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Amando de Miguel

La nueva religión globalista

El conglomerado de organizaciones internacionales que auspician la globalización son, paladinamente, oligarquías.

El conglomerado de organizaciones internacionales que auspician la globalización son, paladinamente, oligarquías.
George Soros | Wikimedia Commons

La ideología globalista no es solo la continuación de la inveterada tendencia a que unos Estados poderosos controlen a otros pequeños o débiles. Para ser efectivo, el globalismo occidental se manifiesta en una serie de propuestas sedicentemente progresistas, esto es, escoradas a babor. Comprende estos extremos:

1) El feminismo doctrinario.

2) El ecologismo radical.

3) La liquidación de ciertos valores tradicionales (familia, patria, propiedad, libertad).

4) La atenuación de la soberanía de los Estados periféricos frente al refuerzo de los hegemónicos.

Tan intenso es el repertorio de los dogmas progresistas que casi se podría hablar de una nueva religión secular (valga el oxímoron). La analogía no es gratuita. Las propuestas políticas del nuevo credo se aceptan sin discusión, como cuestiones de fe. Por ejemplo, el misterioso cambio climático, la terminología de lo sostenible, la sustitución del sexo por el género (que, a su vez, se decide por el sujeto). Lo más grave es que la unidad tradicional del Estado soberano cede la primacía a vaporosos organismos internacionales, a veces de carácter ocasional. Para completar la semejanza con una secta religiosa, el ecologismo imperante exalta la figura carismática de Greta Thunberg como una especie de metempsícosis de Juana de Arco. Es la que predica el arrepentimiento universal por los pecados contra el cambio climático. Tampoco podían faltar los herejes: los que osan dudar de los dogmas establecidos. Es básico el ritual del cónclave de los poderosos, los del G-7 o el G-20, las cumbres y foros sobre el cambio climático o la perspectiva de género. Como símbolo, podemos destacar la figura de George Soros, a título de gran ecónomo de la nueva religión civil. Es un prominente especulador, archimillonario y filántropo. Se siente investido con la misión de propulsar las oleadas de emigrantes africanos o asiáticos a Europa. Esto es lo que se llama multiculturalismo. Para rematar la faena, alienta algunas de las causas secesionistas en los países europeos. Como decía el fraile de la clásica narración festiva: "Todo es bueno para el convento. (Y llevaba una puta al hombro)".

No es solo una cuestión de doctrina. En la realidad, unas pocas imponentes empresas (principalmente, en los ramos de la informática y la distribución) dominan los respectivos mercados mundiales. Por una parte, consiguen unos inmensos beneficios de escala, que también repercuten en los consumidores. Por otra, desaparecen muchas empresas inveteradas de los países pequeños, periféricos o, simplemente, pobres, que son los más. En ese esquema tan desigual, solo algunos Estados asiáticos han sabido tomar la delantera en ciertos desarrollos parciales. Destaca la posición de China, que es hoy uno de los países hegemónicos. Desde luego, España no se encuentra en el pelotón avanzado, a pesar de que los indicadores productivos proporcionan una medición aceptable.

En cualquier análisis sobre la política internacional sobrevive una queja. Algunos Estados, por mucho que se digan democráticos en sus formas, son más bien excrecencias autoritarias. Lo que está más claro es que el conglomerado de organizaciones internacionales que auspician la globalización son, paladinamente, oligarquías. No les salva de esa tacha que su contenido ideológico sea sedicentemente progresista. El progresismo dominante en los Gobiernos de los países ricos anima a que la tendencia se extienda a muchos países pobres.

La preeminencia de las doctrinas globalistas significa, a la larga, la obliteración del interés público. Se sustituye por la yuxtaposición de unos cuantos intereses particulares muy potentes, que medran a la sombra de los Estados hegemónicos. Aun así, el interés público se sigue definiendo mejor dentro de cada Estado soberano, o que intenta serlo.

Bien es verdad que en muchos países existe una genuina disposición por conocer el panorama internacional, otras culturas. Es claro, por ejemplo, que en los países ricos se registra un nutrido plantel de hispanistas: los que analizan la realidad española o la de los países hispanoamericanos. Sin embrago, no parece una situación simétrica. Dentro de España son contados los estudiosos que realizan investigaciones o dan cursos sobre la realidad de otros países. Podríamos contar con los dedos de una mano el número de sinólogos en las universidades o en el cuerpo diplomático de nuestro país. Sin llegar a tanta exigencia, no son muchos los científicos sociales españoles que hayan dedicado algún trabajo sobre los Estados Unidos de América o el mundo hispanoamericano.

Para ser justos, hay que reconocer este hecho: en los medios de comunicación de los países ricos se despliega un continuo interés por los problemas internacionales. Es lo que en España se comprende, irónicamente, como "el mundo mundial". No obstante, cabe la sospecha de si ese cosmopolitismo no va a desplazar la preocupación por hacerse cargo de los problemas cercanos. Cualquier desajuste inmediato se diluye mucho si se acuerda que se trata de una cuestión que atañe al mundo entero. Precisamente, esa es una divisa de la prevalente ideología progresista: hacer ver que las dificultades de una sociedad o cultura son comunes a todo el planeta. Esa consideración mitiga mucho las culpas o responsabilidades, que podrían adscribirse a las tribulaciones domésticas. "En todas partes cuecen habas", dictamina el refranero español.

Lo verdaderamente grave del conglomerado de ideologías en torno al globalismo es su carácter monista. Quiero decir que, al destacar unos cuantos principios doctrinarios de la acción social, se desentienden de las consecuencias. Se trata, por consiguiente, de una deriva irresponsable. Valga una sola ilustración. Un efecto de las ideologías progresistas, y de su asunción por el vecindario, es el pronóstico de que en una generación asistiremos a un declive demográfico en muchos países. Desde luego, España no va a ser ninguna excepción. Es un dato que ha acompañado a los periodos más oscuros y declinantes de la historia. Desde luego, no puede considerarse sostenible una sociedad en la que se registren más fallecidos que nacidos. Pues a eso vamos, al menos en España.

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