Mucho se ha escrito sobre el régimen fundado por Hugo Chávez, pero siempre se destacan los aspectos grotescos del personaje, olvidando lo fundamental: cómo se hizo, casi desde el principio, con un poder absoluto y, en apariencia, legal. Ganó las elecciones en 1998, cambió mediante referéndum la Constitución en 1999, mientras decenas de miles morían desatendidos en el Deslave de Vargas, llegó el año 2000 y se quedó hasta que murió. ¿Pero cómo? Se valora la multiplicación por diez del precio del petróleo que le permitió crear una base social adicta y subvencionada, a la que, al bajar el precio del barril y llegar Maduro, no vaciló en ametrallar. Se alude también a su carisma personal, fundado en una presencia televisiva constante y en la buena imagen que los comunistas de todo el mundo, con Castro manchado por el moho del tiempo, le dispensaron. Eso es verdad, pero ¿cómo convirtió una democracia casi ejemplar en una grosera dictadura?
En 2016 apareció un librito de apenas doscientas páginas, patrocinado por el Interamerican Institute for Democracy, de Miami. Su autor es un prestigioso abogado venezolano, Carlos Ramírez López, y su título Leyes infames en Venezuela, subtitulado, de forma más pedagógica, "Leyes habilitantes: apariencia de legalidad de una dictadura". Es la mejor síntesis que he leído sobre la forja legal pero contra la ley de una dictadura comunista moderna, nítida hasta para los legos en derecho que no hayan perdido ese sentido de la justicia sin el que la ley es mera competencia de farsantes.
El prólogo es de Carlos Sánchez Berzaín, cuyo artículo "Las leyes infames" en el Diario de las Américas (11 de noviembre de 2015) animó a Ramírez López —que había publicado anteriormente El fruto del árbol envenenado. La Constituyente como excusa para matar al Estado democrático— a explicar sencillamente ese mecanismo que llevó a Venezuela de la democracia a la dictadura y que puede activarse en cualquier otro país, incluido el nuestro. De hecho, desde la llegada al poder del Gobierno social-comunista, nadie ha avanzado tanto hacia la tiranía como España.
Una ley habilitante es o suele ser un recurso temporal de cesión de poder que el Parlamento concede al Gobierno para hacer frente a una situación de emergencia, por lo general económica, o un desastre natural. Sin embargo, en la Constitución bolivariana que Chávez hizo aprobar en 1999, durante el Deslave de Vargas, las leyes habilitantes son definidas de forma deliberadamente imprecisa, ampulosa y nebulosa en su artículo 203:
Son leyes habilitantes las sancionadas por la Asamblea Nacional por las tres quintas partes de sus integrantes a fin de establecer las directrices, propósitos y marco de las materias que se delegan al Presidente o Presidenta de la República con rango y valor de ley. Las leyes habilitantes deben fijar el plazo de su ejercicio.
Y además, el artículo 236.8 añade que una de las atribuciones del presidente es "dictar, previa autorización por una ley habilitante, decretos con fuerza de Ley".
Señala Ramírez López que, aunque se temía el plan dictatorial que guiaba a Chávez y la Asamblea Constituyente, se esperaba, al menos, una exposición de motivos para cambiar de raíz las leyes. Ni se molestaron. Para explicar la singularidad venezolana, el autor nos guía por las constituciones europeas y americanas, y en ninguna de ellas las leyes habilitantes conceden al Poder Ejecutivo franquía para legislar a su antojo, como la bolivariana. Pero hay un precedente claro, que probablemente explica la admiración de Pablo Iglesias por Carl Schmitt, el jurista del Tercer Reich. Es la ley habilitante o de plenos poderes que el Parlamento alemán concedió a Hitler en 1933, y sobre la que con velocidad de blitzkrieg estableció "legalmente" su tiranía. Se titula Ley para Solucionar las Urgencias del Pueblo y la Nación y dice:
El Reichstag (Gobierno) ha puesto en vigor la siguiente ley, la cual es proclamada con el consentimiento del Reichsrat (Parlamento), habiendo sido establecido que los requisitos para una enmienda constitucional han sido cumplidos:
Artículo 1: En adición al procedimiento establecido por la Constitución, las leyes del Reich pueden ser también emitidas por el Gobierno del Reich. Esto incluye las leyes referidas en los artículos 85.2 y 87 de la Constitución.
Artículo 2: Las leyes emitidas por el Gobierno del Reich pueden diferir de la Constitución en tanto no contradigan las instituciones del Reichstag y del Reichsrat. Los derechos del Presidente quedan sin modificación.
Artículo 3: Las leyes emitidas por el Gobierno del Reich deben ser promulgadas por el Canciller y publicadas en el diario oficial del Reich. Tales leyes entrarán en efecto al día siguiente publicación salvo que se indicara fecha diferente. Los artículos 68 al 77 de la Constitución no se aplican a las leyes emitidas por el Gobierno del Reich.
Artículo 4: Los tratados celebrados por el Reich con Estados extranjeros que afecten materia de legislación del Reich no necesitarán la aprobación de las cámaras legislativas. El Gobierno del Reich debe promulgar las reglas necesarias para la ejecución de tales tratados.
Artículo 5: Esta ley entra en vigor el día de su publicación. Queda sin vigencia el 1 de abril de 1937 o si el actual Gobierno del Reich fuese sustituido por otro.
Así nació la dictadura nazi: el Legislativo cedió al Ejecutivo —por cuatro años, para empezar— la promulgación de leyes, y renunció a supervisar los acuerdos con países extranjeros que podrían ser de guerra. Y vaya si lo fueron. Chávez y Maduro fundaron su "legalidad" no en una sola, sino en una sucesión de seis leyes habilitantes y más de trescientos decretos-leyes que las desarrollaron, sin situación de excepcionalidad que las justificase.
Once años y varias leyes habilitantes después, se produjo el episodio en el que Chávez, durante la grabación de su programa Aló, Presidente, se presenta en la Plaza Bolívar, de la mano de su hija y al lado de Jorge Rodríguez, hermano de Delcy, a la sazón alcalde de Caracas, y un montón de ruidosos partidarios detrás. En la plaza se conservaba una de las casas en que vivió Bolívar, y Chávez pregunta: "¿Qué es aquel edificio?". Jorge musita, apenado, que "son edificios que tienen locales comerciales", y ante tan horrible término explotador, el Gorila Rojo exhala: "¡Exprópiese!". Le gusta oírse, y repite con varios edificios la misma fórmula, porque igual que el elefante es feliz barritando y la hiena himplando, el comunista disfruta expropiando, o sea, robando, porque no piensa pagar al dueño lo que se apropia. La orgía expropiadora duró diez minutos y la hemos visto todos en televisión. Lo que no supimos o preguntamos es qué pasó después con esos comercios y esos comerciantes.
Carlos Ramírez nos lo cuenta: 91 comercios, dedicados a la joyería y otros productos que desde siempre se encontraban en esa plaza, cerraron. 600 trabajadores quedaron sin empleo. Un año después, la plaza no era el "centro histórico" que anunció Chávez, sino un sucio muladar abandonado. Expropiaciones de ese género, arbitrario, ruinoso, habilitado por unas leyes que solo habilitaban la corrupción y el despotismo, hubo más de dos mil. Lo mismo casas que fincas, comercios que fábricas, todo era expropiable, o sea, apropiado por la casta comunista bolivariana, la más corrupta del mundo.
Daba igual que su propia Constitución garantizase el derecho a la propiedad en sus artículos 115 y 116. Se improvisaban instrumentos legales que inhabilitaban la Constitución, como la Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública y Social (37.475 del 1 de julio de 2002), el decreto-ley contra el acaparamiento y, cómo no, la Ley de Precios Justos con la que sueña, desde antes y después de Lenin, todo revolucionario que desprecia el bienestar de la gente a cambio de disfrutar esa palabrería. La Checa Económica bolivariana se llama Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socioeconómicos, familiarmente, la Sundde. Y hace de los propietarios, sospechosos; de los legalistas, gusanos; y de todo opositor, una vil sanguijuela al servicio del imperialismo yanqui. He leído muchos libros sobre el desastre de Venezuela, pero pocos me han producido tal sensación de pena e indignación como el de Ramírez López.
Texto extraído de La vuelta del comunismo, de Federico Jiménez Losantos.