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José García Domínguez

La inmersión tiene los días contados

En lugar alguno del mundo ha ocurrido algo similar bajo un marco político liberal-democrático mínimamente homologable.

En lugar alguno del mundo ha ocurrido algo similar bajo un marco político liberal-democrático mínimamente homologable.
Manifestación en Cataluña en defensa de la inmersión lingüística. | EFE

Más allá de la obvia evidencia de que la inmersión lingüística obligatoria que se practica en la red escolar catalana constituye una manifiesta violación de los derechos individuales de los alumnos y padres que la sufren contra su voluntad, lo que llama la atención de ese régimen único en el mundo, pues en ningún otro lugar, incluido Canadá, existe nada similar, es la manifiesta facilidad con la que sus promotores lograron imponerlo al grueso de la población en un marco político formalmente democrático. Así, visto el proceso a estas alturas, ya con una cierta perspectiva histórica, lo en verdad desconcertante remite al hecho de que unas autoridades educativas emanadas de las urnas no sólo se propusieran expulsar de la formación escolar reglada el idioma materno de la mitad de la población, amén de lengua conocida y usada de forma cotidiana por la otra mitad, sino que consumasen su empeño con una resistencia mínima, apenas testimonial. Insisto, en lugar alguno del mundo había ocurrido algo similar bajo un marco político liberal-democrático mínimamente homologable. Aunque sí existen precedentes, en cambio, en regímenes con rasgos autoritarios, como el caso, por ejemplo, de la estricta prohibición del idioma inglés y la imposición del monolingüismo malayo en los colegios de Malasia tras la descolonización, una de las razones que motivaron la creación del Estado de Singapur en 1965 a instancias de la minoría étnica china.

Por tanto, la gran cuestión reside en saber cómo pudo ser posible que se consumara eso en aquella Cataluña de la Transición. Asunto que, como siempre sucede con todos los fenómenos sociales complejos, no posee una explicación ni simple ni unívoca. Explicación multicausal, por lo demás, cuyo núcleo último compartiría elementos con lo que está ocurriendo, y justo ahora mismo, en la parte de la comunidad escolar de Cataluña procedente de la inmigración sudamericana, un estrato cada vez más numeroso desde el cambio de siglo. Y es que, al igual que ocurrió durante la década de los ochenta tras la imposición del modelo monolingüe vernáculo, la oposición activa por parte de ese grupo específico, el más afectado por la política lingüística nacionalista, resulta prácticamente inexistente. Contraintuitiva pasividad general frente a una práctica docente lesiva tanto para sus derechos individuales como para el normal proceso de aprendizaje, la muy contemporánea de los castellanohablantes de origen latinoamericano, que únicamente se puede comprender desde un punto de vista lógico si antes se repara en las dos circunstancias específicas que concurren en ese segmento de población. La primera, su condición de extranjeros afincados en un territorio perteneciente a una nación distinta a la suya. La segunda, la generalizada aceptación e interiorización psicológica por su parte de ser titulares de una condición personal ajena a la propia de la ciudadanía plena, estatus que correspondería solo a los habitantes autóctonos del territorio donde residen.

Comprender el mutismo de los latinoamericanos hoy es comprender el parejo silencio resignado de los padres y madres procedentes de los desplazamientos de población internos de la década de los sesenta cuando la Generalitat procedió de idéntico modo con sus hijos. Porque a todos aquellos padres y madres, primero se les dio a entender que eran extranjeros muy generosa y paternalmente "acogidos" en Cataluña (la cantinela cansina de que Cataluña es "tierra de acogida" constituye con toda seguridad el mensaje repetido más millones de veces en el discurso oficial de políticos y medios de comunicación locales a lo largo del último medio siglo). Y segundo, en buena medida, se consiguió también que interiorizaran esa condición civil subordinada que se les trataba de inculcar, la propia de poseedores de una suerte de ciudadanía incompleta y precaria. Un chantaje psicológico ejecutado con ejemplar pericia profesional y llevado a cabo en el momento temporal oportuno, justo poco después de la desaparición de la dictadura, cuando todavía resultaba políticamente factible identificar la defensa del idioma castellano con la extrema derecha y el régimen de Franco. He ahí la razón primera de que aquel experimento tan arriesgado no tuviera ninguna consecuencia punitiva para sus promotores. Una absoluta impunidad electoral, la que disfrutarían todos los partidos integrados en el consenso catalanista sobre la lengua, algo que abarcaría en la práctica a la totalidad del arco parlamentario doméstico, que, sin embargo, no hubiera resultado factible en el caso de hablar existido una élite intelectual en Cataluña dispuesta a dar la batalla del idioma. Pero no la hubo entonces y sigue sin haberla hoy.

Así, más allá de los cuatro casos aislados que ahora mismo acudirán a la mente del lector, los creadores de opinión que podrían haber movilizado a la masa crítica castellanohablante siempre han rehuido esa causa. Y la razón de su espeso silencio crónico resulta, por lo demás, muy humana y comprensible. Ocurre que los intelectuales comprometidos también tienen que comer todos los días, además de pagar facturas de la electricidad cada final de mes. Y dentro del pequeño y endogámico ecosistema cultural y mediático catalán, la disidencia lingüística significa, simplemente, no poder volver a trabajar nunca más en nada relacionado con ese ámbito. Otro chantaje, aunque este nada psicológico. De todas esas circunstancias sumadas procede el que haya habido que esperar cuarenta años antes de que irrumpiera en el foro público una contestación numéricamente significativa a la inmersión. Porque los padres que hoy reclaman los derechos lingüísticos de sus hijos en la calle y en las salas de los juzgados, a diferencia de sus propios padres en los años ochenta, saben catalán, primero, y se saben catalanes, segundo. Con ellos, pues, el muy hipócrita paternalismo castrador de identidades ajenas ya no funciona. Esa basura, la inmersión, tiene los días contados.

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