Un cambio de Gobierno o, incluso, de régimen no significa gran cosa si no sirve para reforzar nuestra democracia; tan debilitada, la pobre. Formalmente, un sistema democrático supone elecciones ordenadas, libertades y un juego parlamentario de dos o más partidos políticos. En la cultura política española, es inútil aspirar al ideal de bipartidismo. Bastante tenemos con limitar legalmente el multipartidismo desbocado para que no funcionen más de una docena de formaciones políticas. Sobre este particular, se imponen algunas reformas sustanciales. La primera es que todos los partidos contendientes traten de representar, expresamente, al conjunto de los españoles. Si solo reflejan las opiniones o intereses de una parte territorial de la nación, los partidos deberían ser tratados como grupos de presión o entidades culturales. Por tanto, no tendrían que llegar a las Cortes Generales (nuestro Parlamento). Debe reconocerse la experiencia de que a muchas figuras públicas les acucia más ser cabeza de una escuálida formación política con el fin de destacar como líderes de opinión. Se añade el caso particular del interés por formar pequeños partidos de centro, que luego acaban siendo un fracaso. Suelen ser vistos, más bien, como operaciones.
Más difícil sería la aplicación de otra reforma, la económica. Los partidos todos deberían funcionar exclusivamente con las cuotas y donaciones de sus afiliados o simpatizantes. Habría que añadir las cautelas administrativas necesarias para que esa fórmula evite las tentaciones oligárquicas. Lo fundamental es que las formaciones políticas no deben recibir financiación pública. Esa norma vendría muy bien para imponer un cierto espíritu de austeridad en la vida pública. El cual podría traducirse, por ejemplo, en que el Congreso de los Diputados no contara con más de 200 escaños. Por lo mismo, los ministros del Gobierno de España no deberían ser más de media docena. Ya, de paso, en cada ministerio, no debe haber cientos de asesores a dedo. En su lugar, se puede aprovechar la experticia de los cuerpos de altos funcionarios que ya están adscritos a cada departamento ministerial.
El principio de austeridad democrática lleva a la consecuencia de que el Estado deje de controlar los medios de comunicación públicos e, indirectamente, los privados. Sería un buen signo de romper, de forma nítida, con la herencia autoritaria franquista. En la misma línea, parece conveniente que el Estado reduzca sustancialmente los gastos de propaganda y, en general, todos los dispendios desmesurados de puro ornato, ahora tan frecuentes. Como es natural, ese objetivo corresponde a una de las funciones principales de las tareas parlamentarias.
Ni que decir tiene que una democracia con un alto grado de apoyo social impone ser más estrictos con el desvío que supone la corrupción política. Me refiero al uso de los dineros públicos para fines espurios. Sin llegar a tanta finura, el presupuesto del Estado no debe contener ningún tipo de subvenciones o ayudas a los sindicatos, las organizaciones patronales y las confesiones religiosas. Se puede añadir la norma de que las oficinas públicas deben cumplir al máximo la obligación de confeccionar datos y estadísticas fiables de utilidad general. La falsedad en tal cometido (por ejemplo, con el fin de servir de propaganda al Gobierno) debe computarse como una forma de prevaricación.
Al final, la democracia es una cuestión de creencias; la principal es la confianza, por parte del vecindario, de que el Gobierno no va a derrochar el dinero de los impuestos. Si se quiere, esa presunción se puede traducir, académicamente, en que se reconoce una suficiente legitimidad a los que mandan. Por tanto, todo es cuestión de grado, de tolerancia o de aguante para los posibles desvíos del ideal. Se reconocerá, así, que el régimen constitucional que nos hemos dado los españoles resulta manifiestamente mejorable. Es más, la auténtica democracia consiste en una continua propensión a corregir errores, pues nunca alcanzará la perfección. Esa es su grandeza.