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Juan Manuel Rodríguez

El espectáculo del horror

Lo peor es la certeza de que el deporte seguirá siendo utilizado para blanquear regímenes que se pasan al Estado de derecho por el arco del triunfo.

Lo peor es la certeza de que el deporte seguirá siendo utilizado para blanquear regímenes que se pasan al Estado de derecho por el arco del triunfo.
El Hamad Al Thani junto a Blatter tras la designación de Catar 2022. | Archivo

El Qatargate es en realidad el Moscúgate. El Comité Olímpico Internacional decidió entregar los Juegos Olímpicos de 1980 a la extinta URSS, en la que evidentemente no se respetaban los derechos humanos más elementales. Es más, conscientes de que el COI vendería su alma al diablo por un plato de lentejas, las autoridades soviéticas se vinieron arriba enviando sus tropas invasoras a Afganistán. El máximo organismo del deporte olímpico, presidido por Juan Antonio Samaranch, hizo oídos sordos a las presiones norteamericanas, que sostenían que, de no pararse aquellos Juegos, se estaría avalando la invasión. La respuesta del COI fue espectacular: "Sólo la tercera guerra mundial provocará la suspensión de los Juegos".

El Qatargate es también el Pekíngate. Pese a las contínuas violaciones de los derechos humanos, la dictadura comunista china postuló a su capital como sede para los Juegos de Verano de 2008. Lo que, tras concedérselos, alegó el COI en su defensa es algo que recuerda mucho a lo que, no hace demasiado tiempo, sostuvo por ejemplo la renovadísima Federación Española de Fútbol cuando eligió a Arabia Saudí como escenario de la Supercopa española o lo que, hace días, defendió sin rubor Infantino para defender la elección de Qatar, o sea que ésa era la mejor forma de abrir China al mundo para, así, impulsar al régimen hacia la modernización y la posterior libertad. Libertad, bonita palabra. El presidente de aquel comité organizador fue Xi Jinping, desde 2013 presidente de la República Popular China. Si los cerebros del COI pensaron en Pekín 2008 como la palanca que movería a la dictadura, lo cierto es que se equivocaron: la represión, los crímenes contra la población musulmana de Xinjiang o la escalada violenta en Hong Kong echaron y siguen echando abajo aquellos planes. El COI no sólo no se avergonzó o trató de corregir su error sino que, en 2015, entregó de nuevo a Pekín unos Juegos, en aquella ocasión de invierno, convirtiendo a la capital china en la única en haber sido sede de ambos.

El Qatargate es también, por supuesto, el RusiaGate. En 2010, cuatro años después de que la dictadura de Putin hubiera asesinado en Londres al disidente político Aleksander Litvinenko, la FIFA premió al régimen con la organización del Mundial de 2018, quién sabe si buscando de nuevo el aperturismo que ha concluído recientemente con la invasión de Ucrania. El argumentario repite que, con el Mundial de Qatar, regalado en el mismo pack dos por uno, se busca también que las mujeres tengan los mismos derechos que el hombre y que los gays, lesbianas o migrantes sean tenidos en cuenta. El COI es la FIFA y la FIFA es la UEFA. La elección de Qatar se decidió en el Palacio del Elíseo a cambio de un lote de aviones de combate y la concesión a la empresa hostelera de Sebastien Banzin, amigo íntimo de Nicolás Sarkozy, de la organización del alojamiento a los visitantes del Mundial.

Con todo, lo peor es la sensación de impunidad y el sentimiento de que es inevitable que los próximos Juegos o Mundial sean concedidos a dictaduras en las que no se respeten en absoluto los derechos individuales más elementales. Lo peor, para alguien que, como es mi caso, ama el deporte, es la certeza de que seguirá siendo utilizado para blanquear regímenes que se pasan al Estado de derecho por el arco del triunfo. Lo peor es que, más de seis mil muertos después, ni cotiza que volverán a tomarnos el pelo con discursos tan lamentables como el del otro día de Infantino, atacando a Europa, que al fin y al cabo es sólo la cuna de la civilización. Lo peor es que continuarán llenándose los bolsillos a manos llenas y que lo harán bajo el falso disfraz de la transparencia. Lo peor es la sensación de indefensión y de que estos Estados paralelos son capaces de comprarlo todo y a todos. Lo peor es que, más de sesenta años después de que Pedro Lazaga estrenara Los tramposos, los actuales, mucho menos graciosos desde luego que Tony Leblanc, nos seguirán dando el tocomocho delante de nuestras mismísimas narices. Infantino, Ceferin o, aquí, Rubiales, los reyes de los eslóganes y el fair play, son los nuevos Príncipes de Salina y continúan bisbiseando al cuello de su camisa aquello tan popular de que todo debe cambiar para que en realidad no cambie nada. Porque, como sucede con las Matrioshkas, Qatar está dentro de Moscú, Moscú está dentro de Pekín y, dentro de poco, Pekín estará dentro del mejor postor. Que suba el telón y que continúe el espectáculo del horror.

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