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Marcos Falcone

Argentina y los controles de precios: un siglo de decepciones

Presidentes de todo tipo han acusado en algún momento a los comerciantes de "especuladores" que debían ser controlados y sancionados.

Presidentes de todo tipo han acusado en algún momento a los comerciantes de "especuladores" que debían ser controlados y sancionados.
La vicepresidenta argentina y líder de la izquierda de su país, Cristina Fernández, | GTRES

Desde que tengo uso de la razón, los precios en mi país suben. Y rápidamente. Sé que si veo algún producto o servicio que necesito, debo comprarlo inmediatamente porque la próxima semana será más costoso. Más aún, me he acostumbrado a que si puedo ahorrar cuando recibo mi salario debo correr a comprar dólares: los mismos pesos que hoy compran una cosa, el mes que viene no lo harán. Y si yo sé cómo actuar es porque lo he aprendido de otros, en especial de mi familia: durante casi toda la vida de mis padres, el problema ha sido siempre el mismo. Y la respuesta del Estado a la inflación, aunque parezca increíble, también ha sido siempre la misma: controlar los precios. Nunca ha funcionado.

Por lo menos desde 1921, el Estado argentino ha apelado a los controles de precios como antídoto para luchar contra la inflación. Desde Juan Domingo Perón en su Segundo Plan Quinquenal hasta Alberto Fernández y su "guerra contra la inflación", presidentes de todo tipo han acusado en algún momento a los comerciantes de "especuladores" que debían ser controlados y sancionados. Tristemente, la lista de políticos argentinos que ha clamado por controles de precios no se detiene en los peronistas sino que incluye también a expresidentes que no lo son como Raúl Alfonsín y Mauricio Macri. En un país a simple vista dividido, donde hoy es tan ancha la "grieta" entre seguidores y detractores de la expresidente y actual vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner, puede decirse que los controles de precios han sido una auténtica política de Estado.

Pero en la vida cotidiana, el único efecto que los argentinos experimentamos a partir de los controles de precios es el desabastecimiento o la imposibilidad de acceder a un producto o servicio. En los supermercados, los productos "oficiales" no existen o duran poco tiempo en las góndolas: sus precios son tan absurdos que las empresas no los quieren producir. Así es como aparecen clásicos carteles como "solo una botella por persona" si uno quiere comprar aceite, y así también es como nos acostumbramos a ver paquetes de galletas que en lugar de pesar 150 gramos pesan 149 porque de esa manera la empresa sí puede comerciar a precios de mercado. Pero en un ámbito como el de la aviación, las tarifas mínimas que buscan proteger el monopolio estatal de Aerolíneas Argentinas hacen que volar, por ejemplo, sea una opción artificialmente costosa para los ciudadanos de a pie en el octavo país más extenso del mundo. El Estado interviene los precios para arriba o para abajo, pero el resultado siempre es malo.

La existencia de controles de precios ha sido un absoluto fracaso en Argentina, y el motivo es sencillo: no atacan la raíz del problema, sino solamente su consecuencia. Si yo empezara a comer quince hamburguesas por día sin hacer ejercicio físico y aumentara de peso hasta alcanzar 200 kilos, podría someterme a un bypass gástrico y eso me haría adelgazar; pero si yo siguiera con la misma dieta luego de la cirugía, volvería a subir de peso. De la misma forma, con los controles de precios el Estado puede tener algún éxito inicial, pero en el largo plazo nunca funcionan si el problema de base no se ataca.

Ese problema de base que los argentinos casi nunca hemos atacado es el hecho de que nuestros gobiernos permanentemente gastan más dinero del que ingresan, y cuando lo piden prestado no lo devuelven. Un país que ha entrado en default tantas veces a lo largo de su historia no es uno donde existan demasiadas personas con intenciones de prestarle al gobierno, con el resultado de que el déficit fiscal debe ser financiado con simple emisión monetaria. Y si distintas administraciones "inundan" al país de pesos, ellos dejan de tener valor: esta historia ya se ha visto en el Antiguo Egipto, en la República de Weimar, en la Unión Soviética y en tantos otros lugares reseñados por Robert Schuettinger e Eamonn Butler en su libro 4000 años de controles de precios y salarios. En un país como la Argentina, que acumula décadas de déficit fiscal, el resultado de esta política es conocido.

En general, los controles en la Argentina han sido tan inútiles que los únicos períodos en los que la inflación se detuvo han sido aquellos con precios libres. Yo nací en 1995, un año en el que la inflación "dio cero" y en el medio de la única década reciente donde el país prácticamente no tuvo controles de precios. El presidente Menem se quejaba entonces de que, hasta esos años, el Estado "se metía donde no le corresponde" con terribles resultados: el gobierno de su predecesor Alfonsín, así como su propia administración, habían protagonizado hiperinflaciones que pocos años después eran solamente un mal recuerdo. ¿Por qué? Porque Menem, en el interín, no solamente había dejado de enviar inspectores a los supermercados sino que había eliminado organismos como la Dirección Nacional del Azúcar, la Junta Nacional de Carnes o la Junta Nacional de Granos, que se dedicaban a fijar precios, y había también eliminado impuestos pensados para abaratar productos, como los derechos de exportación. Todo eso ha quedado en el pasado.

El experimento de la década de 1990, que colapsó precisamente una vez que el país volvió a tener déficit fiscal y se endeudó desmedidamente, es en la actualidad reivindicado solo por algunos políticos de la oposición: gran parte de la ciudadanía todavía cree que los controles de precios funcionan incluso si la evidencia de que este no es el caso está frente a sus narices. En efecto, hoy ya no se trata solamente de galletas o billetes de avión: en las últimas dos décadas las administraciones Kirchner han intervenido precios como el de la energía, con el resultado de que nadie invierte en ella y los cortes de luz son ahora comunes; y el del dólar, con el resultado de que existen ahora múltiples tipos de cambio porque el "oficial" y barato solo existe para los amigos del gobierno. La presión alcista de los precios es lógica: el gobierno argentino, en el que nadie cree, tiene los mercados de deuda cerrados, y la fenomenal disparada del gasto público durante el kirchnerismo vuelve inevitable la emisión monetaria. Lamentablemente, la Argentina del presente ha vuelto a los controles de precios porque el déficit fiscal ha vuelto, la inflación ha reaparecido con él, y no existe voluntad real para frenar a ninguno.

En un cínico giro en los acontecimientos, el último programa de control de precios implementado por el gobierno de Alberto Fernández ha sido denominado "Precios Justos", tal como el dictador venezolano Nicolás Maduro llamó en el pasado al suyo. Pero la inflación no se ha dado por enterada: la tasa que alcanzaba el 53,8% en 2019, año en el que comenzó la administración peronista, llega hoy al 94,8% anual, mientras el ministro de economía festeja que ha habido un mes en el que los precios han subido apenas por debajo del 5%. Si suena distópico, es porque lo es. Si yo fuera español, preferiría no vivirlo.

Marcos Falcone (Fundación Libertad).

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