Colabora
Juan Gutiérrez Alonso

El cerco a la libertad de expresión

La libertad de expresión es hoy el campo de batalla donde la sociedad libre se juega su futuro.

File photo dated 26/04/22 of The Twitter social media app showing Elon Musk running on a mobile phone in London. Musk is now in charge of Twitter and has ousted its top three executives. Sources on Thursday night (early Friday morning UK) would not say if all the paperwork for the deal, originally valued at 44 billion dollars (£38 billion), had been signed or if it had been closed. | Cordon Press

Sabemos que las libertades de expresión y de información no siempre son fácilmente distinguibles. La primera se refiere a la manifestación de pensamientos, ideas y opiniones mediante medios de difusión, mientras que la segunda está relacionada con la comunicación de acontecimientos y hechos, normalmente en un medio generalista y de modo profesional. Ambas conviven sin que a veces sea fácil su deslinde.

Nuestra Constitución exige a quienes ejercen el derecho de información un compromiso con la verdad, pero esta exigencia se ha limitado a una especie de "diligencia debida", es decir, que los hechos que se transmiten sean en principio veraces y que hayan sido adecuadamente contrastados. El Tribunal Constitucional tiene dicho que la "verdad objetiva" no es una exigencia de la libertad de información, por lo que es perfectamente posible informar de modo inadecuado, sesgado, o incluso, directamente, desinformar. Ambas cosas se cultivan hoy día con fruición en la práctica totalidad de medios, que no están al servicio de la verdad sino más bien atareados en su ocultación. Esto lo sabe cualquiera mínimamente informado sobre las cosas del mundo.

Conviene recordar, en cualquier caso, que el debate en torno a la libertad de expresión y de información se ha establecido tradicionalmente por sus conflictos con otros bienes jurídicos o derechos como el honor, intimidad o imagen de otras personas. La jurisprudencia es extensísima sobre este aspecto, pero en la actualidad parece que el asunto ha tomado otros vuelos por la irrupción en nuestras vidas de internet y las redes sociales. Y de modo particular Twitter, Inc, que cuando estaba en manos de la gente de Jack Dorsey parecía existir una cierta conformidad con su cometido y actividad entre quienes hoy regentan el poder, a diferencia de lo sucedido tras la adquisición de Elon Musk, cuyas primeras decisiones nos han permitido conocer la enorme maquinaria dedicada a la censura en esta red, y también comprobar que Twitter no se regía por criterios empresariales sino que esencialmente era una estructura de marcado signo ideológico que asumía pérdidas millonarias año tras año mientras pagaba salarios de ensueño a sus directivos y trabajadores. Hoy casi todos despedidos.

Conocemos sobradamente las acusaciones y amenazas que ha recibido la nueva dirección de Twitter por su renovado compromiso con la libertad de expresión. Y esto a pesar de haber anunciado que en realidad nada había cambiado respecto de las reglas de moderación de contenidos.

Los círculos que controlaban Twitter, también la Casa Blanca, los medios de comunicación más importantes de Occidente, algunos de los periodistas más influyentes, destacadísimas personalidades del mundo de las finanzas, el cine, el deporte, la literatura o el arte, pasando por los mandamases de la Unión Europea, que han llegado oficialmente amenazar con no dejarle operar si no establece mecanismos de moderación y control de contenidos, han dedicado al nuevo Twitter críticas feroces por el simple hecho de llegar. Es lógico pensar que estaban más cómodos con la anterior dirección, que sí sometía a profundo escrutinio y restricción a los discrepantes y además estaba nítidamente comprometida con las líneas ideológicas del actual oficialismo o mainstream.

Ante esta furia preventiva de no se sabe exactamente qué, para poner en orden las cosas, conviene recordar que antes del nuevo y del viejo Twitter, el insulto y las descalificaciones o acusaciones difamatorias eran ya perseguibles judicialmente. Además, como es lógico, los dirigentes políticos, cargos públicos o personas ampliamente reconocidas por su desempeño o profesión, ya soportaban también un mayor crítica y exposición que los sujetos anónimos o privados. Tampoco estaba consentido difundir imágenes sin consentimiento ni revelar aspectos de la vida privada o de la intimidad de las personas que no resultaran relevantes en la función pretendidamente informativa, tal y como apuntaba, entre otras, la Sentencia del TC 185/2002, de 14 de octubre. Y, entonces, si estas son las principales cuestiones que se debaten en red desde la perspectiva de los derechos fundamentales, hay que preguntarse qué ha cambiado realmente para tanto revuelo y tanta amenaza. No podemos más que concluir que la única explicación es el control de contenidos políticos o ideológicos en la red. Y esto es serio y muy peligroso.

Nuestros tribunales de justicia han venido priorizando la libertad de expresión y también la libertad de información por su directa relación con la opinión pública, que se presume libre e íntimamente vinculada con el pluralismo en un Estado democrático. Cuando esto se pervierte se acaba afectado de un modo u otro a todo el sistema constitucional. Y vistas las reacciones de estas semanas, todo apunta a que el control, no ya mayoritario, sino total, de la opinión pública empieza a ser un objetivo. Imposible no recordar el origen de los primeros periódicos en el siglo XVII, que contenían exclusivamente informaciones que interesaban al poder o cuestiones de comercio internacional. Ya el Cardenal Richelieu advertía por carta a Hugo Grocio de la importancia y potencial del invento, y por eso no dudó en proteger el periódico de Estado (La Gazzete) que fundara T. Renaudot en 1631, y que como sucedió con sus semejantes que aparecen en otros lugares, se convirtió en uno de los instrumentos favoritos de los gobiernos.

En efecto, algunos tenemos la sensación de que el sistema de protección de la libertad de expresión y la protección de los bienes jurídicos con los que podía colisionar era racional y ponderado. Pero todo este andamiaje empieza a resquebrajarse cuando desde el poder público y todas las fuerzas a él anudadas, se pretende la total hegemonía de su discurso en medios e incluso se empieza a considerar que los canales de distribución de mensajes u opiniones deben estar sometidos a un determinado control o al servicio de unos intereses. Lo que estamos viendo no es otra cosa que un violentísimo intento de blindaje de la opinión o criterio del poder o de determinados colectivos a él vinculados, condenando al disidente al ostracismo y a no pocos aquelarres públicos. Esto explica, entre otras cosas, el impresentable auge del término "negacionismo" en la comunicación y el debate público.

Me pregunto en este sentido qué resulta más censurable, corrosivo y venenoso para el sistema de libertades y la convivencia misma. Si un comentario malsonante, grosero, maleducado, un ataque personal o un juicio machista, que no tardará en calificarse como incitación al odio, según convenga, y que será perseguido por multitud de humanos travestidos en hienas telemáticas, o cuando se pasa por alto e incluso se acepta, que un Presidente de Gobierno o la práctica totalidad de un hemiciclo diga que "a las mujeres hay que creerlas siempre". Me pregunto qué merece más reproche, si lo primero, que se agota en el individuo que manifiesta la obscenidad sin que sepamos que efecto puede tener en la colectividad, o lo segundo, que supone una enmienda a la totalidad del sistema constitucional de derechos y libertades, con la clara intención de condicionar, no solo la opinión pública sino, llegado el caso, hasta la práctica de la justicia.

La libertad de expresión es por tanto hoy el campo de batalla donde la sociedad libre se juega su futuro. Hasta ahora, justo es decirlo, hemos tenido un sistema de protección que, no sin dificultad, ha contribuido razonablemente bien a la formación más o menos adecuada de la opinión pública, y por tanto al pluralismo en su sentido más amplio. Pero visto lo visto, no hay que descartar en lo sucesivo que el legislador decida intervenir intensamente la libertad de expresión con el pretexto, precisamente, de la incidencia en la opinión pública cuando ésta no le sea favorable. Ahí deberá mostrarse firme el Tribunal Constitucional, si para entonces no ha sido ya completamente fagocitado. Que seguramente será lo que ocurra.

Lejos quedan ya por tanto las preocupaciones que generaban el control de la radio o las televisiones como medios de masas e incluso su consideración como servicios públicos. Toda la problemática y la doctrina jurisprudencial al respecto parece ya el Pleistoceno, porque actualmente la principal preocupación y prioridad de nuestros gobernantes es el control ideológico de internet, de Twitter y demás redes sociales. Y esto tal vez se explica por su propia adicción. No a las redes, sino al poder.

*** Mientras escribía estas letras, Twitter acaba de suspender la cuenta de un reconocidísimo personaje público por unas declaraciones —que desconozco— y que parece ser que han considerado como incitación al odio.

Juan J. Gutiérrez Alonso es Profesor de Derecho administrativo en la Universidad de Granada.

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario