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Pedro Corral

Una ley de amnesia antidemocrática

Al menos la anterior ley de ZP reconocía, aunque fuera para disimular, que "no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva".

Al menos la anterior ley de ZP reconocía, aunque fuera para disimular, que "no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva".
Pedro Sánchez y José Luís Rodriguez Zapatero. | EFE

La difusión y promoción de los valores democráticos entre las generaciones más jóvenes es un objetivo loable. Siempre resulta oportuno y necesario difundir entre los ciudadanos la importancia de la defensa de la libertad en todos los órdenes, el respeto a la ley y la propiedad privada, el principio de igualdad, la separación de poderes, la salvaguarda de la esfera privada de las personas, la convivencia entre diferentes o la atención a las minorías.

Es lícito imaginar que una ley que persiga este propósito en España debería sacar pecho, y no solo de boquilla, del proceso de transición, modélico a pesar de sus dificultades, que condujo a nuestra nación de la dictadura a la democracia. Un proceso que se fundamentó principalmente en un previo acuerdo político, a derecha y a izquierda, por enterrar definitivamente las trincheras de la Guerra Civil.

Como afirmó Marcelino Camacho, portavoz del PCE en el debate en las Cortes del 14 de octubre de 1977 para la aprobación de la Ley de Amnistía: "¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?".

Es lícito imaginar también que una ley que buscara el fortalecimiento del compromiso con los derechos humanos, pusiera de relieve el tortuoso camino de la incipiente democracia española, hostigada por tentativas golpistas y por terrorismos de distinto signo, pero muy especialmente el de la banda criminal ETA, que fue el más cruento.

La declaración aprobada el 20 de noviembre de 2002 en la comisión constitucional del Congreso, con la que se celebró de forma unánime el éxito de la Transición, señaló a los terroristas al decir que "algunos no quisieron sumarse a este espíritu de reconciliación y trataron, por todos los medios a su alcance, de impedir, mediante la violencia o el terror, que la voluntad de concordia nacional germinara en frutos de paz y libertad para todos".

Veinticinco años después de la aprobación de la Ley de Amnistía, y cumplidos veinte de aquella solemne declaración institucional, los españoles nos encontramos con una ley supuestamente impulsora de una pretendida "memoria democrática" que enmienda a la totalidad el proceso de la Transición al dictado precisamente —con el PSOE de solícito escribano— de los cómplices ideológicos de los terroristas de ETA, quienes intentaron dinamitar el camino a la democracia en España mediante el tiro en la nuca y el coche bomba.

Bildu celebró que los socialistas aceptaran su apoyo a la nueva ley a cambio de que esta prolongue la sombra del franquismo hasta 1983, un año después del arrollador triunfo de Felipe González que ahora el propio PSOE está conmemorando. "Hemos abierto un camino para poner en jaque el relato de la Transición ejemplar", dijo con claridad la portavoz del partido proetarra en el Congreso.

Se diría que esta deslegitimación del "régimen del 78" —que conlleva la extensión temporal no sólo del franquismo, sino también del mito de la "ETA buena" para justificar sus asesinatos en los terribles "años de plomo"— hubiera venido a borrar de la "memoria democrática" las elecciones generales de 1977 y las sucesivas hasta 1983, así como las autonómicas y municipales de ese periodo, más el referéndum constitucional.

El propósito no puede ser más absurdo y falsario, pero lo que es más grave y sintomático es que dicho relato concuerde con el que ya entonces propagaba cruentamente la banda terrorista. Así, según un comunicado de la banda de 1978, la joven democracia española era para ETA "una seudodemocracia cuyas bases reales se fundamentan en una dictadura militar y reformada".

Tenemos, por tanto, una ley que contempla como anomalía antidemocrática la historia de España que va del 18 de julio de 1936, fecha del golpe militar contra el gobierno de la Segunda República, al segundo año de gobierno del PSOE de Felipe González, hasta el 31 de diciembre de 1983.

Si se trata de aprender del pasado para tomar conciencia de la importancia de la defensa de los valores democráticos, no habría venido nada mal extraer también las lecciones de un régimen, el republicano, asolado en cinco años por dos golpes militares, un golpe revolucionario socialista y otro independentista catalán, además de varias insurrecciones anarquistas.

Profundas enseñanzas democráticas abrigan estos años si se saben reconocer las causas de su convulsa vida política y social, marcada por el deseo de algunos de impulsar cambios vertiginosos y la resistencia de otros a aceptar incluso cambio alguno. Es necesario recordar también que los españoles, una buena parte de los cuales saludó con esperanza el nuevo régimen del 14 de abril de 1931, se vieron abocados a vivir entonces bajo la declaración de veintiún estados de prevención, veintitrés de alarma y dieciocho de guerra, así como con leyes especiales que entrañaban la suspensión de los derechos constitucionales, como la ley de Defensa de la República. Al mes de proclamada, ya se vivió la quema de iglesias y conventos, el primer episodio grave de la violencia política que marcaría ese periodo, con cerca de 3.000 muertos.

Declarar oficialmente la amnesia sobre esas turbulencias antidemocráticas ayuda a encubrir la responsabilidad que tuvo también en ellas un PSOE cada vez más descreído del paraíso republicano, sobre todo cuando se lanzó en 1934 a un golpe contra el orden constitucional después del triunfo de las derechas en las elecciones del año anterior. De ahí, de la negación de la legitimidad del adversario para gobernar a pesar de su victoria en las urnas, habría mucho que aprender aún si queremos calibrar cuán profundo y antidemocrático pudo ser por ambas partes el abismo entre las dos Españas.

Aunque para lección "democrática" la que proporciona el mismo preámbulo de la ley, reconociendo abiertamente que "la construcción de una memoria común" es una de las grandes políticas de Estado, para afirmar a renglón seguido que no es algo nuevo en España porque ya lo hizo… Francisco Franco. Al menos, la anterior ley de ZP reconocía, aunque solo fuera para disimular, que "no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva".

La ley de Pedro Sánchez reconoce abiertamente este propósito orwelliano en una ley que excluye indisimuladamente a las víctimas de la represión en la retaguardia republicana como objeto de las "políticas de memoria democrática". Como si el hecho de haber sido asesinadas por las izquierdas las despojara además de la oportunidad de ser reconocidos por una democracia como la nuestra por haber sufrido también graves violaciones a los derechos humanos.

Habría mucho más que decir sobre el articulado de la ley, como el absurdo de rebautizar el Valle de los Caídos con un topónimo creado también bajo el franquismo, como es el "Valle de Cuelgamuros". También es preciso apuntar la creación de una Fiscalía de Sala para investigar crímenes ya prescritos y amnistiados, y con sus autores ya fallecidos, mientras se mantienen sin resolver 379 asesinatos atribuidos a ETA. También es reseñable que las declaraciones de reparación a las víctimas y las de nulidad de las sentencias excluyan que "puedan producir efectos para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado, de cualquier administración pública o de particulares, ni dar lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional".

Si a esto se suma el desinterés del actual Gobierno por el balance de la política de exhumaciones sufragada a cargo de los presupuestos del Estado, demostrada por el reconocimiento —ante el que esto escribe— de su ignorancia acerca del número de víctimas exhumadas con las ayudas oficiales entre 2006 y 2011, nos encontraremos un uso político del pasado lleno de eslóganes y parafernalia. Se echa en falta un verdadero interés por hacer del sacrificio de las generaciones que nos precedieron un auténtico fermento de futuro en libertad y concordia.

Con todo, la nueva ley se abre al único espacio de encuentro que la sociedad española comparte en relación con la guerra y la posguerra como es la asignatura de las exhumaciones, siendo el Estado, y no las familias, como antes, quien asume ahora esta responsabilidad. Me consta que los expertos en la materia que han trabajado en ella tienen la convicción de que España puede solucionar definitivamente esta cuestión.

Desgraciadamente, la carga ideológica sectaria de esta nueva ley se tradujo, durante la aprobación de la misma en las Cortes, en una clamorosa fractura del arco parlamentario. Síntoma de la evidente voluntad del Gobierno de legislar con ánimo de confrontación y división sobre un pasado que de por sí ya venía despertando en los últimos años, desde la ley de Zapatero, tan vivas sensibilidades de muy diferentes signos.

Lejos de allanarse el camino hacia una convivencia serena, conciliadora y respetuosa entre esas sensibilidades dispares, las posiciones van polarizándose cada vez más, con el déficit añadido de que los últimos testigos directos de aquel pasado están dejándonos irremisiblemente. Con ello, se aleja cada vez más también el ejemplo de una generación que con inmensa generosidad de unos y de otros supo brindarnos la oportunidad de superar, antes parecía que definitivamente, ese cataclismo nacional.

Dejo un último apunte sobre la otra vez fallida oportunidad de asumir y superar de nuevo el pasado complejo de la España de los años 30 y sus consecuencias de guerra y dictadura, que se saca del debate historiográfico para trasladarlo vía legislativo al centro del debate político.

Lo hago de la mano de una figura histórica: Mateo Careaga Guisasola, un joven concejal de Éibar (Guipúzcoa) al que, por ser el de menor edad entre los ediles de la corporación, le cupo el honor de izar en el balcón del ayuntamiento la bandera republicana el 14 de abril de 1931. Fue la primera enseña tricolor alzada en un edificio oficial en toda España el día de la proclamación de la Segunda República.

Si los caprichos del destino no fueran tan contumaces en provocar giros imprevistos de la historia, nos quedaríamos con la imagen de este joven grabador con la bandera tricolor en el balcón del ayuntamiento eibarrés, y quizás también con su papel como diseñador en la Guerra Civil de las monedas que puso en circulación el Consejo de Asturias y León, el "gobiernín" que le llamaba Azaña. Su compromiso con la causa republicana le valió ser juzgado y encarcelado por los vencedores después de la contienda.

Pero para completar la "memoria democrática" de Mateo Careaga habría que ir más allá, hasta el año 1986, cuando ya nadie se acordaba de él, salvo la banda terrorista ETA. Fue aquel año cuando se descubrió en los famosos "papeles de Sokoa" cogidos a la banda que era uno de los empresarios que los etarras extorsionaban con el "impuesto revolucionario", como joyero y grabador que era entonces en el mismo Éibar.

Aquel concejal que había izado medio siglo atrás la bandera republicana en la casa consistorial de Éibar falleció poco tiempo después de haber sido amenazado de muerte y extorsionado por ETA, pero algunos de los que pretenden imponernos de qué tenemos que hacer memoria no se acuerdan de Mateo Careaga ni para pedirle perdón.

Pedro Corral. Periodista y escritor, autor de Vecinos de sangre.

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