Menú
Juan Gutiérrez Alonso

Revisionismo, libertad de expresión y cancelación

La fórmula del Estado democrático y de derecho no goza de buena salud.

La fórmula del Estado democrático y de derecho no goza de buena salud.
Mike Kniec - pxhere

La fórmula del Estado Democrático y de Derecho no goza de buena salud. Los problemas con la separación de poderes, el respeto a las normas y procedimientos, el cumplimiento del deber de objetividad en el desempeño de los poderes públicos o el de neutralidad en el espacio común, así como los relacionados con la materia impositiva, los organismos reguladores, la transparencia o el control del ejercicio del poder por parte de los medios son ya alarmantes.

Cada vez es más evidente que vivimos un entreacto donde los límites al ejercicio del poder se van desvaneciendo y la pulsión autoritaria gana terreno bajo nuevos o viejos ropajes. Algo tiene que ver el exceso de ideología con este derrumbe.

En efecto, la irrupción de una serie de ideas-fuerza, prioridades o legitimidades, abrazadas con entusiasmo por nuestros Gobiernos nacionales y por la totalidad de organismos internacionales a modo de superprincipios que van más allá incluso de las exigencias y equilibrios que dictan nuestras constituciones ha sido todo un éxito de los planificadores.

El paraguas de la ecología, que ya nos regala excentricidades como la reciente declaración de inconstitucionalidad de la pesca deportiva en Colombia o regulaciones criminales de tráfico en España como el margen de 20km/h para adelantar, unido al enigma de la multiculturalidad, el feminismo o la igualdad de género, la justicia histórica o identitaria y otros planteamientos más o menos vinculados, constituyen ya un nuevo catecismo de Estado que se expande gracias a una intensísima propaganda y un activismo sin precedentes en la totalidad de estructuras e instituciones. El resultado es un sesgo ideológico continuo y una firme y decidida exclusión del discrepante.

En su día Tocqueville advirtió sobre las corrupciones internas del sistema democrático como preámbulo de su colapso, J. F. Revel apuntó por su parte a la amenaza exterior, mientras que N. Bobbio se refirió al nacionalismo y a los denominados poderes ocultos. Son tesis que deben recordarse y actualizarse, sobre todo en un contexto en el que la libertad de expresión se encuentra en una seria encrucijada, mientras que el revisionismo histórico y la denominada cancelación han asomado definitivamente al patrocinarse por los propios poderes públicos.

Sobre la libertad de expresión, resulta inexcusable preguntarse, otra vez, dónde está y dónde se establecen sus límites, si es que debe haberlos. Existe abundante jurisprudencia y debate al respecto. Sabemos además de su relación con la libertad de prensa y su canalización a través de medios tradicionales y cada vez más mediante redes sociales. El hecho de que allí vivan gran parte del tiempo nuestros gobernantes, periodistas, y cada vez más jueces y magistrados, es revelador. El episodio protagonizado por Elon Musk y la pretendida adquisición de Twitter Inc. es un cambio definitivo. Los aquelarres contra Musk por querer restaurar la libertad de expresión nos dan una idea de cuán importante es para algunos el control de la opinión pública como medio de consecución o conservación del poder.

Basta preguntarse si prevalece la libre transmisión de ideas, pensamientos y opiniones o, en cambio, predomina el sesgo y la (auto)censura, es decir, si en nuestra comunidad existe un estándar favorable a la circulación de ideas y opiniones o más bien su ocultación e incluso la de los hechos y la verdad misma, para tomar conciencia y comprender la profundidad de esta situación.

Directamente relacionado con lo anterior se encuentra el denominado revisionismo histórico. Un fenómeno que cabalga igualmente sobre la mentira, la censura y el sesgo. Fue J. F. Revel quien también nos recordó que la principal fuerza que mueve el mundo es la mentira, y así lo vemos cotidianamente. En asuntos energéticos y medioambientales, en las guerras y conflictos, en las crisis económicas, financieras o epidemiológicas, y por supuesto en todo lo relacionado con nuestro pasado. Los Gobiernos nos mienten a diario sin que nada suceda. La novedad tal vez sea que ahora nos mienten maestros, profesores, periodistas y cargos y responsables de todo tipo con la misma intensidad y desparpajo.

El revisionismo no es por tanto más que una versión de la mentira como escudo, espada y amenaza. Un instrumento extraordinariamente útil en la gestión cotidiana del poder y los medios de conformación de la opinión pública. Quienes en él se apoyan son los tiranos.

Los españoles tenemos además la desdicha de pertenecer a un país donde estas técnicas han sido tradicionalmente una línea de acción rectora tanto en el interior como desde el exterior, y esto afecta a los fundamentos del sistema. La Leyenda Negra es seguramente nuestro gran ejemplo, pero en Estados Unidos, la mayor democracia del mundo, que se encuentra en pleno suicidio cultural, están alimentando la propia como nunca. En otros lugares, como por ejemplo Italia, el revisionismo también crece y apunta incluso a pasajes como la ocupación nazi.

La polémica suscitada con ocasión del artículo del periodista Massimo Fini "La pietà di Pedro" (Il Fatto Quotidiano), el pasado día 28 de abril, donde los aliados quedan peor parados que los ejércitos nazis, resulta de enorme interés. Cierto es que mientras esto sucede también surgen genialidades como el libro titulado 1922, de Francesco Bogliari. Una recopilación de los titulares de los principales periódicos de aquella época, sin comentarios ni glosas de ningún tipo. Sólo titulares, y que cada cual lea y concluya sobre los motivos de la revolución que supuso el nacimiento del fascismo.

Y luego está la barbarie de la cancelación, que es un estadio más avanzado de la mentira y el revisionismo. Si hablamos de ella es porque la acción autoritaria ya es un hecho. No estamos ante planteamientos o mensajes que se pueden compartir o no, sino ante actos concretos, perfectamente reconocibles y encaminados a la implantación hegemónica de una ideología o una determinada visión del mundo, la historia y sus protagonistas, con exclusión de cualquier crítica, punto de vista o alternativa.

La cancelación no sólo consiste en eliminar una estatua del paisaje urbano, una cruz de un escudo deportivo o lugar de interés, una efeméride del calendario porque incomoden a no sabemos qué colectivo, tampoco se limita a descatalogar libros o eliminar cuadros e inscripciones de una universidad por el pasado de sus protagonistas, o que un periódico deje de informar sobre la tauromaquia. Adornar el paisaje urbano con las consignas, referencias o colores que interesan, obligar a usar un determinado lenguaje, promover activamente determinadas lecturas con exclusión de otras o producir masivamente determinados contenidos audiovisuales y destinar a su difusión millones, forma parte del mismo fenómeno. Por no hablar de invisibilizar o visibilizar en función de no se sabe qué exactamente.

En la Antigüedad existió como cancelación el ostracismo y la pena damnatio memoriae, en la Edad Media en ocasiones se cancelaba si cabe de manera más contundente, como en el Absolutismo. Luego llegó Destut de Tracy con su invento de la ideología. El mecanismo contemporáneo para, en última instancia, cancelar adversarios, favorecer el control del poder e incluso llevar la opinión pública y el sistema mismo a la irracionalidad. La Alemania nazi supuso apogeo de esta estrategia. Recuérdese que aquello empezó precisamente con cancelaciones, como las sucedidas con Alfred Döblin y Heinrich Mann en la Academia de las Artes, tal y como denunció, en la más absoluta soledad, esa heroína que fue Ricarda Huch y que muy pocos recuerdan.

La barbarie de la cancelación es por tanto un signo inequívoco de la decadencia del sistema democrático y el Estado de Derecho. En nuestro país se cancelaba antes y se cancela hoy con diferentes intensidades. En Cataluña, por ejemplo, los poderes públicos llevan años cancelando y la tendencia se ha exportado incluso al resto del territorio nacional de la mano de la práctica totalidad de los partidos políticos que hoy tienen representación parlamentaria. A este proceso contribuyen la literatura, las artes y las producciones audiovisuales, la redenominación de calles, plazas y espacios públicos, además de la monitorización e intervención en los programas educativos.

En el mundo libre hemos visto ya cancelar a figuras de primerísimo nivel como Mark Twain, Harper Lee o Fray Junípero Serra. Escritores como J. K. Rowling tienen problemas similares y cineastas como Woody Allen y otros actores han protagonizado igualmente su cacería. Luego están las cancelaciones de personas relacionadas, aunque sea muy vagamente, con periodos históricos o movimientos, como el franquismo o todo aquello que se considere fascio. Mientras relacionan esto con la democracia, la imagen y presencia de reconocidos criminales comunistas sigue donde siempre. He visto campar a sus anchas en nuestras universidades la propaganda estalinista y bolchevique sin que nadie se alarme ni alce la voz allí donde corresponda.

Es todo muy curioso pero ilustrativo. En alguna ocasión recuerdo a Ferdinand Porsche, que sigue dando nombre a una reconocidísima marca automovilística que patrocina destacadas competiciones deportivas. Dicen algunos historiadores que no fue un nazi, que era miembro del Partido Nazi pero que no hizo suya la ideología nazi. Es decir, que era un oportunista en busca de negocio. Lo mismo podría decirse, no sé, de Henry Ford y tantos otros, pero llama la atención que en la acción de cancelación haya determinada disparidad de criterios. Igual es pura y simple ignorancia de los agentes canceladores o que esto sólo a caba de empezar, no lo sé. El caso es que no creo que Porsche deba cambiar de nombre, como tampoco se le debió cambiar el suyo al Estadio Ramón de Carranza.

Tiendo a pensar que todos estos fenómenos, iniciativas o políticas son el germen de un mal mayor que está por venir. Y si la predicción se cumple, con el deseo de que sea en su menor escala, imagino que, como sucedió después de 1945 en Alemania, luego nadie será responsable ni tenía nada que ver con lo sucedido. Es decir, que todos habremos cumplido órdenes o seremos víctimas. Como en aquella Alemania, donde la culpa de todo era de Adolf Hitler, de Himmler, su camarilla y, no sé, de Magda Goebbles, cuya condición de mujer no fue impedimento para que fuera tan criminal y psicópata como su marido o el propio Führer.

0
comentarios