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Jesús Laínz

Liberticidio en nombre de la libertad

¿Quién dijo aquello de que no hay peores opresores que los que se proclaman apóstoles de la libertad?

¿Quién dijo aquello de que no hay peores opresores que los que se proclaman apóstoles de la libertad?
Sasuka-Pixabay

A finales del siglo XVIII, el Ancien Régime estaba agotado. La sociedad y la economía habían corrido más que unas estructuras políticas todavía sustentadas en los privilegios de la monarquía y la aristocracia. Tan agotado estaba que hasta sus más altos representantes, como María Antonieta, iban a poner flores en la tumba de Rousseau.

Pero la perezosa opresión de Luis XVI no iba a ser sustituida por el bienhechor triunfo de la libertad, sino por el parto del totalitarismo, que iba a anegar Francia en un baño de sangre inimaginable hasta entonces. Robespierre definió su flamante gobierno revolucionario como el "despotismo de la libertad" y advirtió sin disimulo de que "la república consiste en la destrucción de todo lo que se le oponga". Su camarada Carrier, que pasaría a la historia por sus matanzas en la Vendée, fue más claro aún: "O Francia se regenera a nuestra manera o la convertiremos en un cementerio".

Algunos años después, sus discípulos españoles iban a recorrer el mismo camino. En una Constitución fundamental de los libertadores del género humano, editada en 1814 por los masones españoles, se establecía en su artículo 24:

Se perseguirá de cuantas maneras sea dable a todo escritor que se nos oponga. Para una empresa tan sagrada todos los medios son lícitos. Y se procurará desacreditar a todos los que no sigan nuestros principios.

Un siglo más tarde, en 1904, también fue la masonería la principal protagonista de las maniobras de Louis André, ministro de la Guerra, para purgar el ejército francés de mandos considerados derechistas. El ministro encargó el espionaje al Gran Oriente para averiguar si los oficiales o sus familiares iban a misa, si participaban en procesiones, si educaban a sus hijos en colegios religiosos, si tenían amigos curas o reaccionarios, si se declaraban creyentes, monárquicos o antimasónicos o si leían tal o cual periódico. Los veinte mil expedientes redactados fueron clasificados en dos archivos que distinguían los oficiales desafectos, cuyas carreras debían ser obstaculizadas, de los afines, destinados a ser ascendidos.

En 1931 la izquierda española consiguió su mayor triunfo: la proclamación de la República y la redacción de una Constitución que, como lamentaron tantos republicanos ,encabezados por el propio presidente Alcalá-Zamora, arrinconó a media España. Esa Constitución sectaria fue acompañada por una Ley de Defensa de la República destinada a anular buena parte de los derechos garantizados por la propia Constitución, algo insólito en la historia universal del constitucionalismo. Entre otras restricciones, estableció un férreo control de la prensa, prohibió la difusión de noticias que pudiesen quebrantar el crédito del Gobierno, la expresión de opiniones peyorativas sobre las instituciones republicanas, la apología del régimen monárquico o de sus representantes, el uso de emblemas o insignias monárquicas y las huelgas declaradas por motivos que no se relacionaran con las condiciones de trabajo –es decir, las huelgas políticas, que las izquierdas habían organizado continuamente durante las largas décadas de régimen monárquico–. Además, la decisión de anular estos derechos e imponer las correspondientes sanciones no correspondía a los tribunales, sino al ministro de la Gobernación. Y el único órgano ante el que cabía apelar era el propio ministro sancionador, con lo que se privó a los ciudadanos de la posibilidad de acudir a los tribunales.

Esta ley, por lo tanto, anuló la libertad de expresión, la de prensa, el derecho de reunión, el de manifestación, el de asociación, el de huelga y el de tutela judicial efectiva. Por todo ello Miguel de Unamuno, republicano veterano y eminente como pocos, denunció que dicha ley, con su secuela de arbitrariedades y cierres de periódicos de la oposición, otorgaba a los ciudadanos menos instrumentos de defensa que la Inquisición.

Dados estos antecedentes liberticidas, no debería sorprender la sinceridad del presidente del PSOE, Francisco Largo Caballero, al declarar: "Los socialistas no creemos en la democracia como valor absoluto; tampoco creemos en la libertad" y "la democracia es incompatible con el socialismo". Pero la aplastante propaganda izquierdista ha conseguido implantar tanto en España como en el mundo entero el dogma, creído con religioso fervor, de unas izquierdas defensoras de la democracia y la libertad frente a sus malvados enemigos.

Y hoy, casi un siglo después, seguimos en las mismas: es la izquierda la que dicta lo que se puede y lo que no se puede opinar, las estatuas que deben erigirse y las que deben derribarse, los hechos históricos que merecen ser recordados y los que han ser borrados, lo que se puede y lo que no se puede enseñar a los niños, las palabras que se pueden pronunciar y las que no e incluso el significado que tienen que tener; es la izquierda la que decide lo que se puede y lo que no se puede discutir, y cuando se menciona alguna cuestión que le disgusta, zanja la discusión proclamando mayestáticamente que se trata de un debate ya superado; es la izquierda la que establece qué guerras son culpa de los invasores y cuáles de los invadidos; los errores, disparates e incluso los crímenes de los Gobiernos izquierdistas de cualquier época y lugar son siempre disculpables, ya que fueron cometidos con elevados fines; por el contrario, las derechas siempre actúan con mala fe y con objetivos retorcidos; la izquierda es esencialmente moral, bienhechora e ilustrada, mientras que la derecha es esencialmente egoísta, corrupta e ignorante; quien se apunta a la izquierda lo hace siempre por su buen corazón, y quien se opone a ella lo hace siempre por maldad; las medidas que toma la izquierda, incluidas aquellas que llevan décadas evidenciando sus desastrosas consecuencias, son incriticables y aceptadas por la derecha como fijadas para toda la eternidad; y las medidas que toma la derecha son despreciadas por la izquierda y eliminadas a la primera ocasión.

Pero lo más importante es que la dictadura de la corrección política, ese nuevo evangelio dictado por la izquierda para acallar las opiniones discordantes en nombre del progreso, la democracia y la libertad, se ha enquistado hasta el hueso en casi todo el mundo, sobre todo en esa parte a la que a duras penas podemos seguir llamando Occidente. Mientras no seamos capaces de extirpar esa dictadura, la libertad de expresión será sólo un bello principio plasmado en las constituciones pero inexistente en la realidad.

¿Quién dijo aquello de que no hay peores opresores que los que se proclaman apóstoles de la libertad?

www.jesuslainz.es

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