A Germán González López, soldador y fotógrafo de 34 años, militante de UGT, un par de asesinos de ETA lo acribillaron el 27 de octubre de 1979 cuando acababa de aparcar su coche en la plaza principal de Urrechu (Guipúzcoa). Aquel obrero sobre el que los criminales vaciaron los cargadores de sus pistolas, a plena luz del día, era el primer socialista asesinado por ETA. Había sido elegido como objetivo porque, como había señalado la banda terrorista un año antes, los sindicatos eran, junto con los partidos, cómplices del establecimiento de una "seudodemocracia cuyas bases reales se fundamentan en una dictadura militar y reformada".
Que la ley de "memoria democrática" de Sánchez vaya a sancionar esa lectura infame de nuestro camino hacia la democracia, extendiendo la dictadura más allá de las primeras elecciones democráticas en 1977 y sucesivas hasta las primeras que gana el PSOE en 1982, y más allá también de la aprobación de la Constitución en 1978, representa el epitafio definitivo del "espíritu de la Transición". Y Sánchez lo liquida además bajo la inspiración de quienes siempre jalearon, respaldaron y justificaron a los que trataron de dinamitar, nunca mejor dicho, ese mismo camino hacia la libertad.
Para ahormar la "memoria colectiva" a ese propósito desintegrador y desmotivador, que devuelve a nuestra Nación a las espesuras de la anomalía histórica irresoluble, nada más efectivo que volver a sacar la tierra de las trincheras que habían quedado definitivamente cerradas desde la aprobación de la Ley de Amnistía en 1977. Ni fue una ley de olvido ni de impunidad del régimen —el primer borrador lo presentó el PCE— sino todo lo contrario: justamente porque pesaba sobremanera el recuerdo de la barbarie sobre las generaciones que la habían vivido, se hizo propósito de que no pesara también sobre las futuras generaciones para que entre todas construyeran en paz y en libertad la mejor España que pudieran, como así ha ocurrido en estas últimas décadas salvo por la sangrienta brutalidad terrorista, emboscada en el discurso incivil y excluyente del nacionalismo.
Sánchez se obstina en trazar de manera artificial con esta nueva ley de "memoria democrática" la línea divisoria entre el "ellos" y el "nosotros", a cuento de un pasado ya superado. Una división también generacional, entre los que tienen sus propios recuerdos de aquel pasado, porque lo vivieron o se lo contaron los suyos, y los que deberán suplir su ausencia de memoria, porque no lo vivieron ni se lo contaron, con el producto enlatado y caducado de la factoría orwelliana de Sánchez y sus socios.
Es patético ver al inquilino de la Moncloa parapetado tras la Guerra Civil y el franquismo, como ha hecho esta semana en el debate sobre el estado de la Nación, señalando a un lado y a otro a enemigos espectrales, mintiendo sobre nuestro supuesto liderazgo compartido con Camboya sobre número de desaparecidos, mientras delante de sus ojos los españoles, como la esquelética vaquilla de García Berlanga, deambulan sobre la tierra baldía esperando la hora de librarse del marasmo institucional y la ruina económica de su desgobierno.
Sánchez ha ido limitando su capacidad de visión sobre la España de hoy hasta acabar asomándose a la tronera polvorienta, cegada por telarañas, de un viejo búnker donde vislumbra el futuro de la nación como una pugna entre identidades herméticas. Para servir al intento de segregación en bloques de una sociedad compleja, plural, diversa y fluctuante, nada como una ley que horade las mentes de nuestros chavales con un relato monolítico y monocromo sobre el pasado, para evitarles la tentación de descubrir su complejidad, su infinita tonalidad de grises, y así compadecerse por el sufrimiento de todos y cada uno de los españoles que vivieron aquella barbarie en ambas zonas.
Con abracadabrante desparpajo, la nueva ley llega a justificar la construcción de la "memoria colectiva" como una de las grandes responsabilidades del Estado, argumentando incluso que no es algo nuevo en España, que ya lo hizo antes… Francisco Franco. No cabe mayor desatino, ni mayor prueba de sinceridad, que el que Sánchez reconozca que, en esto de imponer una verdad oficial del pasado, sigue los pasos de su tan manoseado comodín.
Hay un texto que está resultando clarividente a la hora de anticipar este proceso de franquicia desarrollado por Pedro Sánchez con la ley de "memoria democrática". Se trata del manifiesto por la reconciliación nacional elaborado por el PCE en 1956, manifiesto que llevó a mi amigo Santi González a afiliarse al partido, según su propia declaración. "Una política de azuzamiento de rencores puede hacerla Franco, y en ello está interesado, pero no las fuerzas democráticas españolas", decía el citado manifiesto.
Y proseguía: "Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en ‘rojos’ y ‘nacionales’, para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos".
Parece mentira que, más de medio siglo después y con la que está cayendo, Pedro Sánchez aún no quiera entenderlo.