. Pero la opinión mayoritaria, y sobre todo la influencia de unos políticos deseosos de imponer la vacunación universal mediante todo tipo de normas jurídicas y coacciones sociales, acabó provocando que la Real Academia adoptara dicho vocablo con un significado opuesto al inicial y más acorde con los deseos del poder: "Persona que se niega a cumplir las normas sanitarias dictadas para evitar el contagio de la Covid". Lewis Carroll habría gozado comprobando que su Humpty Dumpty dio en el clavo con siglo y medio de antelación:

Cuando yo uso una palabra significa precisamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos.

De mucha mayor importancia es la neolengua políticamente correcta que impregna todo, con su mezcla difícilmente soportable de ignorancia, pedantería y manipulación. En las últimas semanas han aparecido en la prensa española varios artículos lamentando la nueva vuelta de tuerca efectuada por el reciente decreto gubernamental sobre asuntos educativos, sembrado de palabrejas de moda que, aunque parezcan inocuas, responden a los conceptos ideológicos que los ingenieros lingüísticos pretenden generalizar dándolos por incuestionables. Y los emplean con tanto desparpajo que no parece importarles caer en el puro disparate, como esas matemáticas "con perspectiva de género" que superan el más absurdo de los chistes. No falta ni una sola de las invocaciones mágicas de la posmodernidad: diversidad, socioafectividad, empatía, emoción, igualdad, resiliencia, multicultural, implementación, machismo, memoria democrática, género… y sostenibilidad, mucha sostenibilidad, esa omnipresente sostenibilidad que no es otra cosa que el eufemismo para justificar la intervención gubernamental en mil campos de la actividad humana en los que nunca debería intervenir.

Hace algunos meses circuló por ahí una investigación –cuyo autor ni recuerdo ni consigo encontrar ahora– sobre las palabras utilizadas por el buque insignia del periodismo progresista español, El País, en los cuarenta años que van de 1980 a 2020. Observando la frecuencia de utilización de ciertos conceptos, su auge o desaparición dependiendo de las modas políticas, se evidencia el enorme poder de gobernantes y medios para introducir o eliminar debates según su conveniencia de cada momento. Por ejemplo, los términos extrema izquierda, ultraizquierda y comunista han experimentado una paulatina disminución, notablemente acelerada en los últimos años. ¿Será demasiada mala idea sospechar que con ello se ha pretendido inculcar la idea de que esas cosas no existen? Especialmente interesante es lo sucedido con la inmigración ilegal, de presencia creciente en las páginas de El País hasta más o menos el año 2000 para caer luego en picado hasta su práctica desaparición en la actualidad. ¿Qué ha sucedido? ¿Han dejado de existir los inmigrantes ilegales? ¿O quizá se trate de que se les ha comenzado a llamar de otra manera: migrantes? Porque eliminando el concepto ilegal y empleando un vocablo propio de la ornitología, se afianza la postura política que considera que las fronteras son injustas, que ningún ser humano es ilegal, que no hay más patria que la humanidad, que la inmigración debería ser ilimitada, que papeles para todos y que imagine there’s no countries, bla, bla, bla…

Pero lo más llamativo es el aumento espectacular, que en los últimos años ha conseguido curvas casi verticales, de términos como sexismo, machismo, género, violencia de género, igualdad de género, feminicidio, misoginia, patriarcado, homofobia, orientación sexual, transgénero, transfobia, xenófobo, islamófobo, prejuicio, feminismo, animalismo, veganismo, sostenibilidad, cambio climático, calentamiento global, igualitario, multicultural, inclusivo, extrema derecha, ultraderecha y Francisco Franco.

Es difícil elaborar un resumen mejor de la ortodoxia política. No hay más que echar un vistazo a las palabras dominantes para deducir el pensamiento único que se pretende imponer –que ya se ha impuesto– a todo el mundo.

Orwell explicó que en el infernal totalitarismo del Gran Hermano se buscaba, mediante la constante manipulación de la lengua, que todos llegaran a "cuacuar como un pato", es decir, a emitir opiniones ortodoxas mediante palabras ortodoxas que surgieran de la laringe con la menor participación posible del cerebro y el pensamiento.

Y en ello estamos, rodeados de incontables cuacuadores que, sin darse cuenta, repiten automáticamente lo que el poder ha decidido. Ya lo saben: todos a cuacuar. Y pobre del hereje que ose pensar por su cuenta.

www.jesuslainz.es

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