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Amando de Miguel

La necesidad de un Estado más austero

Un Estado más austero pasa por seleccionar a los servidores públicos con una mayor exigencia de honradez personal.

Un Estado más austero pasa por seleccionar a los servidores públicos con una mayor exigencia de honradez personal.
La fiscal general del Estado, Dolores Delgado. | Europa Press

Gran falacia la de que si se rebajara el monto de los impuestos se reduciría el Estado de Bienestar, es decir, la sanidad y otros servicios sociales. El argumento suele ser interesado. Por ejemplo, lo esgrimen los sindicatos oficiales (UGT y Comisiones). Los cuales no viven de las cuotas de los afiliados, sino de las munificentes subvenciones y privilegios que les concede el Gobierno. Acabáramos. El solícito Estado del Bienestar incluye una amalgama de ayudas de todo orden. Se dirigen, con preferencia, a las personas, asociaciones y demás chiringos que sirven a los propósitos propagandísticos del Gobierno. Digamos que se traducen en votos seguros ante unas eventuales elecciones. Se trata, pues, de una especie de corrupción insidiosa con todas las de la ley.

Por tanto, en la propuesta de si el Estado debe bajar los impuestos lo que se impone precisar es a dónde va tal ahorro. No hay por qué minorar los servicios sociales (incluye el capítulo de las pensiones), pero sí se pueden reducir las partidas que alimentan los chiringos clientelares. Esa es la verdadera austeridad que se predica con la propuesta de rebajar los impuestos. La reducción prioritaria de las subvenciones debe empezar por eliminar las que se dirigen a los partidos políticos y los sindicatos, por aquello de que la caridad empieza por uno mismo.

No solo conviene mermar el capítulo de las subvenciones, cuando no vayan destinadas a personas necesitadas o vulnerables. Se puede simplificar, también, las operaciones burocráticas de la elefantiásica estructura del Estado en su forma plural de "Administraciones Públicas". Concretamente, dada la buena selección que suponen los altos cuerpos funcionariales, debería reducirse la turbamulta de asesores o afines. Tales sinecuras suelen otorgarse a dedo y como recompensa o estímulo para los amigos de los que mandan. Es otra forma de corrupción política, aún más sibilina.

Más elemental es todavía la supresión de la mayor parte de los vehículos oficiales, fuera de los actos estrictamente del servicio. Los miembros del Gobierno y, no digamos, la turba de miles de altos cargos por debajo de ellos deberían viajar en el transporte público o con sus vehículos particulares. Es lo que acostumbra a hacer el resto de los funcionarios, de carrera o interinos, y no se les caen los anillos.

Una partida muy especial del ahorro público es la que se asigna a los gastos publicitarios. Son una forma de monitorizar (como ahora se dice) los medios de comunicación. Por cierto, la Administración Pública haría bien en desprenderse de las televisiones y las radios de titularidad pública. Una institución como la agencia Efe, propiedad del Estado, carece de sentido en el mundo actual. Son restos de una concepción patrimonialista de la función pública, la acostumbrada a "tirar con pólvora del Rey".

Cualquier medida en pro de un Estado más austero choca con algunas creencias establecidas. Un suponer, la noción de que "el dinero público no es de nadie" o, de modo más general, que el éxito en la vida está en hacerse rico. O, mejor, en comportarse como si uno fuera rico. Son reacciones típicas de una sociedad bastante miserable.

Un Estado más austero pasa por seleccionar a los servidores públicos con una mayor exigencia de honradez personal. No es la pauta que ahora se sigue. Puede que ese criterio de moderación en el gasto público fuera tildado de "fascista" por los que ahora acaparan el poder. Pero los fascismos históricos pecaron, más bien, de un dispendio suntuario en la organización del aparato estatal.

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