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Cristina Losada

Los Frankenstein acaban con sus creadores

El problema era y es que este Gobierno incorpora a los que quieren acabar con la nación española y hacen todos los días política para socavarla.

Pedro Sánchez, Gabriel Rufián y Yolanda Díaz durante el debate de la reforma laboral. | EFE

Este Frankenstein siempre ha salido caro y en este año que termina, más. Ha salido más caro porque el precio político que estaba dispuesto a pagar el principal partido del Gobierno a sus aliados fue en ascenso y las prisas por controlar ciertas instituciones aumentaron también, lo cual dio lugar a inéditos enfrentamientos entre poderes del Estado. Pasado el ecuador de la legislatura, perfilada en el horizonte una incierta cita electoral, socios y apoyos parlamentarios apretaron el paso y quisieron cobrarse, al contado y en especie, aquello que se les debía más los intereses. Ah, y el aguinaldo, que se entregó con ostentoso lazo amarillo en la recta final.

Suele decirse que en los Gobiernos de coalición el socio mayoritario acaba devorando a los pequeños, y hay casos que confirman esta variante política del dicho popular de que pez grande come al chico, pero aquí sucede lo contrario: los pequeños, cual pirañas voraces, se están comiendo a Sánchez y al PSOE, sin que el primero se haya resistido y sin que el partido —¿qué partido?— presentara oposición. Fue un silencio de los corderos en el que sólo se escucharon los ayes lastimeros de algunos barones perdidos.

En su balance de 2022, remedo de rendición de cuentas con el que se finge que existe una agenda de "regeneración democrática", el presidente dijo que se había gobernado "para la mayoría", pero las demandas y exigencias que más atendió el Gobierno fueron las de las minorías separatistas y las de la minoría de Podemos, minoría que a lo largo del año iba a consumar su desdoblamiento y ruptura. La cara amable de Yolanda Díaz, un caso extraordinario de reinvención, y la cara adusta de las Montero y Belarra, más el retirado Pablo Iglesias, entraron en franca y abierta pugna.

La mayor dependencia y subordinación del Gobierno a sus aliados tiene su raíz en acontecimientos y fenómenos que debilitaron al Ejecutivo y a los socialistas en concreto, y que erosionaron su base electoral, indicador esencial para un partido político. Aunque no sería en los primeros compases del año, sino más adelante, cuando el indicador se empezó a situar en niveles de alarma para Sánchez. La primera cita electoral de 2022, en febrero, en Castilla y León, no les fue propicia a los socialistas, pero pudieron aprovecharla para relanzar uno de sus temas preferidos: el miedo a la ultraderecha.

El Partido Popular, que había adelantado las elecciones con la esperanza de sacar mayoría absoluta, y quitar de en medio a Ciudadanos, no obtuvo lo que esperaba y se vio abocado a integrar a Vox en el Gobierno autonómico. Era la primera vez que Vox entraba en un Gobierno y esto le dio a la izquierda la oportunidad para recuperar variantes de la "alerta antifascista". Desde la "foto de Colón", en febrero de 2019, habían optado por hacer de Vox un "coco" con el que asustar al electorado en general, movilizar al votante de izquierdas y deslegitimar cualquier alianza que pudiera formar el PP con el partido de Abascal. Con la entrada de Vox en un gobierno autonómico, esa estrategía se intensificó. Pero al llevarla hasta el paroxismo meses después tuvo efectos imprevistos. Fue en las elecciones andaluzas, segunda cita electoral del año.

No tenían los socialistas la esperanza de salir triunfantes, pero tampoco contaban con lo que sucedió. Su campaña volvió a recurrir al temor a Vox, que había destacado allí, como candidata, a una de sus líderes más populares, Macarena Olona. Pero ni el miedo ni la candidata tuvieron el efecto esperado. El grito "¡que vienen los ultras!" no galvanizó a la izquierda y Olona no conquistó a la derecha, un fracaso que provocaría su marcha inamistosa del partido.

El resultado fue una mayoría absoluta del PP, y Juanma Moreno pudo ser investido de nuevo presidente sin necesidad de contar con otro partido. El golpe para el PSOE fue durísimo. Primero había perdido la Junta, después de décadas de monopolio, pero ahora ya podía despedirse de una región que pocos años antes era suya. Si se trasladaba este cambio a las generales, como apuntaban algunos indicadores, perdía además uno de sus graneros de voto más importantes.

La expectativa de una recuperación económica después del parón de la pandemia se frenó en seco cuando la subida de precios, que ya había tomado cuerpo en 2021, inició una escalada que la llevaría a tasas nunca vistas desde la década de 1980. La invasión de Ucrania por Rusia, augurada por unos pocos y descartada por la mayoría, se produjo el 24 de febrero y, contra las previsiones de Moscú, encontró una firme resistencia ucraniana, que pudo contar enseguida con el apoyo de Estados Unidos y países de la UE. La guerra mandó a la estratosfera los precios de los carburantes y de la energía, previamente tensionados por las políticas de la transición verde de la Unión Europea.

Enfrentado a un fenómeno inflacionario que dañaba el poder adquisitivo de la mayoría de la población y a muchos sectores productivos, Sánchez encontró en la "guerra de Putin" el imprescindible chivo expiatorio y trató de sortear la situación con paquetes de medidas que llegaron tarde, mal y a rastras, siempre provistos de fechas de caducidad muy cortas. Se forzó a reducir el consumo de electricidad con obligaciones como apagar los escaparates de noche. Se bonificaron los carburantes y, a pesar de su resistencia a reducir impuestos, el Gobierno tuvo que bajar otra vez el IVA de la luz, y en el tercer trimestre el del gas.

La inflación fue uno de los factores que más incidió en el debilitamiento del Gobierno y de sus expectativas electorales, y al mismo tiempo fue uno de los que contribuyó a impulsar a un Partido Popular que acababa de sufrir y superar una crisis de liderazgo. Fue en febrero cuando estalló, al difundirse que los máximos dirigentes nacionales, Pablo Casado y Teodoro García Egea, habían ordenado investigar a la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, por un contrato de compra de mascarillas en el que había mediado su hermano. El incidente y un trasfondo de disputas y deslealtades puso en alerta a los principales barones del PP, que decidieron intervenir.

En cuestión de días, dimitió García Egea y Casado anunció que no se presentaría al Congreso extraordinario que se convocó para abril, y en el que hubo un solo candidato: Alberto Núñez Feijóo. De este modo, Feijóo, del que se habló como sucesor de Rajoy, pero no llegó a dar el paso entonces, abandonaba la presidencia de Galicia y se hacía, al fin, con las riendas del partido. Enseguida los sondeos dieron una subida del PP tras el cambio de liderazgo y no tardaron los socialistas en tratar de echar abajo el "efecto Feijóo" y la imagen de experiencia, capacidad de gestión y moderación que se había labrado el dirigente gallego. El intento de destruir esa imagen fue una constante durante el resto del año, una persistencia indicativa de que se le veía como un rival peligroso. Así lo fueron certificando la mayoría de los sondeos, salvo los del CIS, que continuaron dando buenas noticias al PSOE.

La inauguración del curso político que hizo Sánchez en septiembre con alusiones a unos "poderes ocultos" que deseaban derribar al Gobierno puso de manifiesto un cambio de estrategia de comunicación frente a las perspectivas poco halagüeñas. Sánchez señalaría como enemigos a los "poderosos", los identificaría con ciertas grandes empresas e intereses, y vincularía a esos poderes oscuros con Feijóo. El Gobierno de progreso de otrora pasó a llamarse el Gobierno de la gente. Se apropiaba así Sánchez de un lenguaje de impronta podemita, un indicio de que el PSOE creía que si podía morder en alguna base electoral, iba a ser en la de sus socios.

Tal vez por ese motivo consintieron los socialistas dos de los proyectos legislativos más nocivos y chapuceros del año. Los dos pergeñados por Podemos. La ley del "sólo sí es sí", engañosamente presentada como la que ponía por primera vez el consentimiento en el centro, se hizo de tal manera que condujo a la rebaja de penas y a excarcelaciones de condenados por agresiones sexuales. El trayecto que había empezado en el delirio colectivo contra la primera sentencia de La Manada, bajo el grito de "¡no es abuso, es violación!", terminaba con la reducción de penas a violadores. El otro proyecto, la "ley Trans", provocaría un amplio rechazo, también dentro del propio PSOE, pero ni siquiera la oposición de feministas socialistas pudo evitar que se aprobara.

El mayor beneficiario de la debilidad socialista iba a ser el separatismo catalán. Como siempre, se dirá. Sí, pero este año más aún. El 2021 fue el año del indulto a los condenados por el golpe de octubre. Salieron de la cárcel cantando victoria. Pero aquella victoria no era suficiente para Esquerra Republicana. Tampoco para los socialistas. No bastaba con perdonar el delito: había que quitarlo. Y se quitó del Código Penal el delito de sedición, y se rebajaron las penas por malversación. La actuación frente al golpe separatista quedaba desmantelada y desautorizada. Pero así el socialismo, además de estrechar su alianza con la Esquerra, podía entregarse a la ficción de "cerrar el procés", igual que se había entregado, años antes, a la ficción de arreglar para siempre el "encaje de Cataluña en España", que es donde está el origen del procés mismo. Esquerra exigió enseguida un referéndum de independencia.

Mientras Sánchez negaba que fuera a permitir un referéndum de autodeterminación en Cataluña, concluía una crisis institucional sin precedentes entre el ejecutivo, el legislativo y el Tribunal Constitucional. Alegando el prolongado bloqueo del PP, el Gobierno quiso aprobar, a través de un atajo, reformas que modificaban las normas y funciones del Constitucional. El intento lo frenó el propio TC al aceptar un recurso de amparo de los diputados del PP, pero no sin que antes se advirtiera a los magistrados de que frenarlo era un golpe contra la democracia y se hiciera, en fin, una ruidosa campaña de intimidación.

La tensión ponía de manifiesto la urgencia del PSOE por controlar el Tribunal Constitucional o por disponer al menos de la posibilidad de controlarlo, gracias a una mayoría "progresista". Una urgencia que parece obedecer al interés socialista en recuperar en su integridad aquel malhadado Estatuto catalán, que fue podado o matizado por el TC, y en abrir la puerta a una "consulta" en Cataluña. Claro que por esa puerta, no importa qué tipo de consulta ni qué clase de Estatuto, lo que va a pasar es una nueva movilización del separatismo con el objetivo conocido: una declaración de independencia.

Fue un dirigente socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien bautizó como Frankenstein a un acuerdo de investidura entre socialistas, podemitas, nacionalistas y separatistas. Lo hizo en 2016, en unos cursos de verano, diciendo que lo que proponía Pablo Iglesias entonces, como alternativa a que gobernara el PP de Rajoy, era un Frankenstein y no un Gobierno de izquierdas. El problema de la monstruosa criatura no era, sin embargo, que no fuese de izquierda pura. El problema era y es que incorpora a los que quieren acabar con la nación española y hacen todos los días política para socavarla. Es éste el rasgo que hace de una coalición o alianza así un caso insólito en nuestro entorno. Más aún cuando se cede a sus demandas disgregadoras.

Rubalcaba se equivocaba, como tantos, al dar el nombre de Frankenstein a la criatura compuesta con materiales de la sala de disección y el matadero. En la novela de Mary Shelley, Víctor Frankenstein es el que insufla vida a ese monstruo, y es también el que la pierde, o eso suponemos, cuando emprende su última búsqueda para intentar destruirlo. Porque, de un modo o de otro, los Frankenstein siempre acaban con su creador.

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