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Ramón Emilio Mandado Gutiérrez

El gran heterodoxo

Nadie mejor que D. Marcelino ha definido qué es ser español: vivir en paz con el enemigo.

Nadie mejor que D. Marcelino ha definido qué es ser español: vivir en paz con el enemigo.
Marcelino Menéndez Pelayo | Archivo

De unos años a esta parte se advierte en España una mejor valoración de la figura de D. Marcelino Menéndez Pelayo por parte de escritores, críticos literarios, historiadores e incluso entre filósofos. Sin embargo es algo que se viene produciendo de un modo lento, casi clandestino, algo así como esa lluvia fina que tanto molesta aunque beneficie a la feracidad de la tierra. Semejante lentitud en la recuperación de una obra imprescindible para el acervo cultural hispánico resulta exasperante cuando uno se asoma a la cultura española sin complejos ni fantasmas de cualquier tipo. Los elogios y el respeto que en el pasado manifestaron hacia la figura de Menéndez Pelayo, por la impresionante magnitud de su obra, personalidades fundamentales de la izquierda y el liberalismo como Leopoldo Alas (Clarín), Rafael Altamira, Fernando de los Ríos, Luis Araquistain, Salvador de Madariaga o Luis Buñuel, por citar sólo unos pocos ejemplos, parece que van abriendo los ojos a los doctrinarios de esas orientaciones ideológicas que arremetieron contra D. Marcelino por pura ignorancia o por sectarismo o por el simple prurito de destacar entre los miles Christi laicos y progresistas. No es que la obra pelagiana sea incontestable y no deban reprochársele sus propios errores y excesos, pero bienvenido sea el progreso intelectual que sabe reconocer sus mayores méritos. Ojalá no consiga silenciarlos más la escasa erudición y el simplismo analítico que aún prevalece entre algunas élites políticas, que no culturales, de la izquierda.

Más se echa de menos sin embargo, en los tiempos que corren, una catarsis semejante en el ámbito ideológico de la derecha, territorio que en principio parecería más favorable a D. Marcelino, pero que a menudo resulta ser un territorio comanche para él. Es algo que se produce más por pereza intelectual que por sectarismo, pues consiste lisa y llanamente en reproducir sin mayor examen los tópicos heredados y en desinterés por incluir la obra del sabio santanderino en los circuitos culturales, sobre todo en los planes de estudios humanísticos de las Enseñanzas Media y Superior. En el año 2012, durante uno de los actos que conmemoraban el centenario del fallecimiento de D. Marcelino, un epítome político de ese sector ideológico en Cantabria expresaba públicamente: "Aunque no tengo tiempo para leer sus escritos, me cuento entre los amantes (sic) de Menéndez Pelayo". Por actitudes de este tipo la comparación del discurso intelectual de la derecha de antaño con el de la de hogaño es a menudo muy favorable a aquélla, pues en el presente la incuria cultural al uso ha mordido con fuerza y pillado cacho de modo descorazonador. Los principales ideólogos que durante el franquismo promovieron el menedezpelayismo oficial, Pedro Saiz Rodríguez, José María de Cossío, Sánchez Reyes, etc. sin duda vencidos por la valía de su erudición, pero también por el ejemplo de rigor intelectual que recibieran del propio Menéndez Pelayo y de sus discípulos más inmediatos (Menéndez Pidal y sobre todo Bonilla San Martín), pudieron haber utilizado la obra pelagiana pro domo sua, pero sabían de lo que hablaban. Justamente por eso algún biógrafo proveniente del franquismo, caso de Pedro Laín, estableció distancias con la exaltación ad nauseam de la figura de D. Marcelino promovida por el aparato propagandístico de aquél régimen político.

En la caracterización de la obra pelagiana conviene diferenciar la doctrina del llamado nacionalcatolicismo, elaborada sesgadamente con retales de esa obra en los años cuarenta del siglo XX, de la adscripción a la universalidad que impregna el fondo católico de la cultura hispánica. En esto último Menéndez Pelayo fue clarividente y el reconocimiento por los demás de su clarividencia fue un capítulo reseñable, aunque poco conocido, de la progresiva reconciliación cultural de España con su propia historia y entre las dos Españas que salieron enfrentadas de la Guerra Civil. Como en tantos otros momentos, vino en ayuda de ese nuevo juicio sobre Menéndez Pelayo cuanto dijeron y escribieron sobre éste desde Hispanoamérica grandes maestros de la Crítica como Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Emilio Uranga, Alfonso Reyes, José de Vasconcelos, Gabriel Zaid, Joaquim Xirau, Enrique Diez-Canedo, Guillermo de la Torre, más adelante Mario Vargas Llosa, etc. El ejemplo más relevante de la nueva mirada, sobre D. Marcelino y en el fondo sobre la propia España, fue el excelente libro que con el título Menéndez Pelayo. Hacia una nueva imagen promoviera u coordinara en 1982, ya concluida la Transición al actual sistema democrático y parlamentario, Ciriaco Morón Arroyo.

Sin embargo a la nueva imagen de la obra pelagiana le quedan algunas tareas pendientes, sobre todo una: distribuirla amplia e inteligentemente para que los jóvenes nativos de Lengua castellana prosperen en su conciencia cultural común, es decir para que logren superar los nacionalismos de campanario o las ideologías de saldo posmoderno que en gran medida hoy paralizan sus naciones y sociedades. Recientemente ha aparecido un libro que coadyuva ejemplarmente a ello. Lo ha escrito Agapito Maestre con el título de Marcelino Menéndez Pelayo, el gran heterodoxo. Es un libro muy bien documentado en hechos que los estudiosos ya conocían pero que no se han dado a conocer suficientemente. Bajo la forma literaria del ensayo, el libro de Agapito Maestre procede a reivindicar a Menéndez Pelayo desde su primera gran aportación a la Crítica: La Historia de los heterodoxos españoles, pero lo hace para resaltar aquellos caracteres que distinguieron siempre de modo ejemplar y creciente a todos los escritos pelagianos: el trabajo y la constancia investigadores, la sujeción al dato histórico y documental de que dispone, la valentía y sinceridad en el juicio, la distinción entre la particular adscripción religiosa o nacional y el criterio intelectual, el hondo sentido de la estética y de la historia, la correcta percepción de la modernidad, la amenidad de estilo, la vis poética de su prosa y de sus versos, etc. Caracteres todos ellos que consagran a Menéndez Pelayo no como un doctrinario biempensante de la ideología reaccionaria, tal como ha difundido interesadamente el tópico, sino como el más documentado y exacto compendiador de obras, doctrinas, escuelas y sistemas de pensamiento ajenos. Es decir, como el librepensador más libre y el menos preocupado por ser tildado de heterodoxo.

El aparato crítico que sustenta el ensayo de Agapito Maestre es más que suficiente para su propósito y deja entrever al lector que cuanto se muestra en el texto es sólo una parte de lo conocido por el autor. No se aportan grandes novedades a los estudiosos y especialistas en la obra pelagiana, pero sí se recogen todas las categorías de registro crítico que existen y sobre todo se pone de manifiesto cómo un ensayo divulgativo dirigido al lector inconformista y medianamente ilustrado, puede ser ameno y a la vez estar bien fundamentado.

Para articular su elogio de la obra de Menéndez Pelayo, Agapito Maestre recurre a veintidós motivos o capítulos agrupados en dos partes, once en cada una de ellas, todos de gran interés. A modo de argumento narrativo y pulsión de actualidad, el ensayo enhebra el examen doxográfico de cada capítulo en el relato del diálogo intelectual (praxis) que despliegan dos personajes, el redactor del texto y un tal Dr. Cidad Vicario, situados en lugares y fechas identificables. Esta dualidad de personajes puede ser real o un sutil desdoblamiento que el autor del ensayo sugiere al lector, pero en todo caso alude a lectores actuales, es decir conscientes de la circunstancia histórica desde donde se ha leído en el pasado a Menéndez Pelayo y desde la que en el presente se necesita volver a leerlo. Así, en unos motivos del ensayo sus protagonistas mostrarán detalles o momentos concretos de la obra pelagiana particularmente esclarecedores, en otros se internarán en temas cardinales que ningún conocedor cabal de la misma debiera perder de vista, en otros finalmente desvelarán las mediaciones que tuvieron algunas de las lecturas de esa obra que destacaron bien por su influencia, bien por su lucidez o bien por ambas cosas.

Merece la pena destacar dos elementos de valoración histórica de la cultura española contemporánea que están presentes en el ensayo:

El primero es la crítica que se hace a las opiniones sobre la obra pelagiana que expresaron las Generaciones del 98, 14 y 27. Sin restar justos méritos a los Unamuno, Maeztu, Ortega, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, etc., el libro de Agapito Maestre les canta las verdades a todos ellos sobre la injusta valoración o el escandaloso olvido en que tuvieron a Menéndez Pelayo, en algún caso digno de análisis freudiano. Todos ellos se aprovecharon exhaustivamente las enseñanzas de éste, bien en beneficio de sus publicaciones bien de sus carreras académicas, a veces incluso llegando al plagio. Sin embargo le ningunearon y sólo cuando algunas de sus grandes figuras llegaron a la madurez de su obra o la digestión sosegada de la Historia de España fue poniendo a cada cual en su sitio, aquellas generaciones hicieron autocrítica y se desdijeron de sus juicios absolutos sobre D. Marcelino. Aunque en gran medida el mal ya estuviera hecho, pues como dice el refrán: cría fama y échate a dormir.

Un segundo elemento de valoración histórica, no menor y relacionado con el que se acaba de señalar, es la reivindicación que se hace en el ensayo de la Generación de 1868, tan ninguneada por la del 98, la del 14 y la del 27 como lo hicieran con Menéndez Pelayo. Solventes historiadores actuales, como Carlos Dardé, José Luis Ollero, Juan Pablo Fusi, Antonio Morales Moya, José Varela Ortega, etc., han insistido en que no es justo desmerecer sin más el periodo de La Restauración, en especial su primera parte (1876-1898) y a sus dos personajes públicos más representativos de Cánovas y Sagasta. Javier Moreno Luzón, por ejemplo, escribe de La Regencia de María Cristina de Habsburgo (1886-1902) que constituyó un periodo de estabilidad política y relativa paz social que muchos añoraron más tarde, cuando el siglo XX se sumergió en conflictos entonces inconcebibles. Si el dramaturgo conservador Jacinto Benavente recordaba una época en que monárquicos y republicanos acudían a las mismas tertulias, el periodista liberal José Francos Rodríguez ponderaba el desenfado con que se vivían los asuntos públicos cuando el rey era niño. Ante todo, aquel fue el momento en que cristalizó el sistema político de La Restauración, con dos grandes partidos que se turnaban en el poder bajo el mando de jefes capaces de mantener la unidad de la mayoría de sus huestes…

De modo semejante hay que reivindicar la excelencia intelectual de la Crítica durante aquellos años: no se puede excluir de la llamada Edad de Plata de la Cultura Española a los Leopoldo Alas (Clarín), Benito Pérez Galdós, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán, Ángel Ganivet, Gumersindo de Azcárate, Francisco Giner de los Ríos, Emilio Castelar, Santiago Ramón y Cajal, Augusto González de Linares, Francisco Asenjo Barbieri, Menéndez Pelayo, etc. pues fueron ellos los que crearon el ambiente y el tono de excelencia intelectual de aquel periodo y del periodo que le siguió, gracias a lo cual se pusieron en pie o prosperaron grandes mejoras educativas y culturales (Biblioteca Nacional, Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, Magisterio Nacional, Catedráticos de Instituto, Centro de Estudios históricos, Residencia de Estudiantes, Junta para la Ampliación de Estudios, Ciudad Universitaria de Madrid, Laboratorio de Investigaciones biológicas, Estación Marítima de Zoología y Biología experimentales, Ateneos, Sociedades sinfónicas, etc.). Y es que durante el último tercio del s. XIX, a la par que se despertaba el interés de la burguesía por la ciencia y la industria, se fue abriendo paso entre las personalidades más importantes de la vida intelectual española un creciente apaciguamiento de las actitudes excluyentes y del lenguaje visceral que habían predominado hasta entonces durante el siglo XIX. Tal evolución expresaba una madurez que estaba cuajando en la vida cultural española al margen de diferencias o banderías políticas y también un examen histórico de la Modernidad, en especial de sus desmesuras idealista y positivista, que en el caso de Menéndez Pelayo equipara su figura a las de Ernest Renan, Jacob Buckhardt, Ferdinand Gregorovius, Benedetto Croce… Casi todos los epítomes de esa nueva actitud tolerante que se estaba abriendo paso en la cultura española, también Menéndez Pelayo, se habían excedido previamente en su lenguaje crítico, pero todos ellos, a las postrimerías del siglo y sobre todo tras la amarga experiencia de la crisis finisecular, se estaban reconciliado con la ponderación, el reconocimiento de los méritos del otro y un efectivo propósito regenerador de la sociedad española. Lástima que semejante actitud, digna del mejor espíritu liberal, no prendiera también, por el momento, en los jóvenes publicistas del 98 y del 14. Haciéndose eco de todo ello, el ensayo de Agapito Maestre cita estas palabras con las que el Menéndez Pelayo de la Ciencia Española (1883) se reconciliaba con su enconado opositor de antaño Manuel de la Revilla: "Yo peleaba por una idea; jamás he peleado contra una persona ni he ofendido a sabiendas a nadie. Y la mejor y última prueba que puedo alegar de esto, es que todos mis contradictores han sido amigos míos después de esta controversia, y lo fue muy íntimo, dejándome con su muerte imborrable recuerdo y amarguísimo duelo, aquel gran crítico Manuel de la Revilla, en cuyo generosos espíritu no quedó ni más ligera sombra de rencor después de nuestro combate literario, sino afectos de simpatía, confirmados luego por el lazo estrechísimo con que liga a sus miembros la institución universitaria, haciéndolos, más bien que compañeros, hermanos".

Sin duda es ésta una lección muy adecuada para el presente, con demasiada frecuencia sectario y desabrido, que se observa en la vida pública de los países hispanoamericanos, entre los que se incluye la propia España. Agapito Maestre acaba su ensayo aludiendo a ello de una manera esperanzada y con un optimismo quizás ingenuo, que recuerda al de Rubén Darío en sus Cantos de vida y esperanza, tanto como a Menéndez Pelayo: "Después de leer esta cita, casi me atrevería a decir que nadie mejor que D. Marcelino ha definido qué es ser español: vivir en paz con el enemigo. Vale".

Por mi parte, después de leer el magnífico ensayo de Agapito Maestre tampoco puedo escribir otra cosa que no sea recomendar vivamente su lectura a todo el que quiera escucharme.

Agapito MAESTRE (2023) Marcelino Menéndez Pelayo. El gran heterodoxo. Ediciones Atlantis. Narrative Books. Serie GONG. Madrid

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