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Luis Herrero Goldáraz

Manuel Azaña: el mito sin máscaras

Para entenderle bien, también su arrepentimiento final, hay que conocer de qué pudo llegar a arrepentirse y de qué no.

Para entenderle bien, también su arrepentimiento final, hay que conocer de qué pudo llegar a arrepentirse y de qué no.
Azaña y Sanjurjo | Cordon Press

Una de las mejores frases que se han escrito sobre Manuel Azaña es un pie de foto. La escribió Andrés Trapiello para describir la imagen con la que ilustraba el último capítulo de Las armas y las letras, dedicado en exclusiva al político alcalaíno. En ella se lo podía ver tratando de podar un seto, y así lo miraba décadas después el escritor leonés: "Las labores de poda, la escalera mal sujeta y el alto seto que le impide ver el otro lado, todo, en fin, se diría una suma cervantina de ironía y metáfora". La frase, ciertamente, no esconde demasiada fuerza. Pero es precisamente en su aparente falta de concreción donde radica su genialidad, pues toda ella se amolda perfectamente al legado de un hombre contradictorio y sufriente, incomprendido todavía hoy, no digamos ayer, cuando jugó un papel determinante en el desgarro nacional que desde hace tiempo algunos pretenden capitalizar.

Otra frase más redonda podría ser la que escribió también Trapiello en aquel capítulo: "De todo el laberinto español, de aquel dédalo de lo hispano, ha sido Azaña el hombre más incomprendido, con ser uno de los más extraordinarios que le nacieron a esta tierra en el siglo. Y es caso más extraordinario aún si se tiene en cuenta el fracaso absoluto que constituye su vida: como escritor y como político". José María Marco acaba de publicar su último intento particular por comprender al personaje, 30 años después de haberlo dejado reposando en sus estantes. Su libro se titula Azaña, el mito sin máscaras (Ediciones Encuentro), así que tenía sentido que su ponencia en la segunda entrega del ciclo La España que fue. (Mirando hacia atrás sin ira), dedicada a don Manuel, se titulase también así.

La idea en realidad sería un ir removiendo caretas, o ir analizando semblantes. Ir del final al inicio para comprender mejor la retórica y la vida de un personaje contradictorio y vehemente, arrepentido, violento, pacífico y batallador. Todos conocemos al Azaña postrero, al Azaña arrepentido que acabó sus días en el exilio francés aferrado a un anhelo que sabía que no llegaría a ver cumplido. De él rescata Marco la carta que le dedicó a su amigo Esteban Salazar Chapela en febrero de 1940, a pocos meses de morir. "Un texto que sigue la estela de La velada de Benicarló y que pide a sus compañeros republicanos una actitud de profunda autocrítica". A él, es bien sabido, la gestión republicana durante la guerra le pareció un fracaso. Lo que no es posible conocer a ciencia cierta es su posición exacta con respecto a las responsabilidades de los suyos, y las suyas propias, antes, durante y después del conflicto. No estaba de acuerdo con la "nueva ortodoxia" que se estaba creando para explicar lo sucedido, desde luego. "Conocía demasiado bien los acontecimientos como para sentirse cómodo con el relato que los republicanos hacían de ellos en el exilio". Y sin embargo. Como pasa con todos, pero con Azaña más que con otros, a veces dos posturas aparentemente contrapuestas encuentran acomodo en su legado.

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Marco regresa un poco más atrás y reconoce la voz de Azaña en su Garcés de La velada de Benicarló. En ella vemos a un personaje moderado, arrepentido y abierto definitivamente al diálogo. "La posición de Garcés es una posición ideal; parece el representante de un especie de centro radical, por decirlo de algún modo. Es un hombre que reivindica el diálogo, la posibilidad de estar equivocado, que contempla definitivamente al otro como alguien capaz de tener razón". Que Garcés sea el trasunto exacto de Azaña es otra cosa, pero lo que sí que encarna es el producto de su arrepentimiento. Garcés es aquello que habría querido ser España para Azaña, a toro pasado, cuando la sangre había desbordado el ruedo y media nación se paseaba enseñoreada sobre los despojos de la otra media.

Todo hay que ponerlo en su contexto, claro. También su discurso más famoso, aquel de Barcelona del 18 de julio de 1938 en el que resumió el que acabaría siendo su legado histórico: "...esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón".

Azaña quiso ser el primero en anunciar esas tres palabras en mayúsculas. Y lo hizo de forma consciente no únicamente con la intención evidente de pedir cordura en mitad de la locura de la guerra, sino para anticiparse al otro bando, el de los que se reivindicaban católicos, que no dejaba de ser en aquellos momentos los asesinos del ejército contrario. Marco indaga en estas conclusiones explicando que en aquel discurso de Barcelona no fue la primera vez que Azaña había escrito palabras como Paz o Piedad. También lo había hecho en una entrada de sus extraordinarios diarios, poco después de recibir la visita de un monje agustino que le había educado en El Escorial y que se había salvado de las sacas de Paracuellos, precisamente, por poseer una carta firmada por Azaña. "Nadie en la Iglesia ha escrito las palabras de Paz y Piedad que le correspondería al cristianismo en estas circunstancias", vino a decir, en una frase que ayuda a comprender también los posicionamientos políticos del intelectual alcalaíno a lo largo de toda su vida.

Azaña y la revolución

Azaña era un hombre de su tiempo. Y era un hombre de izquierdas. Un hombre profundamente comprometido con su patria, que había alcanzado varias convicciones a lo largo de su vida. Fue defensor del laicismo, y el instigador de las reformas que la República se precipitaría en llevar a cabo sin tener en cuenta la realidad social del país que pretendía refundar. Azaña, como la Segunda República, fue un hombre encaramado a una escalera mal sujeta, dispuesto a podar un seto que no le dejaba ver más allá. Era un inmenso admirador del republicanismo francés, "pero las reformas que en España se implementaron en tres meses, en Francia habrían llevado treinta años", comenta Marco. La república pecó de presurosa en parte por los prejuicios que atesoraba del espectro político de la derecha, al que trató de ignorar como si su voz y su voto fuesen un quejido molesto al que no valía la pena prestar atención. Azaña, durante mucho tiempo, fue la representación carnal de la República. Para entenderle bien, sin embargo, Marco echa la vista atrás.

Uno de los detalles de su famoso discurso de Barcelona es que fue pronunciado el 18 de julio. A Azaña no le gustaba hablar ese día porque en el bando republicano, desde el estallido del conflicto, era el día en que se conmemoraba el inicio de la revolución. Marco lo explica así: "Azaña no estaba de acuerdo con cómo se estaba llevando a cabo la guerra y no comulgaba con los revolucionarios, pero no porque aborreciese la idea de una revolución necesaria, sino porque no consideraba que la que se había desatado fuese una revolución real. Para él era, más bien, un caótico desorden".

Hablando pronto y mal, podría decirse que Azaña ansiaba un cambio ferviente, una reconstrucción nacional hecha a la medida de sus ideas. No supo anticipar que los cambios drásticos, al igual que su retórica encendida, dejan pronto de pertenecer a quien los inicia y terminan desbocados pasando de mano en mano, de boca en boca, hasta que, en lugar de una metamorfosis, lo que se acaba produciendo es un desmembramiento.

En su discurso en las Cortes del 13 de octubre de 1931, por ejemplo, Azaña anunció tajantemente, entre otras cosas, que España había dejado de ser católica. Su posición era más moderada que la del resto de miembros del Gobierno, y le sirvió para posicionarse definitivamente como el líder presidenciable que necesitaba la izquierda republicana. Fue el agente que supo reconducir una serie de propuestas maximalistas, como la de prohibir las órdenes religiosas, que eran imposibles de llevar a cabo y que amenazaban con romper la coalición gubernamental. Propuso a cambio prohibir ejercer la enseñanza a dichas órdenes y sus actividades económicas. Y expulsó a los jesuitas. En la práctica logró lo que se proponía y en el contexto de su gobierno consiguió calmar unas aguas que algunos habían desbocado, pero la realidad en el país fue bien distinta. El discurso fue pronunciado poco después de las quemas de conventos en Madrid y Málaga, así que mientras Azaña decía que España había dejado de ser católica buena parte de los españoles entendieron refrendado su anticlericalismo violento y otra no menos numerosa sólo pudo sentirse desamparada.

El anticlericalismo de Azaña era una convicción suya personal. Su propia experiencia con los agustinos en El Escorial y el profundo desencantamiento con el inmovilismo del régimen anterior le hicieron radicalizar sus posturas. Llegó a considerar que la revolución era necesaria. Pero una revolución ideal y utópica, perfectamente encauzada en los rieles diseñados por su intelecto. En julio de 1931, en Valencia, dijo que habría "república en España mientras se gobierne con espíritu revolucionario". Y todavía más: "No puede reproducirse el tumor que hemos extirpado definitivamente". Azaña no aceptó la victoria de la derecha en 1933. Tenía una idea de la república en la que no entraban los posicionamientos que consideraba reaccionarios. La parálisis enfermiza que había caracterizado la época de la Restauración y que sólo había acentuado los problemas del país era algo que lo encendía. Así que para entenderle bien, también su arrepentimiento final, hay que conocer de qué pudo llegar a arrepentirse y de qué no.

En un discurso reflexivo sobre su papel como intelectual, enunciado en 1924, poco después de la instauración de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a definirse como demócrata violento. Son posiciones que contrastan con las del Garcés de La velada de Benicarló porque emanan de un contexto completamente diferente. Lo que las alimentaba en aquel entonces no era el ansia de paz ni el arrepentimiento por la guerra, sino la necesidad de una refundación que parecía imposible en un sistema podrido y paralizado. Echando la vista atrás, es fácil que el Azaña de 1940 mirase al Azaña de las dos décadas anteriores con pena. Y que pidiese perdón —"Toda su literatura es una petición de perdón", comenta Marco—. Al final, no fue más que un hombre encaramado a una escalera mal sujeta e incapaz de aceptar que si se quiere podar a la naturaleza a veces hay que dejar que crezca a su aire, para reconducirla después, con mimo y paciencia, si no se quiere acabar precipitado desde lo alto de un seto del que nunca se llegó a ver la copa en su totalidad. Por resumir aquel periodo en palabras de Trapiello: "La política puede decirse que fue cosa de los jóvenes, de la generación siguiente [a la del 98], la del 14, la de Ortega, Azaña, Pérez de Ayala y, sobre todo, la que siguió a ésta, la que unos llaman generación del 27 y otros generación de la República. Los primeros cargaron la pistola, es posible que de manera inmediata; los segundos la dispararon, no menos irresponsablemente".

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