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José García Domínguez

La economía política del felipismo

El arrollador éxito político de Felipe González entre las clases medias resultó ser una consecuencia directa del éxito económico del franquismo.

El arrollador éxito político de Felipe González entre las clases medias resultó ser una consecuencia directa del éxito económico del franquismo.
Felipe González en 1982 | Archivo

Felipe González Márquez es el mandatario que más tiempo ha permanecido en el poder durante toda la historia de la España democrática. Y resulta altamente probable que ese récord suyo en La Moncloa lo vaya a seguir ostentando a lo largo de muchos decenios más. González ejerció la presidencia del Gobierno trece años consecutivos. Y cuando finalmente perdió unas elecciones, allá por 1996, el escrutinio fue tan ajustado (una mínima diferencia de apenas trescientos mil votos entre PP y PSOE sobre un censo con derecho al sufragio de más de treinta y dos millones de personas) que el calificativo de "derrota dulce" que él mismo utilizó entonces para definir lo sucedido en las urnas no andaba demasiado lejos de describir la verdad. Un periodo de permanencia inaudito en los contextos español y europeo que estaría llamado a coincidir en el tiempo con otro fenómeno no menos inaudito, si bien este último circunscrito al marco estrictamente español: los altísimos niveles de desempleo, con volúmenes únicos no sólo en Europa sino también dentro del conjunto de todos los países desarrollados que integran la OCDE, registrados bajo su liderazgo.

He ahí la primera gran paradoja felipista. Un misterio, el de que González lograse ganar elección tras elección pese a registrarse en sus sucesivos mandatos niveles de paro que siempre superaron las dos cifras, llegando a coronar un demencial 20,6% durante los últimos meses en el cargo, llamado a convivir durante aquellos trece largos años con otro enigma de difícil explicación. Y es que el segundo rasgo económico desconcertante del felipismo remite a que los volúmenes de consumo creciesen de modo constante a la vez que el poder adquisitivo de las nóminas permanecía prácticamente estancado. Muchos parados crónicos, muchos precarios jóvenes sometidos a una nueva inseguridad vital permanente derivada de encadenar contratos de trabajo temporales, muchos ocupados fijos con los sueldos reales congelados, pero, y contra toda lógica, un gasto en consumo por parte de la población que no pararía de aumentar año a año. He ahí el supremo arcano de la economía política del felipismo. ¿Cómo entenderlo? Porque las claves profundas del éxito arrollador de aquel PSOE invencible, el de los ochenta y los noventa, no pueden descifrarse sin dar antes con una explicación convincente a esa combinación tan extraña de factores en apariencia contradictorios.

Una explicación que, por lo demás, exige dirigir la mirada hacia las muy singulares características de la política económica de los tecnócratas que pilotaron el periodo de la dictadura posterior al Plan de Estabilización. Porque el arrollador éxito político de Felipe González entre las clases medias de los ochenta y los noventa resultó ser una consecuencia directa del éxito económico del franquismo con la creación de aquellas mismas clases medias en la década de los sesenta. Sí, de algún modo vergonzante e inconfesable, el felipismo debería su gloria en las urnas a Franco. Arrese, el que fuera jefe del partido único hasta 1957, pronunció, ya investido como ministro de la Vivienda en el 59, aquella frase célebre: "No queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios". Algo que, por lo demás, resultó ser cierto. Así, la vivienda en propiedad se convertiría en el gran eje vertebrador de la política social de la dictadura. Y no se puede negar que el proyecto constituyó un éxito, acaso el más importante que logró obtener el régimen en ese ámbito. Entre 1960 y el 75 se construyeron más de cuatro millones de viviendas en España, la inmensa mayoría comercializadas en régimen de propiedad.

Y de ahí la excepcionalidad española, pues en el resto de Europa iba a predominar, por el contrario, la promoción de vivienda de titularidad pública y destinada a alquiler social. En muy singular consecuencia, por tanto, lo que se va a encontrar el felipismo a su llegada será un país caracterizado por el aplastante predominio de los propietarios de sus propias viviendas entre la población general; rasgo único que conllevaría consecuencias decisivas en la configuración posterior de su propio modelo económico. Porque el arraigo tan sólido del felipismo entre las capas medias, esas siempre decisivas para ganar cualquier elección en España, constituyó una forma de lealtad política asentada sobre un soporte financiero de naturaleza doble. El soporte financiero que encerraba la clave del gran misterio. Porque el que España fuese un país de propietarios hizo posible una enorme expansión del crédito al consumo para el que todas aquellas viviendas construidas en el tardofranquismo sirvieron de aval. Y porque, al mismo tiempo, el creciente sesgo especulativo que iba a adoptar el sector inmobiliario a raíz de la entrada en el Mercado Común y el consiguiente desmantelamiento progresivo de la industria nacional, una tendencia reiterada a alimentar burbujas que ya empieza con González, provocaría una generalizada sensación de opulencia entre aquella gran masa de propietarios de viviendas pese a lo magro de sus ingresos salariales.

Repárese, a modo de ejemplo, en que solo durante un único trienio, el que fue de 1985 a 1988, coetáneo con la adhesión formal al entonces Mercado Común Europeo, el valor patrimonial del parque de viviendas de la ciudad de Madrid llegaría a triplicarse, nada menos que a triplicarse. Y por su parte, el volumen de negocio de la Bolsa de Madrid se multiplicó por diez. ¡Aquello sí que eran beneficios caídos del cielo! Añádase, en fin, la creación a lo largo de todo su periodo de gobierno, periodo que coincidirá con el de la definitiva implantación de las Comunidades Autónomas en tanto que administraciones dotadas de grandes plantillas funcionariales generadas ex novo, de más de un millón de empleos estables y bien pagados en el sector estatal. Eran asimismo los tiempos de la tan celebrada y añorada movida, cuando tantísimos jóvenes de la capital de España (y del resto del país) podían permitirse salir de marcha todas las noches de la semana, y ello gracias a que no existía ningún puesto de trabajo donde les estuvieran esperando a la mañana siguiente. Viviendas construidas en los sesenta, multitud de ellas heredadas, que de bienes de consumo se transmutaban en activos financieros destinados a servir de contraparte en operaciones de crédito al consumo, todo ello con el fin de poder sostener un nivel de gasto inviable con los salarios reales estancados. La deuda bancaria convertida en un novísimo rasgo estructural y rutinario del estilo de vida dominante en la nueva y moderna España. Y así hasta que, mucho después de que Felipe se hubiera marchado, todo saltó por los aires, claro.

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