¿A que usted, rencorosísimo lector, sabe perfectamente en qué bando de la guerra civil estuvieron su padre o su abuelo, combatieran o no? Efectivamente, no hay un solo español que no lo sepa. Pero ¿cuántos saben con qué bando de la última guerra carlista simpatizó, o incluso combatió, su tatarabuelo?
Baroja escribió en los primeros tiempos de la posguerra que aquel maldito enfrentamiento entre españoles "no ha dejado más que un reguero de crueldad, de barbarie, de bajeza, un odio escondido que no desaparecerá ni en cien años". Acertó el inclasificable guipuzcoano, pero esos cien años ya han pasado y los adolescentes de hoy se encuentran ante la guerra de 1936 en la misma situación en la que nos encontramos los adultos ante la de 1872: les cae tan lejos que, con la inestimable ayuda de una enseñanza que no les enseña nada, no saben en qué consistió, ni por qué estalló, ni cuáles fueron los bandos ni nada de nada. Lo único que saben, porque eso sí lo han aprendido tanto en el colegio como en el cine y la televisión, es que Franco fue más malo que el lobo de Caperucita.
Nuestros izquierdistas patrios nunca han olvidado la necesidad de avivar sin descanso el fuego vengativo, principalmente desde que propusieran en 2002 la condena del golpe de Estado de julio de 1936 sin mencionar el caos revolucionario organizado por las izquierdas desde febrero de aquel año y el golpe de Estado socialista de octubre de 1934, condena hemipléjica a la que se sumó encantado el PP de Aznar. Y sobre todo desde que, aprovechando aquel precedente parlamentario, el añorado Zapatero plasmase legalmente el rencor en su Ley de Memoria Histórica de 2007. Por eso España es ese extraño país, excepcional en la Europa de hoy, en el que la política no se ocupa tanto del bienestar de los vivos como de la venganza de los muertos.
El comodín de Franco es la carta marcada que saca la izquierda cada vez que necesita amarrar los votos indecisos. Para millones de votantes izquierdistas, casi todos los errores, desmanes e incumplimientos de los Gobiernos de su cuerda pasan a segundo plano cuando se vuelve a poner dicha carta sobre la mesa. En ese momento las críticas se olvidan, los errores se perdonan, los incumplimientos se borran y todos hacen piña para vengarse de la Historia y derrotar a las opciones políticas que, inexplicablemente, siguen identificando con el bando vencedor en 1939. ¿Habría ganado Pedro Sánchez las elecciones del 10 de noviembre de 2019 si no hubiese pisado el acelerador para sacar a Franco del Valle de los Caídos precisamente dos semanas antes? Nunca sabremos la respuesta a esta pregunta, pero no es pequeño el espacio que nos deja para imaginar.
Queda algo más de un año para las próximas elecciones generales, y el Gobierno socialcomunista de Sánchez no puede no haberse dado cuenta de su creciente pérdida de apoyos entre unos ciudadanos descontentos por demasiados motivos. Y si no se había dado cuenta, la contundente derrota de los partidos izquierdistas en las elecciones andaluzas lo ha dejado bien claro.
Por eso no han tardado ni cuarenta y ocho horas desde el domingo electoral en anunciar un nuevo acelerón a las cosas de la llamada Memoria Democrática, incluida la promulgación de la nueva ley, para recuperar simpatías perdidas. Se nos avecinan unos cuantos meses con Franco, José Antonio Primo de Rivera, el Valle de los Caídos y demás asuntos franquistas hasta en la sopa. Porque nuestros gobernantes izquierdistas saben muy bien que, afortunadamente para ellos y lamentablemente para el presente y el futuro de España, muchos de sus seguidores, en vez de con la cabeza, la razón y el sentido común, siguen votando con las tripas.