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Sandra León

¿Qué es una mujer?

La batalla dialéctica en torno a la Ley Trans esconde la clave de la mayor crisis del feminismo en décadas.

La batalla dialéctica en torno a la Ley Trans esconde la clave de la mayor crisis del feminismo en décadas.
Manifestación feminista contra la Ley Trans | Europa Press/Archivo

"Ministra, ¿qué es una mujer?", le espetaba a Irene Montero una joven crítica con la Ley Trans que irrumpía el pasado miércoles en el acto institucional del 8M. "Yo creo que lo importante es que sepamos que las mujeres, por el hecho de ser mujeres, tenemos más riesgo de sufrir violencia, más riesgo de sufrir pobreza", respondía ella, tratando de esquivar el peligroso melón que abre una polémica norma basada en la autodeterminación. "¿Cómo vais a luchar por los derechos de las mujeres si no sabéis definir lo que es una mujer?", contraatacaba la joven. Para Montero era indignante que alguien se plantease que "una mujer con pene no es una mujer". La feminista rebelde trataba entonces de aclarar sin mucho éxito que su lucha "no es contra esas personas".

El episodio que acabo de resumirles ha sido utilizado por unos para visibilizar el rechazo de un sector del feminismo a Irene Montero y, por otros, para demostrar la supuesta transfobia de esas mujeres que horas más tarde saldrían a la calle con pancartas en las que pedían la dimisión de la ministra y la derogación de la Ley Trans. Sin embargo, lo cierto es que aquella batalla dialéctica esconde la clave de la mayor crisis del feminismo en décadas. Y no por si hay que respetar o no a una persona que dice ser mujer aun teniendo un pene entre las piernas, sino porque ha sido una mujer de izquierdas la que ha derogado de facto todas las leyes de género contra las que llevan años luchando esos asquerosos fascistas que tratan de echar por tierra las conquistas que tanto sudor y lágrimas han costado a las feministas a lo largo de la historia.

España lleva años aplicando la llamada discriminación positiva hacia las mujeres, aferrándose a un fin superior como es la igualdad, esa palabra que da nombre al ministerio por el que Irene Montero se embolsa anualmente cerca de 80.000 euros y su número 2, Ángela Rodríguez Pam, cerca de 120.000. Entre las políticas que se han ido consolidando en nuestro país, destacan desde ayudas económicas y beneficios fiscales para favorecer el acceso de las mujeres a determinados ámbitos donde su presencia es limitada a la polémica Ley de Violencia de Género.

Ambas cuestiones han sido objeto de grandes batallas, pero especialmente todo lo relativo a una ley que no solo pone en entredicho el principio de presunción de inocencia de los hombres, sino que incluso castiga con penas mucho más altas el maltrato de un hombre a una mujer que el de una mujer a un hombre y permite a cualquier madre divorciada que interponga una denuncia por violencia de género conseguir unas medidas que difícilmente conseguiría por otra vía. ¿La principal consecuencia? Que, si bien puede servir para proteger a muchas víctimas, también alienta miles de denuncias falsas cada año, dejando toda una generación de "niños huérfanos de padres vivos", como denuncia la Asociación de Hombres Maltratados.

Después de años escuchando testimonios escalofriantes, mi opinión es que esta ley no puede ser más injusta y más cruel. Sin embargo, lo que yo crea es lo de menos. A fin de cuentas, sólo soy una mujer que trabaja en un medio de fascistas. Lo importante es lo que opinan esas mujeres que se pueden permitir ir de manifa en manifa —o todas están en paro y no tienen hijos o la conciliación no será tan mala— y que hoy empiezan a ver peligrar la piedra angular de su discurso.

Este viernes, el diario La Razón contaba que en los registros de toda España están sorprendidos por la gran cantidad de solicitudes de cambio de sexo tras la entrada en vigor de la Ley Trans. "Lo que nos ha llamado la atención es que el 100% de las solicitudes que hemos recibido son de hombres que quieren registrarse como mujeres. Cuanto menos, resulta sospechoso", aseguraba un funcionario de un municipio al sur de Madrid. Y añadía: "Hasta que esta ley fue aprobada, habíamos recibido solicitudes por parte de hombres y mujeres de una manera más o menos equilibrada. Lo de ahora es desorbitado".

La ausencia de datos oficiales impide saber si esto es algo generalizado. Sin embargo, la pregunta es evidente: si cualquiera, con solo rellenar un formulario, puede cambiarse de sexo… ¿qué impide que muchos hombres no decidan hacerlo para protegerse de la Ley de Violencia de Género o beneficiarse de los cupos y ayudas reservados para mujeres? Y esa es precisamente la gran preocupación de las feministas, porque si esto es así… ¿qué sentido tienen las leyes de género?

Desde el Ministerio de Igualdad tratan de ridiculizar esta posibilidad, alegando que si algún hombre cambia de sexo solo por estas razones estará cometiendo un fraude, pero… ¿Cómo vamos a saber si lo está cometiendo realmente? ¿Acaso no contempla la ley multas de hasta 150.000 euros para cualquiera que cuestione el sentir de una persona trans? ¿No estaríamos incurriendo en transfobia? Porque a nadie se le puede olvidar que la base de esta ley es la autodeterminación. Precisamente por eso no se contempla ningún mecanismo de comprobación: la mera voluntad de aquel que acude al Registro es suficiente.

Hasta ahora, cualquiera que quisiera cambiar de sexo no solo tenía que aportar informes médicos, sino que, además, tenía que haber iniciado un proceso de hormonación. Tal vez por eso, las feministas nunca se habían quejado, o al menos no de forma tan pública y masiva como en estos momentos. Sean terfas o no (el nombre con el que insultan a quienes no creen que la transexualidad sea la respuesta a los estereotipos de género), es difícil pensar que alguien que llega hasta el final no lo hace convencido de que ha nacido en un cuerpo equivocado —cuestión distinta será si eso soluciona o no su malestar—, pero si el cambio solo consiste en rellenar un papelito… ¿Por qué no van muchos hombres a querer hacerlo para acabar con unas leyes que consideran injustas?

Y claro, llegados a este punto, la pregunta vuelve a ser la misma: ¿Siguen teniendo sentido las leyes de género? Pero es más… ¿Tienen sentido los baños o vestuarios diferenciados? Antes, el tío que era un pervertido o un agresor sexual hacía agujeros en las puertas para ver a las chicas desnudas. Los más sofisticados instalaban cámaras ocultas. Ahora, basta con rellenar un papel para poder pasearse por un vestuario lleno de mujeres o ducharse a su lado. Y pobre de la que dude de sus sentimientos; ya puede ir preparando la cartera.

¿Y qué pasará en las cárceles? ¿Dónde quedan esos "espacios seguros" por los que tanto han luchado las mujeres? El Gobierno ha evitado hasta ahora pronunciarse sobre este asunto. "Cuando lleguemos a ese río, cruzaremos ese puente", han debido de pensar. Y no me refiero a cuando haya alguna petición, que ya la hay, sino a cuando salga a la luz pública, como sucedió en Escocia. Mientras tanto, corramos un tupido velo.

¿Y qué pasará con las empresas que reciben beneficios fiscales por contratar a una mujer? ¿Preferirán a una mujer biológica o a un hombre que únicamente haya cambiado de sexo en el Registro, pero que no puede quedarse embarazo ni —siguiendo el discurso feminista— va a encargarse de sus hijos con la misma entrega que una madre?

Insisto: ¿Tiene sentido mantener todas estas leyes de género? Y precisamente por la disyuntiva en la que nos encontramos, era y es tan importante que la ministra de Igualdad —ese concepto que reivindican y sobre el que giran todas estas normas— responda a la pregunta de qué es ser mujer. Irene Montero aludía como característica común el 8M el riesgo de sufrir violencia o pobreza, pero tal vez la definición que más se ajuste a lo que parece defender Podemos sea otra: cualquier persona que odie a los hombres a los que la izquierda considera fascistas. No en vano, no hay que olvidar que estamos ante un partido que hace tiempo decidió hablar siempre en femenino –"nosotras" en lugar de "nosotros"— y que incluso llegó a cambiar su nombre para pasarse a llamar Unidas Podemos.

No sé si Iglesias y Echenique ya habrán acudido al Registro, pero, ironías aparte, prepárense, porque la batalla no ha hecho más que empezar. Sólo espero que Arturo Pérez-Reverte zanje cuanto antes la polémica de las tildes, porque me temo que la siguiente pugna pueda ser precisamente por la definición de mujer que incluye la Real Academia Española. Y tal vez no para modificarla, sino directamente para suprimirla.

La gran paradoja es que hace años las feministas crearon "Contra el Borrado de las Mujeres", una asociación que pretendía luchar contra las pretensiones de los machistas redomados. Lo que jamás imaginaron es que algún día tendrían que hacerlo contra una mujer —de izquierdas, para más inri— que presumiría de hacerlo en su nombre e incluso cobraría por ello.

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