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Federico Jiménez Losantos

Libertad, Igualdad, Propiedad: los fantasmas del socialismo

El problema del socialismo es, en última instancia, el concepto mismo de socialismo.

El problema del socialismo es, en última instancia, el concepto mismo de socialismo.
La ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra. | EFE

Texto sacado de Memoria del comunismo, de Federico Jiménez Losantos.

El debate en la Liga de los Derechos del Hombre no solo es la mejor guía de denuncia de las atrocidades leninistas desde sus inicios, sino de cómo nace el afán de ocultarlas que caracteriza a la izquierda hasta hoy. Porque lo importante, un siglo después de 1917, no es saber cómo pudo imponerse y triunfar en Rusia un Estado comunista —aunque vale la pena, porque en el huevo de su implantación está el buitre que vino después—, sino cómo es posible que, pese a las monstruosas matanzas, sin parangón en la historia de la humanidad, y pese al empobrecimiento, la hambruna y la miseria que produjo y produce en la inmensa mayoría de la población —no en los miembros del partido—, el comunismo siga siendo hoy un referente legítimo, en realidad el referente último, aunque a menudo oculto, de lo políticamente correcto en los medios de comunicación, las aulas y todas las formas clásicas y modernas de formación de la opinión pública desde 1917.

(...).

Si acudimos a los orígenes y desarrollo de la Revolución Francesa (El antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville, 1856) vemos cómo el lema "libertad, igualdad, propiedad", que es la raíz de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano va siendo sustituido por el de "libertad, igualdad, fraternidad", siendo ese último y nebuloso concepto el cauce para imponer el terror colectivista de 1792, que destruye la legalidad, roba la propiedad y convierte la libertad en algo interpretable por el poder, con la guillotina como argumento infalible.

Robespierre no llegó a leer la famosísima Tesis XI de Marx sobre Feuerbach: "Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo; se trata de transformarlo". Es una estupidez que no significa nada, salvo que Marx se considera superior a todos los filósofos desde Sócrates, pero que ha servido durante siglo y medio al movimiento comunista mundial para oponer e imponer la fuerza sobre cualquier argumento racional. Eso no le hizo falta a Robespierre. Su método de transformación de tanta fatigosa interpretación se llamó guillotina. En el de Lenin, Gulag. Y navegando entre el Terror de 1792 y el terror rojo de 1917 vemos ahogarse a los socialistas. Hasta hoy.

Porque el problema del socialismo es, en última instancia, el concepto mismo de socialismo. No es posible defender la propiedad privada, aunque sea para heredarla, sin un régimen legal que la proteja. Y no existe libertad si no protege la propiedad. Por eso en la Liga el debate sobre el dinero, el comercio y la propiedad, que como denuncian los rusos han destruido por completo los bolcheviques, no suscita discusión. Por eso no se piden datos sobre la liquidación leninista de la legalidad. Por eso no hay preguntas sobre la abolición del dinero. Por eso, sobre la ruina del comercio, se limita a constatar los problemas de abastecimiento, no que proviene de prohibir la compra y venta de propiedades legalmente protegidas.

Hay una anécdota que vale por la mejor de las historias sobre el efecto del comunismo en la vida cotidiana de los trabajadores y del país. La cuenta Petit, ingeniero que vive en Rusia de septiembre de 1916 a abril de 1918 y la cita Jelen en La ceguera voluntaria:

Cuando viajé por el norte de Rusia hablé con algunos habitantes de la región cercana al lago Onega. La población de esta zona vive de la pesca.

—¿Pueden venderme pescado? —pregunté.

—No, no tenemos.

—¿No se pesca por aquí?

—Ahora ya no se pesca, porque cada vez que volvíamos con pescado los guardias rojos nos lo quitaban.

Por este mismo motivo —añade Petit—, el campesino trabaja exclusivamente para satisfacer sus necesidades personales. La consecuencia de ello es que el hambre se extiende por todas partes.

Pero ¿cómo condenar el fin de la propiedad, la legalidad y el dinero sin condenar el socialismo? Es verdad que el efecto inmediato, comprobado en Rusia, es una espantosa tiranía y el empobrecimiento, excepción hecha de los comunistas, de la población, que acaba, literalmente, muerta de hambre. Pero si el socialismo, que busca abolir el dinero (herramienta de opresión), la propiedad (garantía de desigualdad porque no todos producen y ahorran lo mismo) y la legalidad (herramientas de las clases poseedoras) se muestra como la ruina para los que menos tienen a costa de que los revolucionarios se queden con todo, sin otra ley que su capricho ni otros argumentos que la cárcel y el asesinato, ¿qué queda del socialismo? Obviamente, queda la valiosa, muchas veces heroica, lucha de los que trabajan para conseguir mejoras laborales e incorporarse plenamente a las instituciones políticas de su país, sin discriminación por apellidos o renta. Y una parte de los socialistas franceses de 1918 lo ven con honradez y claridad infinitamente mayores que los socialistas futuros, cayados del comunismo y callados ante la ruina y las masacres, que ocultaron los hechos del, con razón, llamado socialismo real.

No es el único socialismo posible, como desde la Comuna a la Primera Guerra Mundial y de la Segunda Guerra Mundial a la caída del Muro y la implosión de la URSS se demuestra en los países libres o semilibres, nunca comunistas. Pero el soviético es el más excitante para los que, sin experiencia de trabajo físico —intelectuales y profesores, funcionarios y turistas—, ven en ese mundo igualitario el cumplimiento de una fantasía, y vuelven a su país evitando cuidadosamente comprobar que la realidad de su paraíso es un infierno.

La fórmula política más exitosa tras la guerra, que sigue hoy gozando de una absurda popularidad, es la nacionalización. De origen socialista, busca abolir la propiedad privada y controlar el comercio y los precios mediante el control de las materias primas, a las que se atribuye un valor ilimitado, escamoteado a las naciones por los mercaderes, y los comunistas rusos son los primeros en implantarla. Tras ellos, los fascistas italianos de Mussolini, exdirector del diario socialista Avanti! y admirador del golpe de Estado de Lenin, aunque su socialismo, a diferencia del de la Komintern, se proclama nacionalista. Y tras Mussolini, la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, que marcó la política económica del franquismo hasta 1959, y tuvo en la nacionalización de la banca, tan in- tervenida como ahora, el balsámico eslogan para anunciar y aplazar la "revolución pendiente".

Pero la Falange fue solo uno de los muchos movimientos europeos de signo fascista, el más importante de los cuales llega al poder una década después de la marcha de los camisas negras sobre Roma: el Partido Obrero Nacional-Socialista Alemán de Adolf Hitler, cuyo elemento diferencial con respecto al fascismo italiano era el proyecto de exterminio de los judíos y otras "razas inferiores", así como discapacitados físicos. Siempre hubo en la izquierda, sobre todo francesa, y en la derecha católica un factor antisemita, que amalgama "el capital sin patria" y la muerte de Jesús. Émile Zola, héroe moral del caso Dreyfus, lo muestra en una extraordinaria y poco conocida novela escrita en 1891, El dinero (Debate, 2001), una fábula sobre el antisemitismo que fue real: la estafa piramidal de la Banca de Jerusalén, que para arrebatar el crédito a los judíos acabó arruinando a decenas de miles de cristianos.

El factor antisemita en los fascismos esgrime a menudo una razón anticomunista, que parte de un hecho objetivo: la cúpula dirigente de los bolcheviques estaba compuesta mayoritaria, casi absolutamente, por judíos. En el grupo que toma el poder, solo hay un ruso, Stalin, sin padres o abuelos judíos. El abuelo judío Ulianov se hizo ortodoxo, pero Lenin siempre tuvo por los judíos una admiración comparable a su desprecio por los rusos.

Sin embargo, salvo en el caso nazi, el elemento antisemita era muy difuso en la doctrina económica socialista, artillada por el judío Marx. Los judíos, perseguidos en tantos países, vieron siempre con simpatía el "internacionalismo proletario", aunque proletarios judíos bolcheviques nunca hubo. Eran los intelectuales, profesores, periodistas e hijos de gente acomodada que fueron esenciales en la creación de la I y la II Internacional, antes incluso de que la oleada de pogromos en Polonia y Rusia activara el sionismo de Herzl que llevó a la creación del Estado de Israel, cuya razón de ser era la libertad y la supervivencia, pero cuyo símbolo fue el archisocialista de los kibutz.

En general, lo que identifica a los fascismos es que nacen como reacción al triunfo bolchevique, pero imitan su negación del liberalismo, su burla de las urnas, su economía planificada, sus nacionalizaciones y su desprecio a la libertad de mercado. Al final, su forma de combatir al comunismo fue parecérsele.

Tiendas vacías y cárceles llenas

En los informes a la Liga sobre la economía rusa hay una curiosa diferencia: los franceses dan muchos detalles sobre la falta de alimentos y productos concretos. Los socialistas rusos dan una interpretación global, a menudo moral. Otro conocedor de Rusia, Patouillet, describe así la ruina del comercio, similar a la de la industria, víctima de las nacionalizaciones:

Ya no existen comercios privados. El Estado es ahora el único comprador y el único vendedor. Pero no por ello la vida es más fácil. Al contrario: las tiendas oficiales están casi siempre vacías. Para abastecerse, es indispensable recurrir al mercado negro, extraordinariamente activo. Han fracasado todos los intentos para limitar el aumento de los precios mediante tasas. Los productos tasados desaparecen del mercado y se venden bajo mano. La principal consecuencia de estas medidas ha sido el desarrollo del espíritu de especulación en todas las clases sociales. Algunos especuladores fueron fusilados, pero esos fusilamientos no impidieron la proliferación de acaparadores, mercachifles y campesinos dispuestos a comerciar con sus productos.

Como estamos entre socialistas, no se dice que el campesino comercia con lo que es suyo, no del Estado bolchevique. El mercado negro es una respuesta a ciegas de la propiedad cuando la ley impide el comercio. Lo que sí se ve desde el principio es la corrupción del propio Estado, cuyo abuso legal se convierte en real, contante y sonante, para sus comisarios. Esa corrupción, intrínseca al bolchevismo desde la misma noche de la toma del Palacio de Invierno, cuya cima militar fue el saqueo de sus bodegas, nace de una autoridad sin barreras y desemboca en una corrupción ilimitada. El ingeniero Petit añade a lo dicho por Patouillet sobre tiendas y mercados:

Entre otros rasgos nefastos del régimen de los soviets destaca un grado de corrupción que sobrepasa todo cuanto se vio durante el zarismo. Al día siguiente de la nacionalización de los bancos por los bolcheviques, hubo individuos que se dirigieron a aquellos cuyo dinero había sido incautado y les propusieron facilitarles la suma que necesitasen a cambio de una gratificación del 10 por ciento de la totalidad de su saldo.

En cuanto a los soviets de las fábricas, las exigencias extravagantes que formulan no son sino un medio para incrementar el precio de las concesiones. Añado que los bolcheviques promueven la sobreexcitación de todos los antagonismos sociales, para llevar al paroxismo el odio entre las clases sociales. Alimentan la idea del obrero según la cual el patrono y el ingeniero son sus enemigos. Ello provoca la ruina de las fábricas, la anarquía, la imposibilidad de conseguir cualquier artículo necesario para la vida diaria, el desánimo, la desmoralización y, por fin, la indolencia.

La nacionalización de la industria en Rusia nace de esa corrupción en las relaciones laborales que es producto de la falta de legalidad que proteja a la propiedad. Sigue un proceso similar al de todos los grandes cambios del régimen: fracaso absoluto en una gestión provisional de tipo mixto —poder soviético con asistencia empresarial— que obliga a acelerar el plan previsto, que de todas formas era la expropiación total, es decir, la apropiación de todo por parte del Partido-Gobierno-Estado bolchevique.

Patouillet describe el proceso de nacionalización de la industria:

Primera etapa: el gobierno decide no confiscar las fábricas brutalmente, sino permitir a los empleados y obreros colaborar en la dirección y controlar la producción (...). Los obreros de una fábrica se organizan en un soviet que delega un comité obrero para vigilar a la antigua dirección y al antiguo personal, a los que solo se reconocen competencias técnicas (...). Este sistema hubiera podido funcionar porque no implicaba la total perturbación del mecanismo existente. Por desgracia, los comités de control cayeron en manos de agitadores y líderes que intentaban hacerse con las propias empresas y eliminar a los propietarios.

Segunda etapa: vejaciones y persecuciones con la finalidad de obligar a los propietarios a abandonar las empresas. Una vez conseguido este propósito, la productividad disminuyó en enormes proporciones. Tanto soviets como comités de control han sido incapaces de asumir el control de las fábricas por falta de personal técnico. Se han dirigido al Estado para que les ayude a mantener el funcionamiento de las instalaciones. Se doblaron y hasta triplicaron los sueldos y se redujo la jornada laboral. Apenas se producía, pero los gastos se iban incrementando más allá de todas las previsiones, mientras escaseaban los ingresos.

Tercera etapa: el Estado bolchevique, alarmado ante la situación, pensó tomar las riendas de las empresas por cuenta propia. Así se llevó a cabo la nacionalización de la industria, provocada por la idea de poner fin a la gestión demasiado costosa de los soviets de las fábricas. El resultado no fue menos desastroso. El Estado se vio desbordado por esta tarea pesada y ruinosa.

Los historiadores, incluido Jelen, y prácticamente todos los testigos de la época, atribuyen a la mala conciencia de los socialistas franceses por participar en el gobierno y votar todos los créditos de guerra su cobardía e incapacidad para condenar los crímenes de Lenin, que desde Zimmerwald se presentaba como abanderado de la paz; pero eso explicaría su comportamiento entonces, no durante setenta años, hasta la caída del Muro y el fin de la URSS. En mi opinión, lo que pasa es que los socialistas ven en los comunistas algo que ya no pensaban ver porque la realidad lo hacía indeseable: la vieja utopía de acabar con el dinero y la propiedad. Es curioso que en el debate no haya una sola explicación —al menos, reseñada por Jelen— sobre el deliberado proceso de inflación que promueve el gobierno de Lenin para acabar con el dinero mediante la impresión masiva de billetes, convertidos en "papel pintado" (Pipes, 2017). El proceso sigue el mismo patrón: incapaces de controlar el valor de la divisa, los bolcheviques deciden crear billones de rublos que en pocos meses han perdido todo su valor. Sin embargo, el intento de pagar a los campesinos con "papel pintado" provoca una cólera mayor que si les quitaran el grano y las reses, porque añaden al robo la burla y el escarnio. Tampoco hay referencias sobre la destrucción de la legalidad que se produce desde los comienzos de la revolución. Sin embargo, cuando la Liga hace públicas sus conclusiones sobre la "Investigación de la situación en Rusia", en abril de 1919, Raoul Labry, agregado de Letras en el Instituto Francés de San Petersburgo, está ya ultimando un resumen de las leyes y decretos publicados por el régimen leninista. Saldrá en forma de libro con el título Una legislación comunista unos meses después (editorial Payot, 1920) y Jelen reproduce el índice como anexo en La ceguera voluntaria.

Pero hay dos decretos en los que, a diferencia de lo que ocurre con los bolcheviques en lo económico o lo militar, no hay improvisación: el de la "Composición y procedimiento del tribunal provisional revolucionario" y, sobre todo, el "Decreto sobre la supresión de los tribunales de primera instancia, de las audiencias territoriales, del Senado, de los tribunales militares y marítimos, de los tribunales de comercio". Eso es lo que derrumba por completo el Estado: cerrar todos los juzgados, despedir a todos los jueces, privar del amparo de la ley a todos los rusos. Eso fue la revolución.

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