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Emilio Campmany

Los pasos hacia la guerra

Ahora es tarde para salvar a la vez la cara de Putin y la independencia de Ucrania. Una de las dos tiene que perder. Ya veremos cuál.

Ahora es tarde para salvar a la vez la cara de Putin y la independencia de Ucrania. Una de las dos tiene que perder. Ya veremos cuál.
Ataque con misiles rusos sobre Kiev el 10 de octubre de 2022. | Europa Press

Putin culpa a Lenin de haber sembrado la posterior disolución de la URSS con la creación de las repúblicas soviéticas como espacios distintos del de Rusia. También responsabiliza a Jruschov de haber entregado a la república socialista soviética de Ucrania la península de Crimea, que debería haber seguido siendo rusa por historia y cultura. Según él, estas arbitrariedades resultaron letales para Rusia cuando se derrumbó la URSS porque dieron la independencia a un territorio, el de Ucrania, que pertenecía culturalmente y étnicamente a Rusia y que nunca había sido independiente y nunca debería haber llegado a serlo. La integración en Occidente y en la OTAN de esta región de Rusia indebidamente separada de ella habría sido una afrenta intolerable. Esta manera de ver las cosas, tenga lo que tenga de legítima, es común a una gran mayoría de rusos. Lo que Putin no quiere subrayar sin embargo es que, en la desmembración de la URSS, Ucrania no tuvo una especial responsabilidad, como no la tuvo ninguna de las otras repúblicas. El movimiento disolvente se inició en la propia Rusia por iniciativa de Boris Yeltsin, que se negó a aceptar la primacía de la legislación soviética sobre la aprobada por el parlamento de la federación rusa en lo que se llamó la "guerra de las leyes". Lo único que hizo Ucrania, como el resto de repúblicas, fue unirse a este movimiento centrífugo puesto en marcha desde Moscú.

También existe la creencia de que fue Estados Unidos quien empujó a Ucrania a desligarse de Rusia. No es cierto. George Bush padre dio en agosto de 1991 en el Parlamento ucraniano el famoso discurso del "pollo Kiev" (así lo llamó William Safire en el New York Times, haciendo un juego de palabras con una receta culinaria por considerarlo un discurso cobarde). En él previno a los representantes del pueblo ucraniano contra la posibilidad de sustituir una dictadura remota por un despotismo local basado en el odio étnico. En aquella época, los demócratas en la oposición querían ganarse al electorado emigrante de los países del Este de Europa y defendían la independencia de Ucrania. Los republicanos en el poder eran mucho más prudentes y habrían preferido que Ucrania siguiera integrada en Rusia. Así lo creían, no tanto por razones de legitimidad como porque en Ucrania había desplegadas una gran cantidad de armas atómicas que pasarían a estar bajo el control de un Gobierno que, por entonces, era una incógnita.

Mientras, estalló un conflicto que tuvo una influencia decisiva en lo que ocurrió después: la guerra de Yugoslavia. Durante este enfrentamiento civil, Occidente dio al traste con el principio de no injerencia que venía funcionando mal que bien desde los tiempos de la paz de Westfalia (1648). La intervención se hizo mucho más intensa a partir de la llegada a la Casa Blanca de Bill Clinton (1993). Esto es perfectamente natural porque tradicionalmente los demócratas han sido mucho más intervencionistas que los republicanos. Rusia, antes de la Primera Guerra Mundial, respaldó el proyecto de la Gran Serbia patrocinado por los nacionalistas de ese país. Por eso San Petersburgo, cuando Austria quiso castigar a Belgrado por el atentado que acabó con la vida de Francisco Fernando, acudió en ayuda del hermano eslavo enzarzándose en lo que luego fue la Primera Guerra Mundial. La victoria de las potencias aliadas permitió a Belgrado cumplir su sueño y nació Yugoslavia, el gran Estado de los eslavos del Sur. La nación sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial por la habilidad y el prestigio de Tito. Luego, tras la muerte del dictador, se desmembró y provocó una larga y terrible guerra. Rusia tuvo que asistir impotente al espectáculo de ver cómo su criatura se deshacía en pedazos gracias a la intervención occidental. Especialmente dolorosa fue la separación de Kosovo, cuna de la nación serbia.

La intervención occidental allí se hizo sobre todo por motivos humanitarios. Y no cabe duda de que ésta fue la principal razón. Sin embargo, por debajo de estos motivos, hay un principio general que guió toda la política occidental hacia el antiguo espacio soviético. Terminada la Guerra Fría, en Occidente se alcanzó la convicción, con razón o sin ella, de que la forma de mejor garantizar la paz futura en Europa consistía en la democratización de los países del bloque del Este y de las repúblicas exsoviéticas. Cualquier revuelta, levantamiento, revolución o movimiento que se dirigiera hacia esa democratización estaría bien visto por Occidente. El premio a esa democratización era la integración de los países democratizados en las instituciones occidentales, especialmente en la Unión Europea y la OTAN. Incluso se consideró la posibilidad de integrar a Rusia en la medida en que fuera capaz de convertirse en una verdadera democracia.

Antes de proseguir es necesario hablar de una cuestión que la propaganda rusa ha difundido profusamente. Alega Moscú que, durante aquellos días de 1991, James Baker prometió que la OTAN no se ampliaría hacia el Este a cambio de que Gorbachov aflojara el dogal sobre los países del bloque comunista. Se cuenta que Baker se desdijo enseguida. Sea o no esto verdad, lo cierto es que el compromiso no se plasmó por escrito, lo que hace imposible que obligara a las administraciones posteriores, y además Gorbachov liberó a los países del imperio soviético porque no tuvo otro remedio, no porque James Baker le prometiera nada.

Respecto a Ucrania, el primer asunto que hubo que resolver es el de las armas nucleares. Todos, Rusia y Occidente, estaban interesados en que las repúblicas exsoviéticas devolvieran las bombas desplegadas en su territorio a Rusia, que heredaría todo, las obligaciones y los derechos, de la URSS. Nadie tenía interés en que de golpe y porrazo el club nuclear de cinco potencias se ampliara a una docena de naciones con Gobiernos inestables y altos cargos corruptos. En diciembre de 1994, se firmó el memorándum de Budapest por virtud del cual Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia y ésta, Estados Unidos y Gran Bretaña garantizaron a cambio su independencia e integridad territorial.

El país continuó su vida como Estado independiente plenamente reconocido por la comunidad internacional con fronteras reconocidas bajo el poder de Leonid Kuchma. Pasó allí un poco lo mismo que en Rusia, la corrupción campó a sus anchas, el poder real estuvo en manos de unas decenas de oligarcas enriquecidos gracias a las privatizaciones que trajo la conversión al capitalismo y se mantuvo en el horizonte la vaga esperanza de avanzar poco a poco hacia una democracia de corte más o menos occidental. En Rusia, este camino, que apenas fue emprendido por Yeltsin porque con el tiempo dejó de creer en él, se interrumpió bruscamente con la llegada de Putin al poder en 1999. El nuevo dictador rechazó las instituciones occidentales y dijo abrazar las tradiciones rusas en su régimen, aunque sin volver a los zares ni al comunismo soviético, solamente a la dictadura, que es lo que tienen los tres sistemas en común. A continuación, Putin hizo suyo un propósito que aplaudió el pueblo ruso, el de devolver a Rusia su estatuto de gran potencia. A cambio de esto y de alguna prosperidad económica proporcionada por las ventas de hidrocarburos, Putin tan sólo pidió a sus compatriotas que renunciaran a su libertad. Es difícil saber hasta qué punto la sociedad rusa respalda esta especie de contrato social, pero no cabe duda de que la mayoría está conforme con él.

Con este propósito, el de devolver a Rusia su grandeza, y con los ingresos extra del petróleo y el gas, Putin empezó su plan de recuperación del poderío ruso. La primera necesidad fue la de retomar el control sobre la misma Federación rusa, lo que exigió emprender la segunda guerra chechena (1999-2000) con la que Putin sometió a la región díscola. Para poder justificar las atrocidades que se proponía cometer y que consideraba necesarias para que sirvieran de escarmiento y de ejemplo a otros que pensaran en rebelarse, sus servicios secretos montaron cuatro atentados terroristas con más de un par de centenares de muertos de cuya perpetración acusó a militantes chechenos. La ira del pueblo ruso hizo que aceptaran de buen grado la indiscriminada violencia con la que se sofocó la revuelta y que Grozni, la capital chechena, resultara completamente arrasada.

Mientras, las antiguas repúblicas soviéticas, que vivían manteniendo una buena relación con Rusia, pero sin tener que soportar un excesivo control, empezaron a notar que en Moscú había un nuevo dictador que se proponía ejercer la influencia que Rusia creía que debía tener en el espacio exsoviético. Moscú no pudo impedir la ampliación de la OTAN de 1999 a Chequia, Hungría y Polonia. Ni la de 2004, que incluyó incluso a algunas repúblicas exsoviéticas como las bálticas. Putin decidió que ni una más y se propuso detener el acercamiento hacia la OTAN de Georgia y Ucrania. No obstante, gracias a sendas revoluciones, la rosa de 2003 y la naranja de 2004, las dos exrepúblicas se dotaron de Gobiernos prooccidentales.

Pero Putin no quiso, no supo o no pudo impedir ninguna de las dos revoluciones. La rosa de 2003 en Georgia triunfó porque, aunque el prooccidental Mijéil Saakashvili no le caía bien, peor le parecía quien era presidente entonces, Eduard Shevardnadze, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Gorbachov, y que consideraba como uno de los máximos responsables de la destrucción de la Unión Soviética y de la pérdida de su imperio. En Ucrania, se esforzó más por dominar la revolución naranja, pero también aquí fracasó. En las elecciones de 2004, convocadas a raíz de la revuelta, se enfrentaron Víktor Yúshchenko, el triunfador de la revolución naranja, que fue envenenado quizá por los servicios secretos ucranianos o directamente por los rusos durante la campaña, y el candidato filorruso, Víktor Yanucóvich. Putin se esforzó tanto que su hombre ganó las elecciones en la segunda vuelta. Sin embargo, hubo denuncias de fraude y el Tribunal Supremo ucraniano ordenó la repetición y esta vez venció el candidato prooccidental.

Las elecciones demostraron cuán dividido estaba el país. No sólo porque el Este y el Sur votó al candidato filorruso y el Oeste y el Norte al filoeuropeo. El primero también fue votado por el campo, los pensionistas y todos aquellos que querían un Estado fuerte que les protegiera de las miserias que trajo el capitalismo. Al segundo lo votaron los estudiantes, los emprendedores, los sectores más dinámicos de la sociedad, incluidos los que vivían en las regiones de habla rusa.

En Georgia, viendo Saakashvili que Putin no era tan fuerte como parecía y que se había dejado arrebatar el control de Ucrania, el presidente georgiano intentó en agosto de 2008 someter a dos provincias rebeldes que se habían zafado del control de Tiflis: Osetia del Sur y Abjasia. Putin avisó a los Estados Unidos de que intervendría para pacificar las regiones y acabar, o por lo menos congelar, el conflicto. Estados Unidos, en manos de un presidente republicano, prefirió mantenerse al margen y dejar que Putin ejerciera su poder en su esfera de influencia. Al fin y al cabo, Bush acababa de intentar en la cumbre de Bucarest de abril de 2008 el ingreso en la OTAN de Georgia y Ucrania y, por la firme oposición de Rusia y la negativa de Alemania y Francia, aquél se había pospuesto sine die. El precedente es muy importante. Putin consiguió en 2008 que Georgia, aunque tuviera un gobierno prooccidental, permitiera que dos regiones filorrusas se separaran de facto y estuvieran controladas por Moscú. Y todo con el beneplácito de Estados Unidos y Occidente.

En Ucrania, la revolución naranja acabó siendo también un fracaso de manera diferente a la rosa de Georgia. Por un lado, los ucranianos se impacientaron porque Occidente no terminaba de darles la bienvenida. La integración en la Unión Europea se aplazaba y parecía que pasarían años hasta que pudiera llevarse a cabo. La OTAN también rechazó su integración. Y, además, la revolución naranja no había logrado erradicar la corrupción ni limitar el poder de los oligarcas. Encima, desde Moscú, frente a las vagas promesas occidentales, Putin ofrecía gas barato y ventajas comerciales tangibles. Lo que Yeltsin no pudo impedir en los noventa, cuando Rusia no tenía fuerza para hacerlo, lo hizo Putin en los 2000, recuperada para su país parte de la fuerza que tuvo cuando era la Unión Soviética. Así fue que, en las elecciones presidenciales de 2010, el prorruso Víktor Yanucóvich batió a la candidata naranja, Yulia Timoshenko, cuyas credenciales prooccidentales fueron incluso puestas en duda por el propio Yushchenko. De esta forma, Ucrania volvió al redil de la casa madre Rusia.

Yanucóvich pudo haber dejado las cosas como estaban, pero quiso apuntalar su poder con idea de hacerlo vitalicio. Derogó las pocas normas democráticas del país y se libró de los oligarcas que no eran amigos dando lugar a un régimen totalmente dictatorial. Aquellos ucranianos que habían creído en la libertad, la democracia y la integración de su país en Occidente se revolvieron contra él y en 2013 estalló la revolución Maidán, por el nombre de la plaza donde se produjeron las primeras manifestaciones, y que luego se llamó Euromaidán. Es difícil saber si las cosas podían haber ido de otra forma si Yanucóvich hubiera templado gaitas con los manifestantes en vez de reaccionar con la violencia que lo hizo. El caso es que, bien por la torpeza del presidente, bien por la determinación de los manifestantes, el Gobierno Yanúcovich fue derrocado y éste tuvo que huir del país a refugiarse en Rusia (2014). En mayo se celebraron elecciones presidenciales y fueron ganadas por Petró Poroshenko. Este inició una política antirrusa. Fue entonces cuando Putin intervino, se anexionó Crimea y fomentó la rebelión en las provincias del Dombás, al Este de Ucrania, habitadas mayoritariamente por rusoparlantes. En Crimea no hubo apenas disparos. En cambio, en el Dombás, Putin fracasó en su propósito de hacer allí lo que tan poco le había costado hacer en Osetia del Sur y Abjasia. Kiev se conformó con la pérdida de Crimea, pero decidió tratar de recuperar las franjas del Dombás que, bajo protección rusa, se habían separado del país. La guerra de baja intensidad que allí estalló se prolongó hasta la invasión de febrero de 2022.

Entretanto, algo antes, en 2011, en el marco de lo que se llamó la "primavera árabe", una revolución estalló en Siria con el propósito de derrocar al despótico régimen de Bashar al-Assad. Occidente intervino, pero sin estar seguro de a quién debía favorecer. Las milicias opuestas a Assad parecían ser más islamistas que democráticas. Los rebeldes kurdos constituían una amenaza para Turquía, que tenía el firme propósito de impedir un Kurdistán independiente que podía atraer a los kurdos de ciudadanía turca. Y el Estado Islámico había aprovechado la situación para hacerse con el control de parte del territorio sirio. De forma que no había un bando "bueno" al que respaldar. En 2015, mientras la guerra civil se enquistaba, Putin decidió intervenir para en parte contestar o compensar la intervención que Occidente hizo en su día en Yugoslavia y que Rusia no pudo evitar. Esta vez Moscú impediría que el régimen "legítimo" de Bashar al-Assad fuera derrocado por una injerencia occidental. Ya con Rusia metida en la faena, Occidente dejó hacer a los rusos que, entre otras cosas, plancharon la ciudad de Alepo con su habitual táctica de bombardeo indiscriminado. Los éxitos que su ejército experimentó en Crimea y luego en Siria, levantaron la moral rusa.

En Ucrania, Occidente, a pesar de haber dejado hacer a Putin como le había dejado hacer en Georgia, a la vista de la negativa de Poroshenko de entregar el Dombás, decidió intermediar. Tras el fracaso del protocolo de Minsk, donde se pactó un alto el fuego con retirada de mercenarios y de armamento pesado, Alemania y Francia arbitraron otro en febrero de 2015 que se llamó Minsk II y donde se acordó poco más o menos lo mismo que en Minsk I. En esta segunda ocasión pasó lo que en la primera, que los combatientes no respetaron lo pactado y las hostilidades continuaron. Los rusos acusaron a los ucranianos de hacer bombardeos indiscriminados de las regiones rebeldes. Tras las elecciones ucranianas de 2019, Ucrania eligió a un cómico, Vladimir Zelenski, y el conflicto siguió poco más o menos igual hasta que en febrero de 2022 Putin invadió el país.

Con independencia de que la decisión de Putin estuviera basada en algunos prejuicios equivocados, como que no encontraría resistencia, que tendría el apoyo de una considerable parte de la población ucraniana o que Occidente se quedaría de brazos cruzados como había hecho otras veces, las últimas razones de la invasión no son esas falsas percepciones. Estamos en guerra por tres factores. Dos estaban presentes desde hacía tiempo. Por un lado, el deseo occidental de democratizar el espacio exsoviético como una forma de garantizar la paz y la convivencia en Europa. Por otro, la voluntad de Putin de devolver a Rusia su estatuto de gran potencia, lo que exige dominar e influir en ese espacio exsoviético. La democracia que quiere Occidente no es en sí un obstáculo insalvable para el dominio ruso. Lo es sin embargo el que esa democratización conlleve la integración en Occidente, que es lo que Putin no quiere tolerar. Occidente lleva desde 1991 integrando a países del bloque comunista y a exrepúblicas soviéticas en la medida en que Rusia no se opuso, más por impotencia que por falta de voluntad. Cuando Moscú recuperó la fuerza para resistir, lo hizo y Occidente no presentó mayores inconvenientes, siempre que la exrepública afectada se dejara de una u otra manera dominar. Por eso permaneció inmóvil en 2008 en Georgia, y lo mismo en Ucrania en 2014. Y seguramente habríamos dejado hacer y permitido que toda Ucrania cayera bajo el dominio ruso de no haber estado esta vez presente un tercer factor que apareció por primera vez: la resolución del pueblo ucraniano de enfrentarse al intento de dominio ruso. Por eso Biden y el resto de países occidentales mantuvieron una actitud tan ambigua las semanas anteriores a la invasión hasta transmitir la impresión de que, si no era excesivamente violenta ni demasiado amplia, dejaría llevarla a cabo. Dicho de otra manera, la postura de Occidente fue que, si los ucranianos no estaban dispuestos a morir por librarse del yugo ruso, Occidente no haría nada por ayudarles. Pero, si estaban listos para morir por librarse de él, Occidente les ayudaría de todas las formas posibles, siempre que no tuviera que intervenir directamente y que no diera lugar a una escalada del conflicto hasta convertirlo en global. Por supuesto, Putin no contó nunca con que la ayuda occidental fuera a ser tan abundante. Pero, lo fundamental, aquello con lo que no contó nadie, ni Occidente ni él, es que los ucranianos se defenderían con la admirable resolución con la que lo están haciendo. Ahora es tarde para salvar a la vez la cara de Putin y la independencia de Ucrania. Una de las dos tiene que perder. Ya veremos cuál.

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