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Daniel R. Rodero

Suspiros de Italia

La historia de la DC presenta no pocas claves de por qué la Conferencia Episcopal se negó a que en España surgiera un partido netamente democristiano.

La historia de la DC presenta no pocas claves de por qué la Conferencia Episcopal se negó a que en España surgiera un partido netamente democristiano.
El cadáver de Aldo Moro, descubierto en un maletero. | Archivo

He visto en Filmin Exterior noche, la miniserie dirigida por Marco Bellocchio sobre el secuestro y asesinato del presidente de la Democrazia Cristiana Aldo Moro. Estructurada en seis capítulos, la obra ofrece una visión poliperspectivista del suceso. Mientras que el primer episodio sirve de planteamiento general, los restantes abordan los cincuenta y cinco días que duró el cautiverio a través de la mirada y la angustia del ministro del Interior, del papa Pablo VI, de los terroristas de las Brigadas Rojas (a la sazón, responsables directos del crimen), de la familia Moro y de la propia víctima. El resultado es creíble, tanto por la lograda caracterización de los personajes como por el rigor de lo narrado; si bien nos atrevemos a reprochar que no ahonde suficientemente en aquella jaula de grillos y madriguera de corrupciones que fue el régimen de la DC (algo así como el PRI de México, pero en la Italia de la segunda mitad del XX).

El rapto se produjo la mañana del 16 de marzo de 1978, en Vía Fani, cuando varios miembros de las BR asaltaron los coches de Moro y su escolta, abriendo fuego contra cinco conductores y guardaespaldas, quienes murieron en el acto. El presidente de la DC se dirigía al Congreso, donde su colega Giulio Andreotti había de someterse a una moción de confianza. Por primera vez, el Partido Comunista, liderado por Elio Berlinger, apoyaría —en parte desde dentro, en parte desde fuera— a los conservadores moderados de la DC. Era la puesta en práctica del denominado Compromesso storico, del que Moro había sido ideólogo y negociador.

El hecho de que una formación más o menos de derechas optase por estrechar lazos con un partido comunista en el centro de la Europa libre no podía sino alertar a los Estados Unidos, cuya mano se ha querido ver meciendo la cuna del secuestro. Sin embargo, el telefilme no se atreve a sugerir, salvo muy vagamente, la posibilidad de implicaciones internacionales, acaso porque no existen pruebas que la refrenden y hacerlo aproximaría la serie a la ficción conspirativa.

La viuda de Moro explicó con posterioridad que Kissinger había amenazado a su marido, instándole a "abandonar su política de colaboración con todas las fuerzas políticas de su país… o lo pagará más caro que el chileno Salvador Allende". Pero, como sentó Leonardo Sciascia en las conclusiones de la comisión del Parlamento Italiano constituida al efecto, "no creemos que el aviso (o la amenaza) que [Moro] recibió estando en un país presuntamente ‘amigo’, por parte de una autoridad de ese país, guarde relación con su muerte por el simple hecho de que la recibió. Estas cosas (…) se hacen sin avisar; es más, no avisar es condición necesaria para hacerlas".

Exterior noche parece abonar la tesis de que si los terroristas pudieron lograr su objetivo se debió a la inoperancia del estado italiano y, más en concreto, a la del ministerio del Interior. Lo cierto es que la escolta de Moro era poco menos que decorativa; el exterrorista Savasta llegó a declarar que "no parecía verdadera". Apenas el jefe de la seguridad de Moro, señor Leonardi, y el agente Ricci demostraron una competencia acorde a su cometido, hasta el punto de que ya a finales de 1977 el primero avisó a sus superiores de que un Fiat 128 blanco los vigilaba, en tanto que el segundo había insistido en la urgencia de que el coche oficial fuese blindado.

Muestra de la ineficacia policial es la escena en que dos carabinieri timbran en un piso donde sospechan que vive un comando de las BR. Dado que nadie abre la puerta, los agentes desisten de acceder al inmueble por otros medios. Y aun cuando el espectador no informado pueda tachar la escena de delirante o de licencia cinematográfica, fue real. Ocurrió durante el tercer día de secuestro, en Vía Gradoli, en un apartamento alquilado por un presunto ingeniero apellidado Borghi e identificado después como Mario Moretti, líder de la banda y ejecutor probable de Moro. El ministro del Interior Francesco Cossiga había desplegado a más de 4.300 policías a lo largo y ancho de Roma, pero su proceder era tan aleatorio como el resultado de la ruleta rusa. Una bala giraba en torno a la sien del político y nadie atinaba a salvarlo del juego. Ante semejante incompetencia, la vida de Moro pasó a depender únicamente de que el gobierno se aviniera a negociar: su vida a cambio de la liberación de trece brigadistas reclusos.

El secuestrado lo pidió en todas sus cartas. Mas ceder al chantaje significaba debilitar al Estado. Para la retórica oficial, el gran estadista que se suponía que aún era Moro no podía implorar que se le salvase la vida a cualquier precio sin haber perdido la cordura. Se difundió entonces la idea de que el presidente de la DC redactaba sus cartas sometido a coacción o incluso drogado por sus captores.

No obstante, algunas figuras destacadas como el periodista Indro Montanelli sostenían que Moro sí estaba lúcido al momento de escribirlas, aunque sus pretensiones no mereciesen otro calificativo que el de vergonzosas: "El comportamiento de Moro estuvo dictado por el miedo, humano y perdonable en todos menos en quien pretende encarnar el Estado. La única justificación que se puede esgrimir en su favor es que Moro sabía qué era de veras el Estado italiano". Ahora bien, ¿por qué extraño y repentino prurito moral un régimen que se había plegado a la mafia en Sicilia, a la camorra en Nápoles y al bandolerismo en Córcega, que había liberado clandestinamente a terroristas palestinos "para conjurar la amenaza de contraataques y represalias contra la población civil", se negaba ahora a establecer contactos con las Brigadas Rojas, aun cuando fuese con la sola pretensión de ganar un soplo de tiempo?

No oculta la serie el conflicto originado en el seno de la DC sobre el dilema de negociar o no negociar, aunque sí omite algunos aspectos clarificadores. Por ejemplo, la carta de Moro publicada por la prensa el 10 de abril en la que destripa los sótanos de su partido y critica la trayectoria de su compañero Paolo Emilio Taviani o aquellas otras en las que retrata al presidente Andreotti como un político "que seguro sabrá hacer un buen negocio de todo esto". En 1975 —tres años antes de su ejecución— Pasolini escribía de Moro lo siguiente: "Parece el menos implicado en las cosas tremendas que se han hecho desde el año 1969 hasta hoy, con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder".

Mas, por esas paradojas que tiene la Historia, quien a ojos de los disidentes parecía y aparecía como el menos culpable tuvo que pagar los deslices de todos sus correligionarios. La metástasis de la corrupción canceraba las instituciones; la DC llevaba treinta años acaparando el botín mientras los jueces miraban para otro lado. (Sin ir más lejos, las relaciones entre Andreotti y los grandes capos de la mafia jamás pudieron dirimirse. Se sospecha que un alto capo de la Cosa Nostra lo incriminó en 1992 ante el juez Borsellino días antes de que asesinaran a éste, así como que en 1979 llegó a aprobar que mataran a su compañero de partido Piersanti Mattarella).

En el caso Moro encontramos asimismo una segunda ironía. "Al condenarlo a muerte" (pues con estas palabras trataron de eufemizar su crimen), las Brigadas Rojas concitaron un rechazo social unánime, un repudio que a la postre las obligaría a disolverse. Para Montanelli, "el verdadero protagonista de aquellos sucesos fue el Partido Comunista. Es verdad que al principio fue indulgente con las Brigadas Rojas, confiando en hacerlas instrumento de su política. No porque se propusiese la subversión del país, sino porque, manteniendo viva la amenaza, esperaba inducir a que los democristianos compartiesen el poder. Y después, en cambio, se volvió intransigente con el terrorismo. (…) El PCI era el primero en no querer oír ni hablar de unas brigadas elevadas a interlocutor del Estado".

Si las BR pretendían alterar la "correlación de fuerzas" o asentar un golpe definitivo a la Democrazia Cristiana, qué duda cabe de que lo más astuto habría sido soltar a Moro. Recobrada su libertad, luego de hacerse públicas sus últimas cartas y declaraciones, su presencia habría abierto un cisma en el partido que la oposición de izquierdas habría capitalizado. En palabras de Sciascia, "¿puede deducirse de esta aparente falta de criterio que (…) la esencia y el destino de las Brigadas Rojas es la locura (…) o, dicho más sutilmente, un esteticismo en el que morir por la revolución ha pasado a significar morir con la revolución?". Y volviendo al testimonio de Montanelli, "la ejecución fue un error garrafal. (…) Aquel hombre hinchado de orgullo habría sido devastador para la DC y acaso para todo el sistema político italiano. Hubo alguien que intuyó esto, porque, contrariamente a lo que se dice, me consta que la sentencia de muerte no fue votada por unanimidad, sino que se decidió por sólo un voto de ventaja".

Esto al margen, para los televidentes españoles, escarbar en la historia de la DC (sea a partir de este filme o incitados por cualquier otro pretexto) presenta además un interés añadido, ya que en ella se hallan no pocas claves de por qué la Conferencia Episcopal se negó a la muerte de Franco a que en España surgiera un partido netamente democristiano, en lugar de los híbridos que serían UCD primero y Alianza Popular después. (Quizás porque tanto Vicente Enrique y Tarancón como su secretario, el jesuita José María Martín Patino, sospechaban con clarividencia que un partido democristiano en España, por mucho que se inspirase en la CDU de Helmut Kohl, acabaría resultando un calco agónico de la DC de Andreotti, Cossiga o Taviani).

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