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Cristina Losada

Cuando el PSOE fue dueño de España

Si hubo bajo el felipismo algo de liberalismo económico, no hubo en cambio nada de liberalismo político.

Si hubo bajo el felipismo algo de liberalismo económico, no hubo en cambio nada de liberalismo político.
Felipe Gonzalez y Anfonso Guerra | Archivo

Al llegar a su final la era felipista, la sensación que prevalecía no era la que acompaña a una alternancia normal en democracia. No podía serlo porque se estaba al final de un largo proceso de putrefacción y de una agonía política que se había prolongado más allá de lo permisible. No se sabía entonces cuánto tiempo iba a pasar el orgulloso Partido Socialista Obrero Español en el lugar donde los partidos expían errores y culpas, pero era de esperar, dado el historial acumulado, que ese inexcusable período en el purgatorio no fuera breve.

Desde la altura de varias mayorías absolutas y de la superior opinión que tenían de sí mismos, los socialistas habían caído enfangados por un torrencial diluvio de escándalos. En catorce años habían amasado un poder enorme y habían abusado enormemente del poder. Parecía lógico que aquellos abusos pasaran una factura política de tales proporciones que los retiraran del Gobierno durante mucho tiempo y que dejaran una mancha difícil de borrar que obligara al partido a dar garantías de que no se repetiría nunca más nada parecido.

El descrédito y la ignominia que envolvieron la caída del felipismo se iban a diluir, sin embargo, más pronto de lo que se podía prever. Ocho años estuvo el PSOE en el purgatorio, que no es poco, pero más allá del vaivén electoral, a veces impredecible, se podía haber mantenido un recuerdo de la época felipista más fiel a la realidad y no ha sido así. La percepción que se tuvo durante aquel sórdido crepúsculo cambiaría casi por completo. Hoy, el balance de la época suele darse por positivo y su lado oscuro se solventa con la tópica referencia a las luces y las sombras. Si hay que entrar en detalles, se acude al listado de casos escandalosos, pero de un modo oficinesco: no afecta a la buena valoración general.

El PSOE ha podido celebrar este mes de octubre los cuarenta años de su primera victoria electoral con la súper mayoría absoluta de 1982, sin tener que realizar un examen crítico de la época que inauguró aquel triunfo. Lógico que no tuviera voluntad de hacer tal cosa, pero tampoco se ha sentido obligado a hacerlo por algún clamor. Ha celebrado el aniversario con una exaltación de aquel legado, que ha resumido en el logro de la modernización de España, como si ésa fuera una hazaña que nadie más hubiera podido hacer. Además, alguna encuesta realizada para la ocasión consigna que Felipe González es el presidente mejor valorado por los españoles de hoy, después de Adolfo Suárez pero no muy lejos del de UCD, y con un apoyo muy transversal.

Así se escribe la Historia, podríamos decir. Pero no sería exacto. Así funciona la memoria, y más la de segunda mano. Quizás a ojos de muchos españoles de ahora, Felipe González aparece como un gigante al lado de dirigentes de los que han tenido noticia más directa. Y es cierto que cualquier tiempo pasado tiende a parecer mejor. Hasta se olvidan piadosamente hechos que se tuvieron por hitos de la infamia y cambian de rumbo corrientes de opinión que en su día semejaban irreversibles.

El legado de la era felipista se ha engrandecido con el tiempo y se ha perdido por el camino la perspectiva de sus consecuencias, y ello a pesar de que sus efectos perniciosos continúan. Muchos de los defectos o, como se suele decir, de los males que ahora se denuncian hunden sus raíces en aquella época. Sólo de uno de ellos, el relativo a la falta de independencia del poder judicial, se señala a veces el origen: el famoso "entierro de Montesquieu", acaecido en 1985. Pero se presenta como un caso aislado. Ya no se pone en relación con toda una forma de ejercer el poder que se impuso bajo el felipismo, y que permanece larvada bajo la epidermis de nuestro sistema político.

La arrogancia y la prepotencia, de las que se habla muchas veces, fueron rasgos visibles y odiosos, pero lo esencial fue cómo el partido se apoderó de todo y se condujo como amo, dueño y señor de un país. Todo lo tomaron y utilizaron: instituciones, sociedad civil, medios de comunicación, empresas, entidades, asociaciones. Se hicieron con el control de cuanto pudiera servir para perpetuarse en el poder y anularon todo lo que pudiera ser un obstáculo.

De la independencia del poder judicial, no quedó nada. La Fiscalía General, supuestamente autónoma, ni se molestaba en parecerlo. Fue así en todas las instituciones y con todo lo que se movía, pero se dice poco que uno de los peores legados del felipismo es la liquidación de la incipiente sociedad civil surgida en las postrimerías del franquismo y en los años de la Transición. Cuando hoy se lamenta la inexistencia en España de un entramado social con autonomía respecto de los partidos, hay que saber que la posibilidad de tenerlo se frustró entonces.

La colonización de instituciones y sociedad por el partido fue implacable. No se querían contrapesos ni instancias intermedias que pudieran condicionar al poder político. La Huelga General de 1988, convocada por UGT y CC.OO. en contra del Gobierno, fue la última aparición de unos sindicatos desobedientes y Nicolás Redondo terminaría pagando aquella rebeldía.

En esa asfixia, la libertad de expresión tenía que verse afectada y lo fue. El actual control partidista de RTVE es juego de niños al lado del que se instauró entonces. Criticar a Felipe González era anatema. Si hoy se repasa uno de los primeros libros críticos con el endiosado presidente, La ambición del César, de José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel, se lo juzgará como más analítico que combativo y más respetuoso que hiriente, pero en el momento algo así era inconcebible e intolerable para el poder y sus muchos acólitos. Esa, la de los acólitos, era también la condición sine qua non para mantener aquel poder abusivo. La camarilla y la corte de González fueron determinantes para legitimar un liderazgo caudillista y sus fantasías mesiánicas.

Nunca nadie acumularía, en democracia, tanto poder y nadie lo iba a usar con menos escrúpulo. No es de extrañar que cundiera la sensación de impunidad y, con ella, la corrupción característica del período. Pero los efectos más letales de aquella época fueron los que se atrincheraron y enquistaron en el sistema político. Hasta hoy mismo. Pilares básicos de la democracia liberal quedaron tocados o hundidos para siempre o no llegaron a asentarse. Si hubo bajo el felipismo algo de liberalismo económico, no hubo en cambio nada de liberalismo político. En esos catorce años de poder arrollador, se arrebató a una democracia recién nacida la posibilidad de crecer y madurar. Lejos de haber puesto a España camino de la modernidad política, el felipismo truncó la oportunidad histórica.

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