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Emilio Campmany

Putin y la bomba

La historia de la Guerra Fría está indisolublemente unida a la de la bomba. Putin está colocando a Occidente en la necesidad de derrotarle.

La historia de la Guerra Fría está indisolublemente unida a la de la bomba. Putin está colocando a Occidente en la necesidad de derrotarle.
Bomba nuclear | Pixabay/CC/AlexAntropov86

La historia de la Guerra Fría está indisolublemente unida a la de la bomba. Si el conflicto entre los Estados Unidos y la URSS nunca llegó a ser caliente es gracias a ella. Desde el principio, la capacidad de destrucción del artefacto empujó a la comunidad internacional a intentar limitar su proliferación. Hubo propuestas norteamericanas y soviéticas y todas fracasaron inicialmente. Por un lado, los rusos no querían limitar la producción hasta haber ellos alcanzado la paridad. Por otro, los estadounidenses preferían seguir haciendo ensayos hasta dominar la tecnología. Y, en cualquier caso, siempre estaba presente el obstáculo de que los rusos se negaban a permitir inspecciones en su territorio.

En marzo de 1954, Estados Unidos probó su primera bomba de hidrógeno, que se demostró mucho más destructiva de lo esperado hasta el punto de afectar a unos pescadores japoneses (uno de ellos murió y los otros resultaron gravemente heridos) que estaban faenando lejos de la zona de exclusión decretada por las autoridades estadounidenses. Seis años más tarde, en octubre de 1961, los soviéticos hicieron el ensayo de una bomba de 58 megatones, una potencia tres mil quinientas veces más elevada que la de la bomba de Hiroshima. Y, sin embargo, la preocupación en Moscú seguía siendo que el arsenal norteamericano era muy superior al ruso en el número de cabezas, lo que les hacía temer que serían en todo caso derrotados en un hipotético enfrentamiento nuclear fuera quien fuera el primero en apretar el botón.

Jrushchov calculó que la paridad no se alcanzaría hasta finales de los sesenta y, mientras incrementaba el arsenal de misiles balísticos intercontinentales capaces de alcanzar el territorio norteamericano desde el soviético, trató de encontrar la manera de disuadir a Washington de la tentación de atacar a la URSS abusando de su abrumadora superioridad. Para colmo de males, la posición rusa empeoró cuando Kennedy desplegó entre noviembre de 1961 y marzo de 1962 quince misiles Júpiter de alcance medio en la frontera turco-rusa. La ocasión de tomar medidas que compensaran la desigualdad en la que se veía Moscú provino de las consecuencias del intento en abril de 1960 de desembarco en Cuba, en la Bahía de Cochinos, de unos rebeldes cubanos financiados y respaldados por Washington. Aunque la invasión fracasó, Fidel Castro pidió ayuda militar a los rusos a fin de evitar un nuevo intento. Jrushchov vio que atender la petición de Castro resolvería muchos de sus problemas. En vez de enviar ayuda militar convencional, que era lo que le había pedido Fidel, decidió desplegar misiles nucleares de alcance medio en la isla capaces de alcanzar el territorio de los Estados Unidos desde allí. De esta forma compensaría la desigualdad en misiles estratégicos, plantearía una amenaza paralela a los misiles Júpiter desplegados en Turquía y demostraría al resto del mundo su disposición a proteger de las injerencias norteamericanas a los países que, por muy próximos que estuvieran geográficamente a los Estados Unidos, adoptaran un régimen comunista.

En octubre de 1962, el mundo estuvo a punto de deslizarse hacia el holocausto nuclear cuando Kennedy decidió que de ninguna manera toleraría que se desplegaran armas nucleares en Cuba. En trece días, la crisis se resolvió con la retirada del armamento nuclear de la isla, la promesa norteamericana de no volver a intentar invadirla y la discreta retirada de los misiles norteamericanos Júpiter desplegados en Turquía.

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A finales de los sesenta, ya con Brezhnev, la Unión Soviética alcanzó la paridad y pudo comenzarse a hablar seriamente de tratados de limitación de armamentos nucleares. En lo primero en que se pusieron de acuerdo norteamericanos y soviéticos fue en acordar que era más seguro que tan sólo ellos, además de los británicos, que eran potencia nuclear desde 1952, tuvieran armas nucleares. Los tres firmaron el tratado de no proliferación en 1968 e invitaron al resto de países a unirse a él. Francia y China, que ya habían realizado sus primeros ensayos en 1960 y 1964 respectivamente, no lo firmaron, aunque finalmente lo hicieron en 1992, tras ser reconocidos con los otros tres como las únicas cinco potencias a las que se les permite poseer armas nucleares. Hoy el tratado está suscrito por prácticamente todos los países del mundo menos Israel, Pakistán, India y Corea del Norte, que son potencias nucleares, pero no reconocidas por el tratado. Con independencia de la teórica obligación jurídica de cumplir lo que se firma, lo que de verdad impulsa a las potencias no nucleares a respetarlo es el compromiso de las que sí lo son a no agredir con bombas atómicas a ningún país que no las tenga. A cambio, éstos renuncian a proveerse de ellas. El sistema ha funcionado de manera bastante satisfactoria hasta hoy.

Luego, norteamericanos y rusos firmaron en 1972 los primeros acuerdos de desarme nuclear (SALT I) por los que se limitó el número de misiles intercontinentales que cada uno tendría, partiendo del hecho de que poseían los suficientes como para destruir al otro varias veces. El acuerdo garantizó que, teniendo los mismos, el hipotético atacante no podría destruir todos los del enemigo, lo que consentiría a éste devolver el golpe con la suficiente energía. A esta situación se la denominó de Mutua Destrucción Asegurada (MAD, que significa "loco" en inglés) y que fue lo que mejor garantizó en la práctica que no se llegara al holocausto nuclear.

Mientras, en Europa, desde los cincuenta se fue haciendo patente un grave problema estratégico de difícil solución. El ejército convencional soviético era mucho más fuerte que los occidentales, incluidas las fuerzas norteamericanas desplegadas en Europa. Era evidente que estas fuerzas serían incapaces de frenar una invasión soviética con armas convencionales. Mientras Estados Unidos disfrutó de su monopolio nuclear, la amenaza de recurrir a la bomba pudo disuadir a los rusos de atacar no obstante su abrumadora superioridad numérica. Luego, cuando a partir de 1949, la URSS tuvo armas nucleares, la superioridad norteamericana en esta clase de armamento permitió creer que los rusos no se arriesgarían a atacar. Pero, alcanzada la paridad, ¿cómo podía evitarse que los rusos invadieran Alemania? ¿o es que en tal caso Washington tiraría una bomba sobre Moscú aceptando el riesgo de que los soviéticos se lo devolvieran planchando Nueva York?

Con independencia de que los estadounidenses estuvieran o no dispuestos a hacerlo, es evidente que la amenaza no era creíble y por la tanto la opción de invadir con medios convencionales la Europa occidental se suponía cada vez más atractiva para Moscú. Hubo que elaborar una respuesta estratégica a esta posible contingencia. Se llamó "respuesta flexible" y consistía en que los norteamericanos harían lo que fuera siendo necesario para rechazar este ataque conforme se fuera planteando. Elemento fundamental de esta estrategia fueron lo que se llamaron armas nucleares tácticas, pequeñas bombas atómicas pensadas, no para ser utilizadas contra ciudades, sino en el campo de batalla, contra grandes masas de unidades militares y blindados avanzando durante la invasión de una región. Se pensó que, dado que la ventaja rusa consistía en el gran número de tropas de que disponía y de que necesariamente atacarían muy concentradas para hacer valer su superioridad numérica, estas pequeñas bombas servirían para frenar su avance causando en ellas numerosas bajas hasta detenerlas. No había seguridad de que la fórmula funcionara porque las bombas tendrían que ser arrojadas en el territorio invadido, es decir el propio, afectando a su población civil tanto o más que al invasor. Tampoco estaba claro que bastaran para detener el avance si el enemigo acertaba a dispersarse. Y finalmente estaba el hecho de que no se podía entrar a recuperar el territorio bombardeado durante un prolongado espacio de tiempo debido a la contaminación radioactiva causada por el bombardeo. No obstante, dado que ésta era la única solución disponible, se dio por buena hasta que en la época de Reagan se desplegaron en Europa los misiles Cruise y Pershing II para completar la respuesta prevista a una posible agresión soviética.

Al final, la URSS se descompuso sola y terminó la Guerra Fría sin haber llegado a ser caliente. La desmembración dio lugar a un seísmo de alguna manera forzado. Las repúblicas soviéticas, creadas artificialmente por Lenin, se independizaron de la Federación rusa como si todas ellas hubieran sido Estados independientes que voluntariamente se integraron en la Unión Soviética y, ahora que dicha Unión había desaparecido, recuperaran su libertad. En cualquier caso, Rusia reconoció la independencia de todas ellas y, en el caso concreto de Ucrania, como en el de las otras repúblicas donde había desplegadas armas nucleares, a cambio de que ésta entregara las muchas que había en su territorio, recibió la garantía de que Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia defenderían su integridad territorial. Esto fue lo que se pactó en el Memorándum de Budapest de 1994.

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Desde que Putin llegó al poder en enero de 2000, Rusia se ha esforzado por recomponerse como gran potencia. La idea del viejo espía era establecer una esfera de influencia en las repúblicas exsoviéticas y luego ir avanzando en los países que en su día estuvieron subordinados a la URSS. En Asia Central no ha tenido Putin ningún problema. En el Cáucaso se puso del lado de los rebeldes de Osetia del Sur y de Abjasia, que quieren ser independientes de Georgia, a la que tiene más o menos controlada tras haberla invadido en 2008, cuando Tiflis intentó someter a las provincias rebeldes. En el conflicto entre armenios y azeríes por el control de Nagorno Karabaj, Moscú respalda a los primeros. En Moldavia apoya la independencia de facto de Transnistria y a la misma Moldavia la tiene tan sujeta como a Georgia. Bielorrusia se ha convertido en un fiel satélite y Lukashenko obedece sin problema las órdenes de Putin. Así pasaba con Ucrania. Hasta que, en 2013, una revolución derrocó al Gobierno prorruso de Yanukóvich. Putin decidió que era intolerable que Ucrania pretendiera liberarse de la influencia rusa. La crisis de 2014 se saldó con la anexión casi pacífica de Crimea y la guerra del Donbás, donde una serie de rebeldes prorrusos, respaldados por Moscú han intentado independizarse de Ucrania sin lograrlo del todo, pero sin que Kiev se decidiera a someterlos precisamente para evitar una guerra con Rusia que al final ésta ha desencadenado de todas formas.

Aún así, la situación de independencia del resto de Ucrania seguía siendo intolerable para Putin por la importancia del propio país y por el ejemplo que pudiera ser para otros. De forma que, en febrero de este año decidió invadirla, con la esperanza primero de que el Gobierno de Kiev fuera derrocado y en su lugar ascendiera otro favorable al sometimiento a Moscú. Luego, renunció a este objetivo y se conformó con ocupar las provincias del Donbás y las que están bañadas por el Mar de Azov para unir por tierra la península de Crimea con el resto de Rusia. El avance ruso fue por tanto mucho más lento de lo esperado, pero Putin podía confiar en que con el tiempo consolidaría sus moderadas conquistas y podría, más adelante, seguir avanzando. Sin embargo, a finales de este agosto, Ucrania, gracias a la determinación de su presidente y de su ejército y al suministro de sofisticadas armas occidentales, ha sabido montar una enérgica contraofensiva con la que está recuperando una parte considerable del territorio ocupado en su día por el ejército ruso.

La respuesta de Putin ha sido acelerar la anexión de las cuatro provincias más o menos ocupadas (Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón), a las que ha convertido oficialmente en territorio ruso; decretar una apresurada movilización parcial para enviar a la guerra a cientos de miles de jóvenes rusos; y advertir de su disposición a emplear armas nucleares si fuera necesario. Examinemos en detalle esta última cuestión.

¿Cuán seria es la amenaza nuclear de Putin?

A estas alturas, está claro que Putin está dispuesto a todo con tal de vencer en esta guerra. Se ha hecho evidente que sus esperanzas de que el Gobierno de Zelenski cayera cuando atronaran los primeros cañones era infundada. Se ha demostrado la incapacidad de su ejército para derrotar decisivamente al ucraniano. No sólo, sino que está igualmente probada su imposibilidad para conservar el territorio ocupado. La moral es baja; la formación, escasa; el armamento, obsoleto; la logística, defectuosa y las tácticas, inadecuadas. Con lo único que cuenta Putin es con la capacidad de bombardear objetivos civiles y generar terror, pero ni eso parece suficiente, pues la brutalidad demostrada en el trato a la población civil no ha hecho más que redoblar la voluntad de prevalecer del pueblo ucraniano. Ya la decisión de invadir fue un error, aunque sólo fuera porque sirvió para demostrar las carencias del supuestamente temible ejército ruso. Pero la decisión de continuar con la invasión a pesar de todas las carencias demostradas es una equivocación mucho más gruesa porque se está demostrando que Putin no tiene forma de ganar esta guerra con medios convencionales. Mucho más cuando, por las atrocidades cometidas y por el desprecio hacia el derecho internacional demostrado, ha dejado a Occidente sin otra salida que la de no tolerarle ganar esta guerra en la medida en que baste la ayuda armamentística al ejército ucraniano para lograrlo. Y se está demostrando que el armamento occidental es muy superior al ruso, ya que con esa limitada ayuda el ejército ucraniano es capaz de vencer.

¿Entonces? Lo único que le queda a Putin es la bomba. Pero ésta tiene un ulterior inconveniente. Sin necesidad de llegar a usarla, desde el momento en que ha amenazado con recurrir a ella, está colocando a Occidente en la necesidad de derrotarle, no ya para proteger la integridad territorial de Ucrania, sino para un objetivo mucho más importante, salvar el sistema internacional de no proliferación. Si se permite que una potencia nuclear se apropie del territorio de otra que no lo es amenazando con tirarle una o varias bombas atómicas, ¿qué harán los países que han firmado el tratado y que, teniendo capacidad para proveerse de armas nucleares, no lo han hecho en la convicción de que nunca serán atacadas con ellas? La pregunta se responde por sí sola. La situación internacional a la que conduce permitir la victoria rusa para evitar que se vea tentada de arrojar una bomba atómica en Ucrania es sencillamente inaceptable. Como lo era para Kennedy que la URSS desplegara misiles nucleares en Cuba.

Por otra parte, anexionadas estas cuatro provincias ucranianas y obligada Ucrania a soportarlo para no ser bombardeada por Rusia, ¿qué garantía hay de que Putin no seguirá anexionando territorios con el mismo modus operandi? Ninguna. Al contrario, él o sus sucesores se verán atraídos por la oportunidad de reconstruir el imperio soviético a base de amenazar con bombardear a quien se oponga a ello. De hecho, es lo que ha ocurrido tras anexionar Ucrania en 2014. Se le consintió y ahora, ocho años más tarde, viene a por más.

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Hemos visto cómo en plena Guerra Fría se elaboró una teoría mediante la cual sería legítimo para Occidente emplear armas nucleares tácticas en el campo de batalla para defenderse de una hipotética invasión soviética. Gracias a Dios no hubo ocasión de poner a prueba tal modo de enfrentar una invasión. Sin embargo, hay que recordar que al final de esa guerra, Occidente destruyó la mayor parte de sus pequeñas bombas atómicas por su falta de practicidad, detectada como se ha expuesto en el mismo momento en que la estrategia para su uso se elaboró. Esos problemas son los mismos que tiene Putin. Si éste se decidiera a utilizarlas contra las fuerzas ucranianas que están llevando a cabo la contraofensiva, tendría que asumir que no bastará tirar una, sino que tendrían que ser varias, dada la dispersión con la que ataca el ejército ucraniano. Tendría que asumir el rechazo que provocaría el bombardeo entre la población de los territorios defendidos por las víctimas civiles y por la contaminación provocadas. También tendría que asumir el riesgo de que, gracias al viento, la radioactividad alcanzara a sus propias tropas o incluso el territorio ruso y dañara a su población civil. Todo lo cual significa que ni siquiera la utilización del arma nuclear con fines tácticos garantiza la victoria. Y eso sin contar con que, en caso de recurrir Putin a ella, Occidente suministraría al ejército ucraniano armas mucho más sofisticadas y de mayor alcance de las que ahora le proporciona.

La alternativa a la utilización en el campo de batalla del arma nuclear es la de arrojarla sobre una pequeña ciudad, utilizando un arma táctica con los típicos fines del bombardeo estratégico, esto es, diezmar a la población civil obligando al ejército que lucha en su nombre a rendirse para no seguir sufriendo insoportables bajas. Para bien o para mal, esta es la única forma de recurrir al arma atómica que le da a Putin una perspectiva de victoria. Occidente podría contestar bombardeando una ciudad rusa de parecido tamaño, pero esto significaría quizá el inicio de una escalada que podría acabar en el holocausto nuclear. No es razonable ni quizá deseable esperar que lo haga. Pero, si Putin gana esta guerra a base de su arsenal nuclear, el mundo se volverá a la larga mucho más peligroso, no sólo porque Rusia seguirá tentada a corto plazo de recurrir a él para satisfacer sus ambiciones imperiales, sino porque en el más largo los demás se armarán para defenderse y entonces los conflictos nucleares serán mucho más probables. El dilema al que puede tener que enfrentarse Occidente tiene mala solución.

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