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Cristina Losada

De Fraga a Feijóo, pasando por Pujol

Pocas veces se repara en que hay una tradición en la derecha española que se siente más cómoda en el regionalismo que en el jacobinismo uniformizador.

Pocas veces se repara en que hay una tradición en la derecha española que se siente más cómoda en el regionalismo que en el jacobinismo uniformizador.
Imagen del 15 de enero de 2006 en la que Fraga le da el relevó a Feijóo al frente del PPdeG. | EP/PPDEG

En los primeros años de la autonomía, la derecha política gallega consideraba tan natural e indiscutible que el gallego debía ser la lengua oficial de Galicia, la única, que promovió una ley de normalización lingüística en la que se establecía el deber de conocerlo. Aquello no sucedió bajo la hegemonía de los nacionalistas ni tampoco de los socialistas. Se hizo y se aprobó bajo la presidencia de Gerardo Fernández Albor, del partido Alianza Popular y hombre del que no cabía sospecha de inclinaciones separatistas. Contra aquella ley recurrió al Constitucional el Gobierno de Felipe González, y el TC declaró inconstitucional el deber de conocer el gallego que había aprobado por unanimidad el parlamento regional.

La anécdota permite poner en cuestión una suposición muy arraigada sobre la causa de que los partidos de derechas impulsen y acepten políticas lingüísticas que priman la llamada "lengua propia" y relegan, de una u otra forma, el español, la lengua común. Esta actitud se tiende a ver como un seguidismo acomplejado de los partidos nacionalistas y, a veces, como resultado de un cálculo político rastrero: como los nacionalistas pueden ser necesarios, en un momento u otro, para formar Gobiernos en España, no conviene llevarles demasiado la contraria, y se les deja hacer en todo el ámbito de la ingeniería social dirigida a la "construcción nacional".

Pocas veces se repara en que hay toda una tradición en la derecha española que se siente más cómoda en el mundo fragmentario del regionalismo que en el de un jacobinismo centralista y uniformizador, que es más propio, por lo demás, de ciertas corrientes de izquierdas, aunque éstas, en España, no llegaron vivas a la época de la Transición. La experiencia de la dictadura franquista ha producido, ahí, una distorsión. La simplificación que identifica a la derecha con el franquismo y al franquismo con el centralismo y la uniformidad, incluida la lingüística, ha hecho que esa tradición de parte de la derecha española quede fuera del mapa, como si no hubiera existido. Pero existió.

A aquella tradición acudieron muchos de los partidos de derechas que se formaron para competir en el nuevo espacio político de las comunidades autónomas. De ahí que incluso Alianza Popular, fundada por Manuel Fraga con ministros de la última etapa franquista, en su rama autonómica gallega fuera más allá de lo que permite la Constitución a la hora de implantar la "lengua propia", y que lo hiciera sin ánimo de alentar un sentimiento separatista.

El galleguismo de derechas no hubo que inventarlo, porque había existido. Igual que, en paralelo, el de izquierdas. Y el galleguismo de derechas —el PP de Galicia se define como galleguista— tiene la defensa y promoción de la lengua gallega como una de sus banderas principales. La tiene, además, en el marco de un relato que comparte elementos con el nacionalismo propiamente dicho. En ese relato, la lengua es la seña de identidad por antonomasia y el más valioso patrimonio cultural, y a la hora de abordar su decadencia, cae en el victimismo. El retroceso de la "lengua propia" se achaca no a procesos de elección de sus hablantes, sino a imposiciones del poder político. La ley de 1983, por ejemplo, dice que el "proceso histórico centralista" impidió el desarrollo de "nuestra cultura genuina" y de ese modo sometió al pueblo gallego a la "despersonalización política"y la "marginación cultural".

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La manera un tanto ingenua en que la derecha gallega asumió la normalización lingüística en los primeros años de la autonomía, pronto dio paso a una política mucho más deliberada. Para entonces, las cartas ya estaban boca arriba. El tirón de los partidos nacionalistas era un hecho innegable en Cataluña y el País Vasco. El nacionalismo aparecía como el gran defensor de "lo nuestro", como el conseguidor por excelencia. Y, además, conseguía. La carrera por tener más y más competencias estaba en marcha. La autonomía que se despistara y quedara atrás, lo iba a pagar caro. Es decir: lo iban a pagar caro los que estuvieran gobernando y no lograran lo que conseguían otros.

En ese nuevo mundo autonómico en ebullición, para el PP de Galicia y Fraga, su líder indiscutido, retornado de Madrid, el galleguismo ya no era sólo una reliquia venerable, sino la fuente de legitimidad de la autonomía política. Porque la autonomía —eso estuvo claro desde el principio y para todos— no podía ser solamente el resultado de una decisión política en favor de una forma descentralizada del Estado. La autonomía tenía que nacer de las brumas célticas del romanticismo nacionalista y vivir encerrada entre las nieves perpetuas de la mitología de la identidad.

El galleguismo y su estandarte se iban a presentar oportunamente para el PP como la fortificación desde la que mantener a raya a un nacionalismo en alza. El diseño de una política lingüística destinada a revertir el retroceso impuesto por aquel "proceso histórico centralista" va a hacer de ella una herramienta de poder, pero se justificará como necesaria para achicar el espacio del nacionalismo. La paradoja es que con el fin aparente de evitar el crecimiento del nacionalismo se hace, en este terreno, prácticamente lo mismo que el nacionalismo.

El PP gallego compite con el nacionalismo en su propio campo para poder decir: no hace falta que votéis al nacionalismo, porque lo (bueno) que hace el nacionalismo ya lo hacemos nosotros, y sin el (mal) corolario separatista. Compite y mira de reojo. Como es en Cataluña donde primero y más se desarrolla la política lingüística de exclusión del español, se imita lo que allí se hace. Es Pujol el que marca el camino, en eso como en tantas cosas.

Las dosis de normalización nunca son suficientes. Esto es así por definición, ya que la meta propuesta es deshacer lo hecho por el infausto centralismo y regresar a una Galicia imaginaria en la que el único idioma existente era el gallego. En 2004 se aprueba, y seguimos con Fraga, una Plan Xeral de Normalización Lingüística para extender la normalización a todos los sectores y rincones de la sociedad. Y cuando se dice normalización, ya se sabe qué se quiere decir: dejar de usar el español. La meta es un país lingüísticamente puro, no contaminado por el idioma intruso, implacable y arrollador. Con tales cimientos, el Gobierno bipartito de los socialistas y el Bloque, que puso fin a la era Fraga, sólo tuvo que continuar y dar una vuelta de tuerca.

Los primeros próceres de la autonomía consideraban natural que el gallego fuera, en puridad, la única lengua oficial. Si no podía ser "de iure", que lo fuera "de facto". Y, a fin de cuentas, lo consiguieron, si por lengua oficial entendemos la que aparece en todo lo que lleva el sello de la oficialidad. La norma se impuso sola. Es norma, y norma cumplida a rajatabla, que la política autonómica se tiene que hacer en gallego y sólo en gallego. No importa que el gallego que se use no sea realmente gallego y se parezca poco al de sus verdaderos hablantes. La norma únicamente exige que se represente su cumplimiento, y con esa representación ritual se confirma una y otra vez que en Galicia sólo hay una lengua oficial. En el mundo de la política, en todo el ámbito público, no hay bilingüismo que valga.

Cuando Feijóo habla del "bilingüismo cordial", dice que eso es lo que se practica en Galicia y afirma que lo quiere como modelo para otros lugares, está obviando tanto esa realidad como muchas otras. Está obviando que todo el aparato de poder autonómico está dedicado a tomar partido por una lengua frente a otra. No es neutral. No acepta, sin más, la elección lingüística que hagan los ciudadanos y se limita a respetarla, sino que se aplica a incentivar el uso de una lengua y a desincentivar el uso de la otra. La manera en que se ha abordado la coexistencia de dos lenguas desde el principio mismo es contraria a la igualdad. Cuando los poderes públicos toman partido por una de las lenguas, no fomentan la convivencia sino la conflictividad. El bilingüismo no necesita adjetivos. Necesita respeto y equilibrio. No hay ninguna de las dos cosas si el principio rector dicta que de las dos lenguas que coexisten, sólo una es la lengua legítima.

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