Menú
Pedro García Cuartango

La España mágica: mito y realidad

Profundizar en el pasado ayuda a entender las actitudes, los valores, las costumbres y los ritos que han sobrevivido desde tiempos ancestrales.

Profundizar en el pasado ayuda a entender las actitudes, los valores, las costumbres y los ritos que han sobrevivido desde tiempos ancestrales.
Atardecer en el cabo de Finisterre | Turismo España

Extracto del prólogo de España mágica, de Pedro García Cuartango:

esp-magica-cuartango.jpg

Decía Tucídides, un historiador ateniense que nació en el 460 a. C., que la historia es un incesante volver a empezar. He elegido su frase para abrir este prólogo porque refleja el cambio inherente a todo proceso histórico y, sobre todo, porque sugiere que hay un fondo que subyace en toda acción humana. Ese fondo sobre el que se construye la historia es biológico y a la vez cultural. Nada se explica sin esa combinación interactiva entre la genética y los valores y creencias que laten en una época.

Hoy existe un debate en la sociedad española sobre la memoria histórica. Pero esa memoria se circunscribe a los hechos acaecidos desde el comienzo de la Guerra Civil en 1936 hasta la muerte del general Franco y la Transición a finales de los años setenta. Lo sucedido en el siglo XIX, esencial para comprender el presente, no está en el foco de la política y ni siquiera está entre los temas principales de los historiadores actualmente. Y no digamos ya acontecimientos remotos como la presencia de los celtas en el norte de la Península, la colonización romana, la extensión de los reinos visigodos y la invasión de los árabes.

Sostengo en este libro que es necesario profundizar en ese pasado para entender muchas de las actitudes, los valores, las costumbres y los ritos que han sobrevivido desde tiempos ancestrales y que siguen estando presentes en la sociedad española. Avanzo la tesis que subyace en mi trabajo: España es una nación o un país, como se quiera, cuya identidad es el resultado de la acumulación de una serie de sustratos o materiales de muy diversa procedencia, dada la condición de cruce de culturas de la vieja Iberia. Dicho con otras palabras, España ha sido un crisol donde se han fundido otros pueblos que dejaron una huella profunda desde los Pirineos a Gibraltar. Unos venían del norte de Europa, otros del Mediterráneo y otros de África.

La cuestión de la identidad nacional es un debate que se plantea en nuestro país desde que los Reyes Católicos unieron las coronas de Castilla y Aragón y acabaron con el último reino musulmán de la Península. Isabel y Fernando fueron los principales artífices de una unidad de España, basada en la romanización y el cristianismo. Expulsaron a los judíos en 1492 ya que estaban convencidos de que eran ajenos y hostiles a esa identidad religiosa y cultural que se había ido forjando en la lucha durante la Reconquista. Los Reyes Católicos habían aprovechado una bula del papa Sixto IV para constituir la llamada Inquisición real, cuya finalidad era perseguir las prácticas de los judíos. La Inquisición ya existía desde varios siglos antes, pero fueron ambos monarcas quienes le dieron un carácter político e institucional. El tristemente célebre Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general. Con todos los matices que se quiera, la idea de un Estado unitario con una identidad nacional proviene de los Reyes Católicos. Antes se hablaba de las Hispanias, que eran el conjunto de los reinos cristianos.

Como ha ocurrido en otras naciones europeas, el modelo ha funcionado durante más de cinco siglos. Pero ello no nos debería hacer olvidar la realidad histórica de que la Península fue el espacio geográfico donde convivieron pueblos de orígenes y formas de vivir diversos, que nos dejaron un legado arqueológico y monumental que todavía es posible rastrear. Por establecer unos límites temporales, podríamos apuntar que este periodo abarca desde la época de la construcción de los dólmenes y los menhires megalíticos, diseminados por todo el territorio español, incluidas las islas Canarias, hasta la unificación del Estado en el siglo XV tras la eclosión del Renacimiento. Hablamos de un lapso de tiempo de unos cinco mil años, diez veces más que la existencia de ese Estado unitario desde la España isabelina del "tanto monta, monta tanto". Algo deben de haber influido en nuestra mentalidad esos cincuenta siglos que hoy nos parecen tan lejanos y ajenos a la sociedad de internet y de las redes sociales en la que vivimos.

La polémica sobre la identidad nacional de España ya se planteaba, como decíamos, en los tiempos de la Reconquista, cuando los árabes fueron perdiendo su dominio sobre la Península. Pero para no remontarnos tan atrás, merece la pena recordar el debate entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, dos historiadores que vivieron en el siglo XX, que polemizaron sobre la esencia de esa identidad nacional. La cuestión sigue hoy abierta. En unos momentos en los que los nacionalismos cuestionan la unidad del Estado, tiene sentido volver hacia atrás para comprender quiénes somos y los vínculos que compartimos.

Américo Castro, un filólogo nacido en Brasil en 1885, sostenía que España solo se podía entender a partir del cruce y la relación de tres culturas: la árabe, la judía y la cristiana. La cohabitación de los tres pueblos había dado a luz un híbrido que constituía la especificidad de España respecto a otras naciones europeas como Francia o Alemania. Esta tesis era combatida enérgicamente por Sánchez Albornoz, un republicano progresista, que sostenía que la base de la identidad era el sustrato romano y cristiano que se había impuesto tras la expulsión de los árabes y los judíos.

Estoy más cerca de la tesis de Castro que la de Albornoz, aunque es verdad que los cinco siglos transcurridos desde la caída del último reino árabe de Granada han agudizado el carácter católico y romano de España como un barniz que oculta las capas más profundas de una veta de madera.

Podría decirse que el mito de la limpieza de sangre, ligado a la tradición de los hidalgos castellanos, dominó el relato histórico y la mentalidad española hasta tiempos muy recientes. El franquismo fomentó este estereotipo a través de las escuelas en las que se estudiaba la asignatura llamada Formación del Espíritu Nacional, dando por sentado que las naciones tienen alma como las personas. En esa materia que yo estudié en el bachillerato impartido por los jesuitas en Burgos en los años sesenta, se defendía la existencia de una raza española, ligada a valores como la reciedumbre, la fe católica y una nostalgia por el imperio perdido.

Una somera lectura de la historia desmonta esta visión tópica, muy vinculada a la ideología de la dictadura franquista. España no es diferente, como decía la propaganda del régimen, sino que es diversa y plural. En todo caso, lo que la hace distinta es paradójicamente esa mezcla de culturas y pueblos que llegaron a la Península por razones que desconocemos y sobre los que sabemos muy poco. Ese desconocimiento ha determinado el uso en este libro de la palabra "mágica", que hace referencia a las creencias de esos pueblos con religiones anteriores al cristianismo que divinizaban las fuerzas de la naturaleza y recurrían a los mitos para explicar fenómenos que escapaban a su comprensión. Parte de esas viejas tradiciones populares sobrevivió en el cristianismo bajo otras formas perfectamente reconocibles. Este volumen abunda en ejemplos.

Otra idea esencial para comprender el pasado remoto de España es su situación geográfica en el extremo más occidental del continente europeo. El finis terrae gallego, Finisterre, era considerado el confín del mundo civilizado en la época del Imperio romano, e incluso posteriormente. Griegos y romanos creían que el Hades, el reino de los muertos, estaba situado en las costas de Galicia, donde había numerosos lugares de culto a la caída del sol.

El posterior fenómeno de la peregrinación a la tumba de Santiago podría guardar alguna relación con celtas, griegos y romanos que seguían el camino de las estrellas para llegar a esos confines del mundo, a ese Finisterre poblado por la imaginación de peligros y seres fantásticos.

Una España visitable

Resulta imposible reseñar y resumir en un prólogo las peculiaridades y la riqueza de esta España mágica, que, atareados en nuestros quehaceres cotidianos, ha desaparecido de nuestra percepción. Pero existe y está muy cerca geográficamente. Algunas de nuestras actitudes y supersticiones hunden sus raíces en este pasado remoto. Solo podemos comprender cómo somos si profundizamos en estos usos y costumbres que se remontan a tiempos ancestrales.

En las grandes ciudades la vida transcurre con vertiginosa velocidad y no se produce el menor contacto con la naturaleza. El horizonte lo marca el asfalto, pero no el sol ni las nubes, veladas en ocasiones por la contaminación. Esto no sucede en los pueblos, donde se han preservado algunos elementos de esa España mágica que sobrevivieron incluso a la extensión del cristianismo por la Península.

Si este libro tiene alguna finalidad es invitar a quienes lo lean a recorrer los parajes descritos. La gran mayoría son de muy fácil acceso y están a pocos kilómetros de grandes ciudades, y pueden ser visitados en un par de horas. Eso sí, es recomendable ir pertrechados con alguna documentación que aporte las claves para entender su sentido.

El lenguaje que se expresa en esos monumentos y esas tradiciones ya no es el nuestro. Y sus símbolos son difícilmente comprensibles para nosotros. Pero hace muchos siglos representaban la forma de vivir y la cultura de su época. Un dolmen era mucho más que una acumulación de piedras de decenas de toneladas. Era una edificación que probablemente servía para rendir culto a las deidades locales, para medir el tiempo y para dejar constancia de una civilización. Podemos reconocer hoy el esfuerzo de aquellos seres humanos que querían transmitir un legado que ha sobrevivido miles de años.

También resulta altamente aleccionador visitar algunas de los cientos de iglesias románicas que existen en el norte de España en las que podemos ver en sus muros, sus pórticos y sus arquivoltas la expresión de una fe que guiaba a los parroquianos. Aquellos siervos de la gleba no sabían leer ni escribir, pero entendían perfectamente los bajorrelieves y las inscripciones en la piedra.

Una última consideración: muchos de aquellos símbolos arcaicos que expresaban las inquietudes de los habitantes del Neolítico, de los celtas, de los romanos y de los visigodos que colonizaron la Península han inspirado formas que han sobrevivido a través del arte y la tradición oral y han llegado a integrarse en nuestra vida cotidiana. ¿O no es posible encontrar esos símbolos y esos gestos en nuestras costumbres familiares, en la religión e incluso en la forma de relacionarnos en el trabajo y en el ocio?

Por tanto, me gustaría que estas páginas fueran un impulso para viajar por la geografía española. Y para aprender y disfrutar de la belleza de estos lugares, hoy fuera de las rutas turísticas. En ellos todavía subsisten lejanas culturas que nos precedieron y el espíritu de sus creadores, que eran personas con las mismas inquietudes que nosotros.

Temas

0
comentarios